¿Qué es ser progresista? – por Gerardo Pereira Menaut

Para mi hijo Santi, quinceañero que se hace preguntas y no acepta cualquier respuesta.

Empecemos con una nota etimológica. La palabra ‘proguesista’ viene del verbo latino progredior, que significa ‘avanzar’, ‘andar hacia delante’ y por extensión ‘progresar’ en un camino o plan trazado. Lo contrario de un ‘progresista’ es un ‘retrógrado’, del verbo retrogredior, ‘andar hacia atrás’, ‘retroceder’.

Se deduce fácilmente que para que haya progresistas y retrógrados, tiene que haber algo así como un camino y una dirección con dos sentidos, hacia delante y hacia atrás. Y como estas palabras se usan para designar una determinada concepción de la vida, de la sociedad, de la Historia etc. que tienen las personas, se deduce que damos por hecho que la sociedad, la historia etc. siguen un camino, que tiene también un atrás y un adelante. ¿Es esto cierto?

Hace años, a partir del siglo XVIII y la Ilustración, la respuesta era muy clara y totalmente afirmativa. En el siglo XX fue tomando cuerpo un cierto escepticismo, y hoy podemos comprender que algunos, muchos incluso, crean que toda forma de progreso no es más que una destrucción. Al menos, el progreso al estilo occidental. No es extraño: hambre, enfermedades, masacres, guerras sin justificación, explotación de los pobres, gravísimos problemas ecológicos… pintan un cuadro terrible. Sobre todo cuando, sabemos, se podrían solucionar. De ahí viene una desconfianza enorme en la razón humana, en el propio hombre, y se oye decir a algunos progresistas que es mejor que no descubramos pueblos indígenas que viven en el Amazonas ajenos del todo a la civilización, porque sin duda no vamos a llevarles nada bueno. Mejor que se queden como están, por primitivos y salvajes que sean.

Sin embargo, si miramos la Historia (desde nuestra perspectiva de occidentales) en su conjunto, desde la Edad de Piedra hasta hoy, es indudable que ha habido un camino y un perfeccionamiento. Ya no somos antropófagos, ya no sacrificamos doncellas a las divinidades, ya no aceptamos la esclavitud, ya no crucificamos a los ladrones, ya no quemamos en la hoguera a los herejes. Nuestros gobernantes ya no son nuestros amos, ni están por encima de la ley, ya no somos súbditos sino ciudadanos. Ya no hay siervos, sino asalariados. Las mujeres ya son tan personas como los varones, y no van a la cárcel por cometer adulterio, etc. etc.

Podríamos hacer una lista larguísima de ‘ya no…’. Pero también podríamos hacer otra muy larga, aunque no tanto, con ‘y sin embargo todavía…’ Es que la Historia avanza con dolores de parto. Unas cosas mejoran, otras se estancan, y otras incluso empeoran. Las cosas no son tan claras como quisiéramos. Un buen ejemplo es el progreso técnico, que a veces se busca para matar mejor, y luego tiene aplicaciones buenas, como sucede con la informática. Diríase que todo está mezclado, nada es limpio y correcto de verdad. Pero así es. Lo importante es ver lo que queda después de los muchos problemas, y no solamente las dificultades de un momento. Pues hay épocas de especial dificultad, como la nuestra. Si leemos lo que decían los que vivieron épocas de crisis a lo largo de la Historia, desde el Antiguo Egipto, Roma, el hundimiento de España etc., vemos que todos pensaron que el mundo se acababa. Y no fue así. Es cierto que nuestra época tiene mayores y peores problemas, ante todo la capacidad de matar antes nunca imaginada, el imperialismo económico que somete a pueblos enteros al hambre y la injusticia, el surgimiento de nuevos bloques de poder económico y militar que amenazan el equilibrio siempre precario…

Por otro lado, nuestra perspectiva occidental es muy parcial. Si miramos al Segundo, Tercero, Cuarto Mundos (quizá haya que hablar ya de un Quinto, el de los desplazados y masacrados), las cosas son mucho peores. Peores en cuanto a las condiciones de vida y en cuanto al respeto de los derechos humanos. Sabemos, además, que nuestra riqueza se apoya parcialmente en la pobreza de otros. Pero nos estamos desviando mucho de nuestro objetivo, que no es saber si el camino de la Historia ha llegado a un punto imposible, sino qué debe hacer el progresista. No importa ahora si el camino es claro, si por el contrario está cerrado o si ya no hay camino. En cualquier caso, hay una actitud progresista, y eso es lo que nos interesa a nosotros.

