El no-estado de Israel – por Maximiliano Bernabé

Antes de comenzar hay que aclarar que en este título no se esconde la intención de escribir un mero artículo más censurando las políticas del Estado de Israel, o su existencia misma. Quizá nada sea más fácil que esto último, sobre todo porque sería sumarse a una corriente existente, la crítica de Israel, desde hace bastantes años; hasta podría decirse que constituye una especie de género dentro de un cierto periodismo “progresista”. Hace muy poco tiempo –un mes o menos- ocupaba las primeras páginas de casi todos los medios de comunicación la retirada israelí de Gaza, los problemas para desalojar a los colonos judíos que se habían instalado allí, y, más recientemente, la entrada de las autoridades palestinas en los territorios abandonados. La rapidez con que podemos tener acceso a la multitud de sucesos a escala planetaria –aunque sólo a algunos- hace que estos hechos ya nos parezcan lejanos, como tantas cosas que sucedieron antes que los huracanes devastaran zonas del Sur de Estados Unidos. Sin embargo convendría no perder de vista lo que sucede actualmente en Oriente Medio, especialmente porque el tratamiento informativo que generalmente se dio a la citada retirada israelí fue, excepto algunas excepciones, si no parcial sí sesgado al no tener en cuenta algunas variables del conflicto.

Hablar de no-estado no significa postular contra la existencia de Israel como territorio físico sino incidir en algunas características que lo hacen ciertamente diferente de lo que venimos conociendo como un estado desde mediados del siglo XV más o menos, incluso contrario a esta concepción. Y en esto puede que no sea un caso único. Hemos visto la desolación producida en los Estados Unidos tras el paso del huracán Katrina, en gran parte consecuencia de la progresiva conversión de ese país en un no-estado: las infraestructuras y medidas de protección estatales reducidas al mínimo mientras que lo poco que queda del estado es como una oficina de gestión y promoción de intereses privados poderosos. Lo que hace a Israel diferente de los estados clásicos europeos, en los que se inspira, es la religión y sus múltiples incidencias, y su carácter colonial. No hace falta decir que Israel es una comunidad espiritual de todos los judíos. Cuando parte de ésta se asentó sobre un territorio concreto –independiente a partir de 1948- sus instituciones se inspiraron en las de las democracias europeas. En lo positivo se puede decir que en Oriente Medio es lo que más se aproxima a una democracia con división de poderes. A pesar del estado de guerra casi permanente, el tribunal supremo israelí falló recientemente en contra de la construcción de un tramo del muro que está dividiendo Cisjordania en dos. No obstante, aquí concluyen las semejanzas. A pesar de algunas apariencias no es un estado laico; por la misma definición histórico-religiosa del pueblo judío quizá es difícil que esto pudiera ser así. Para empezar, la religión está imbricada en muchos aspectos de la vida política. Y, lo más importante, el estatuto de la ciudadanía israelí. En teoría tienen derecho a la ciudadanía israelí, y a ayudas para establecerse en el territorio, todos aquellos que puedan demostrar origen judío. En la práctica esto hace que el devenir de este estado pueda estar sujeto a convulsiones demográficas y políticas cuando hay que buscar tierras y recursos para los recién llegados.

Aquí, y muy relacionado con ello, entraría el segundo factor que hace a Israel diferente: su carácter colonial. El Sionismo nace en la Europa del s. XIX, y se impregna de las corrientes políticas y de pensamiento que se dan en ese lugar y momento. Frente a un resurgir del antisemitismo en la parte central y oriental del continente, cuyo colofón sangriento habría de ser la dictadura nacionalsocialista en Alemania y la II Guerra Mundial, Herzl y los suyos deciden que los judíos no pueden seguir viviendo como “huéspedes” en otros países sino que deben construir el suyo. Después de una búsqueda con varias opciones, al final deciden que han de establecerse en lo que fue la tierra de sus antepasados, en Palestina. Una tierra que tenía habitantes, al contrario de lo que ha pretendido hacer creer cierta literatura sionista, que aquello era poco más que un desierto. Puede que la región tampoco estuviera tan poblada como pretende hacer creer cierto nacionalismo árabe. Lo que sí parece cierto es que los árabes locales, que ejercían una agricultura de subsistencia y un comercio tradicional, entraron en contacto con unos inmigrantes de un nivel tecnológico superior, impregnados de la ideología europea de finales del s. XIX y principios del XX. En algunas ocasiones ésta se manifiesta en su vertiente socialista colectivizadora, los “kibutzim”, y en otras, y muchas veces simultáneamente, en la forma de actuar colonialista clásica: aunque no se desaloje a los autóctonos, éstos entran en tratos comerciales desventajosos con los colonizadores, acaban vendiendo sus tierras y proletarizados como jornaleros. Esto en los periodos de paz, en la guerra el más fuerte, el mejor organizado en este caso, se queda con la tierra.

