El rostro – por Teresa Galeote

Me iban quitando las vendas con mimo, como si temieran algo. Cuando sólo quedaba la última vuelta, mi corazón se aceleró, tuve la impresión de que iba a saltar al exterior. Un resorte interno me obligó a llevar la mano derecha al pecho. Escuché la voz del médico lejana; amortiguada por el sonido de mi corazón. «No tenga miedo, mírese en el espejo».

Prolongué el momento de enfrentarme con mi nuevo rostro, pero aquello no podía eternizarse. Fui abriendo los ojos, poco a poco, y una nebulosa visión fue dando paso a la nítida imagen que me devolvió el espejo. Vi mi sorpresa reflejada en él y los rasgos de mi cara que invitaban al olvido. El equipo médico y los enfermeros estaban pendientes de mí; sospeché que no querían hablar hasta escuchar mi opinión. Intenté esbozar una sonrisa que demostrase mi asentimiento, pero no lo logré. Sus miradas me interrogaban y les debía una contestación. «No es esto lo que esperaba, aunque sé que debo aceptarlo». Se disculparon diciendo que ellos habían cumplido su parte; que yo debía cumplir la mía.

Pasaron los días y las primeras semanas sin que se hubiese producido cambio alguno en mis sensaciones. Cada vez que me miraba al espejo tenía la impresión de estar ante otra persona, aquella cara no podía reflejar mis emociones del mismo modo que lo había hecho durante tantos años; pensé que aquello podía afectar mis decisiones futuras y estuve sin mirarme al espejo durante un tiempo, incluso mandé retirar los que había en las habitaciones que yo frecuentaba.

Despachaba con mis colaboradores sin pensar más que en los proyectos que acometíamos. Eso nos obligaba a estar horas y horas diseñando el más mínimo detalle, pensando en la solución de los contratiempos que podían darse.

Supongo que la vida continuaba con las mismas satisfacciones y disgustos que antes, aunque yo lo percibiese de otro modo. Comencé a sentir placer con cosas que antes me eran indiferentes; pequeñas cosas que antes despreciaba. Incluso, cuando Ximena me pedía que susurrase su nombre gozaba intensamente. «Es tu voz; ahora necesito oírla más que nunca», decía. «Mi voz…., Ximena, ¿qué tiene mi voz ahora?». Ella callaba y volvía a poner su oído junto a mi boca.

Al principio echaba en falta algunas cosas. Ya no se hacían tan necesarios mis viajes y aquella quietud, a veces, me exasperaba. Con el tiempo llegué a acostumbrarme a mi nueva situación; incluso los espejos, antes repudiados por mí, volvieron a ocupar su lugar. Sé que las cosas no suelen ocurrir de repente; la mayoría de la veces son procesos largos que se van incubando, poco a poco, aunque irrumpen en un momento concreto; eso fue lo que ocurrió. Un buen día, al mirarme en el espejo comprobé que me había acostumbrado a mi cara, que mis facciones reflejaban satisfactoriamente mis emociones; se había producido la mutación. Fue en ese preciso momento cuando culminaba un proceso y comenzaba otro. Eso lo comprobé meses más tarde.

Aunque tardé algún tiempo en decidirme, fui dejando algunos negocios en manos de mis colaboradores. Había llegado el momento de pararme, de contemplar mi vida desde la distancia, de comprobar si todo lo hecho durante tanto tiempo había colmado mis deseos. Medité, creo que profundamente, y llegué a la conclusión de que había alentado mi ambición en exceso, que la satisfacción de mis deseos no habían apaciguado mi ánimo, sino que lo mantuvieron excitado aún más. Así un deseo satisfecho me llevaba a otro mayor, aunque para lograrlo tuviera que recurrir a todo tipo de estratagemas. Recuerdo que todo comenzó como un juego de niños, pero poco a poco se convirtió en la razón de mi existencia. No reparaba en dinero ni en métodos si con ello satisfacía mi ego; nada me importaba las consecuencias de mis actos ni los sacrificios y desgracias que imponía a los demás.

Esperé que mis pensamientos reposaran mientras me dejaba invadir por emociones que antes había despreciado. No puedo decir que había olvidado mi cara anterior, pero cuando me acordaba de ella se me aparecía un tanto confusa; era una mezcla de ambas. No sé con qué propósito, pero mi memoria recomponía un rostro que no era el anterior ni el actual; era una extraña mezcolanza que acentuaba mi desconcierto, aunque la sensación durase poco tiempo.

Era una espléndida mañana de abril cuando me anunciaron que mis abogados habían ganado el pleito que habían puesto la compañía norteamericana JOHNBIN -S.L. La compañía me había acusado de haber sido el único culpable de un enorme fraude, y de haber dado órdenes para que el dinero expoliado se llevase a un banco, creado para tal fin, en una isla del Pacífico. Ya casi había olvidado el pleito, dando por seguro que mis abogados harían cuanto estuviese en sus manos para que cualquier sombra de duda sobre mi persona se disipase. Aquello me hizo rememorar algunas cosas sobre mi antigua colaboración con aquella empresa. Fueron ellos los que vinieron a buscarme, a pedir lo que ellos consideraban mi valiosa ayuda. Yo tenía mis propias opiniones sobre cómo debía llevarse aquel asunto; tuvimos serias discrepancias, pero al final cedí. Reconozco que me dejé convencer, eran tantos los halagos que vertieron sobre mi persona que no pude negarles mi colaboración. Definitivamente aquel juicio rompía la alianza con mis antiguos socios; amigos circunstanciales que sólo me querían como tapadera de aquel tremendo fraude. Siempre confié en mis abogados; no era la primera que habían resuelto asuntos conflictivos, pero en esta ocasión quise dar una fiesta para agasajarles. Todos nos felicitamos por haber concluido aquel asunto satisfactoriamente. Naturalmente, después de aquello había roto con mi pasado; había un antes y un después.

Vivíamos tiempos extraños. Los recursos energéticos se estaban agotando y las estrategias y alianzas entre países cambiaban de continuo, aunque reconozco que, cada vez más, aquellas noticias me eran indiferentes. Andaba decepcionado de alianzas y colaboraciones que, cada vez, mostraban su verdadera cara. Por otro lado, la Conferencia de Paz Internacional se demoraba año tras año, aunque las demoras iban acompañadas de grandilocuentes discursos contradictorios.

Un buen día, la información internacional giró en torno a una noticia; el enemigo público número uno acabada de caer. Dijeron que había estado escondido en una pequeña isla del Pacífico durante los últimos meses. Las primeras voces sonaron en una lonja; un pescador lo había visto pasear por la playa varias veces; después trepaba la pendiente que conducía a la mansión de los riscos y desaparecía. Cuando vi su rostro, un escalofrío recorrió mis entrañas. Después mi cuerpo se aflojó; fue como si algo dentro de mí se hubiese quebrado. Fueron múltiples sensaciones las que sentí; sensaciones extrañas que me acompañaron durante días. Aunque siempre supe el desenlace, sentí un cierto remordimiento, aunque finalmente me sentí aliviado.

Todo hacia pensar que lo alojarían en una cárcel de alta seguridad hasta que fuese juzgado, pero no fue así. Le confinaron en Santa Elena, la misma isla que acogió a Napoleón en su último destierro. Allí estuvo antes y después de ser juzgado.

Teresa Galeote. Alcalá de Henares. Madrid.
Redactora, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 19 Agosto 2005.