Para empezar, parece claro que si el camino está cerrado el progresista tratará de evitar que se retroceda, y aguantar allí donde hemos llegado. Si está abierto pero difícil, el progresista tratará de buscar la salida hacia delante, en la medida en que sea posible, y teniendo en cuenta todas las circunstancias y dificultades. Fijémonos, pues, en la actitud progresita, para saber qué es.

Hay un punto de especial importancia en el camino de la Historia, que es la Declaración Universal de Derechos Humanos. Diríase que hoy nadie la discute. Todos o casi todos los Estados la subscriben, aunque quizá ninguno la respete por completo y muchos la ignoren sin más. No importa, para nuestro argumento. Ahí está, como una gran conquista de la Humanidad. Veamos en qué consiste esa conquista, aunque sólo sea en lo fundamental. Y saquemos conclusiones.

El núcleo central de los Derechos Humanos tiene dos partes. La primera, que todos los hombres nacen y son iguales en sus Derechos. La segunda, que tales Derechos están por encima de cualquier otra cosa. Esto se deduce del hecho de que nadie puede ser molestado o perjudicado por razón de su sexo, raza, religión, creencias políticas etc. Es decir, los Derechos de la persona están por encima de todo eso. Una persona tiene unos derechos fundamentales ya sea cristiana, islámica, animista o simplemente atea. Tiene esos mismos derechos ya sea blanca, negra, china o lo que sea. Etc. etc. Esto quiere decir que esos Derechos son algo más profundo que la religión, la raza etc. Si nadie puede molestarme por tener la religión que tengo, tampoco yo puedo molestar a otro que tenga una religión diferente, por el hecho de tenerla. Se concluye fácilmente que la religión u otras formas culturales es una cuestión de algunos hombres, por muchos que sean. Los Derechos Fundamentales son cosa de todos los hombres, son Universales.

La Declaración Universal de Derechos Humanos es una conquista que nosotros, la Humanidad, hemos logrado. Si la comparamos con otras épocas de la Historia, no cabe duda de que es un progreso, que nos marca la dirección del buen camino de la Historia. De esta Declaración se deduce que nuestra Vida Humana es como una casa que tiene sus cimientos, sus paredes, ventanas y puertas, todo bien construido, sólido, estable. Lo demás es la decoración. La raza, la religión, las creencias políticas, el sexo y la tendencia sexual etc. son los elementos decorativos. No quiero con esto decir que no sean importantes, porque la casa, en sí misma, resultará insuficiente para vivir cómodamente. Pero son secundarios, y son intercambiables. Unos preferirán un color en las ventanas, otros cocina eléctrica, otros de gas, de leña. Unos pondrán camas, otros dormirán en el suelo. Y así hasta el menor detalle.

Pero nadie puede cambiar ni alterar los fundamentos y la estructura de la casa. Las costumbres y las creencias de los pueblos, que son los elementos decorativos, no pueden cambiar la Declaración. La Declaración, por así decir, nos hace hombres. Lo demás nos hace chinos, islámicos, habitantes de ciudades o de campos, esquimales, comedores de especias picantes, tuaregs o moscovitas; tocadores de guitarra o de violín, incluso pobres o ricos (esta diferencia debería acabarse o atenuarse de verdad algún día; este es otro difícil tema). Pero nada ni nadie puede tocar los Derechos Fundamentales de la Persona. Nosotros, los humanos, hemos realizado esta conquista, y no se la debemos a ningún Dios, ninguna Idea, a ninguna fuerza extra-humana. Sólo a nosotros mismos. Por ello, los Derechos Fundamentales no están fijados para siempre. Algún día igual nos da por añadir algunos más. Por ser Universales, nuestros Derechos son aceptados y compartidos por todos los humanos, y por ello son fruto de la Razón Humana, que con todos sus deficiencias es la única que puede llegar a algo así. Por cierto que las deficiencias no están tanto en la Razón Humana sino en los grupos humanos, sean Estados o lo que sean, que en la práctica se olviden de tales Derechos.