Esta forma de pensar y de actuar ha seguido vigente hasta nuestros días. Israel es un estado colonial, quizá el último que queda. Los árabes palestinos que son ciudadanos israelíes tienen bastantes derechos recortados, y los de los territorios ocupados simplemente no tienen derechos. Todo esto se complica con el papel que Israel ha asumido casi desde el comienzo como una especie de portaviones de los Estados Unidos en la región, para defender sus intereses, notablemente en materia de petróleo. Después de visto todo esto, cuando vemos que el gobierno de Sharon decide retirarse de la Franja de Gaza podemos pensar que no es un gesto de cara a un eventual proceso de paz sino más bien una maniobra a doble vertiente. Una, la de calmar momentáneamente a la opinión pública internacional; y otra, la de abandonar la parte más pobre, más reducida y menos interesante de los territorios ocupados para poder centrarse así en las partes de Cisjordania que no se piensa abandonar nunca. Sobre todo porque piensan que la necesitan, además de por razones estratégicas, para reubicar a los numerosos judíos que siguen llegando de los países de la antigua Unión Soviética. Y en medio de todo esto tenemos las imágenes de las sinagogas de Gaza, asaltadas e incendiadas por grupos armados palestinos. El por qué los israelíes las habían dejado en pie, al contrario que los otros edificios, podría responder, tal como dijeron, a que su carácter religioso les impide la demolición. Pero puede haber otras razones. A pesar de todos los reproches que puedan hacérsele, hay que reconocer que el estado de Israel en su conjunto siempre ha realizado una eficaz utilización de los recursos estratégicos a su disposición, para sobrevivir y para ir venciendo a sus enemigos, siempre más numerosos. Entre estos recursos está la opinión pública. Si mirásemos los titulares de alguna prensa israelí del día siguiente y viésemos noticias hablando de sinagogas nuevamente incendiadas, de la persecución que no ha cesado del todo, de nuevos pogroms, comprenderíamos que una apelación victimista al antisemitismo es todavía una baza importante para justificar ciertas acciones.

Antes se ha hablado de un hipotético proceso de paz. Habría que ver qué antecedentes y condiciones permitirían uno que fuera digno de ese nombre. Desde 1948, incluso antes, Israel ha derrotado militarmente siempre a enemigos mucho más numerosos. Esto le ha convertido, como dice el historiador judío Isaac Deutscher –citado por Tariq Ali en su libro “El Choque de Fundamentalismos”-, en una especie de Prusia de Oriente Medio. Y, paradójicamente, ahí puede residir el gran peligro que acecha su existencia, el ir de victoria en victoria hacia su destrucción. No se puede mantener eternamente el papel de fortaleza asediada, primero por la tensión consustancial a vivir siempre en estado de alerta; y segundo, porque los potenciales enemigos, que siguen siendo mucho más numerosos, por muy desorganizados y enfrentados entre ellos que estén, puede llegar el día en que se estructuren mejor. Y es de suponer que, con que lograsen una sola victoria, no experimentarían demasiada piedad hacia el vencido. Además está el hecho de que el interés que tiene Estados Unidos en la existencia del estado de Israel pueda debilitarse en el futuro. Los imperios llegan y se van; Israel, ahora como comunidad, debería saberlo, pues ha visto unos cuantos en su milenaria historia. Por consiguiente, el estado de Israel, no ya por imperativos éticos sino para garantizar su existencia, que a medio o largo plazo puede verse en peligro –es sabido que algunos de sus enemigos no vacilarían en “barrerles al mar” si el caso llegara-, debería llegar a algún acuerdo con los palestinos. Un acuerdo que fuera verdaderamente acuerdo, y no imposición de la parte más fuerte, habría de pasar necesariamente por la devolución inmediata de, al menos, todos –sin divisiones ni muros- los territorios ocupados a partir de 1967, por una compensación que mereciera tal nombre a los palestinos que perdieron sus tierras y casas en 1948, algún tipo de unión mediante pasillo extraterritorializado o similar entre Cisjordania y Gaza, y la consecución de un verdadero estado palestino sin interferencias israelíes. Naturalmente todo ello exigiría cambios, muchos mentales, en ambas sociedades. Para empezar, en el caso que nos interesa, Israel debería ir perdiendo su carácter colonial e intentar convertirse en un país lo más “normal” posible. Ello iría emparejado con la pérdida de su carácter religioso: si no ha de colonizar tierras para asentar a llegadas masivas de judíos de todo el mundo, es porque la adquisición de su ciudadanía habría de asemejarse al proceso en otros países, es decir, no otorgarse a quienes sólo cumplan el requisito de tener origen judío. Quizá sea difícil para bastantes sectores, pero como no aparezca un grupo con el coraje político para asumir esto, Israel puede encontrarse en un futuro con su existencia en riesgo grave.

Maximiliano Bernabé Guerrero. Toledo.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 24 Septiembre 2005.