Si ahora pensamos un poco en ciertas prácticas como la explotación de esos niños que están esclavizados, la ablación del clítoris a las niñas en ciertos pueblos, o las guerras y los odios entres religiones, comprenderemos que la Casa del Hombre, los Derechos Fundamentales de la Persona, es una Casa de la Emancipación y de la Liberación. Y esto es lo que busca un progresista. Emancipar y liberar a los hombres de las tiranías más diversas, impuestas por quien sea, por la razón o la idea que sea. He aquí, pues, una parte de la respuesta a la pregunta del título: es progresista aquel que busca esa emancipación y esa liberación y que cree que la Persona Humana, por el hecho de serlo, tiene unos Derechos Fundamentales que están por encima de cualquier otra norma, ley o costumbre, filosofía o religión. Se deduce, por sí mismo, y así se recoge en la Declaración, que toda Persona tiene derecho a una vida digna en cuanto a sus condiciones de vida, sus posibilidades de educación, una retribución justa por su trabajo y un largo etcétera.

Dejémoslo así para no hacerlo más complicado. Pero hay que señalar algo. La Declaración fue firmada por los Estados miembros de las Naciones Unidas en 1948. Entonces no había, al menos de forma consciente, una Conciencia Ecológica. Había una sabiduría tradicional que respetaba la Tierra, porque la experiencia así se lo aconsejaba, pero eso era otra cosa, propia de campesinos y de pueblos que vivían más unidos a la Naturaleza. Hoy estamos en otra situación, conocemos los problemas ecológicos, y por eso echamos en falta, en la Declaración, un Derecho Universal a nacer en un mundo habitable, a respirar aire puro y sano etc.. Habrá que añadir tal derecho algún día. Esto es también progresista. Y aquí tenemos otra parte de la respuesta a la pregunta de partida: el progresista sabe que el camino no está terminado, que nuevas cosas vendrán, y lo que en algún momento nos pareció suficiente, no lo es. Que lo que hoy pedimos apoyándonos en cosas precedentes, algún día será utilizado como precedente. Lo que hay parece quizá arriesgado o muy rompedor de lo habitual, mañana será lo habitual. Los jóvenes de hoy no saben que hace unos treinta años estaba prohibido el bikini en muchas playas públicas españolas. Por cierto que esta idea de que lo que hoy es novedad mañana quedará anticuado ya la dijo el emperador romano Claudio, en el siglo I d.C. Es que después de aquellas épocas hubo, en muchos aspectos, tanto retroceso…

De la Declaración se deduce todavía otra cosa muy importante. Y es que no vivimos solos, aislados, cada uno por su cuenta, sino en una Comunidad. Esto es bien sabido, que el hombre es un ser social. Pero ahora vamos un poco más allá. No se trata solamente de que el hombre viva siempre en relación con otros, en sociedad, sino de que el hombre vive en un Estado, un País o como se le quiera llamar. De modo que hay una Comunidad Humana, de la que todos somos miembros, y luego hay comunidades más pequeñas, en la que la vida de los hombres se concentra, desciende de aquella Universalidad y se convierte, en la práctica, en una Comunidad Política. En la Declaración no se dice nada sobre las normas de tráfico ni sobre los impuestos que hay que pagar, por ejemplo. Eso pertenece ya a la Comunidad Política en la que uno vive. Hasta ahora, las comunidades políticas coinciden, en general, con Estados, Países o Naciones. Pero observa la Unión Europea. Los países que la forman cada vez pierden más capacidad para dictar sus propias normas, que dejan de ser ‘propias’ y se hacen ‘europeas’. Es decir, tampoco esto de las comunidades políticas que coinciden con Estados, Países o Naciones va a ser siempre igual. La Unión Europea muestra otro camino, que (¿por qué no pensarlo?) tiende hacia la Universalidad. Casi me atrevo a pensar que algún día lejano habrá en la Tierra una sola Comunidad Política, y es cierto que cada vez se oye con más frecuencia que necesitamos un Gobierno Mundial, pues los problemas del presente, que son mundiales como ahora bien sabemos, así lo exigen. ¿Te atreves tú a decir, ahora, qué sería aquí lo progresista, en la visión de todo esto? Creo que sí.

Yo añadiría solamente algo. Un buen progresista tiene que saber que, además de Razón, somos Sentimiento, somos Historia. No nos acabamos en las cuestiones políticas. Cuando descendemos de la Comunidad Humana a la vida práctica, nos encontramos con que cada persona, cada país o nación, cada grupo cultural, tiene tradiciones, tiene una historia propia, quizá una lengua propia… que no quieren perder. El buen progresista tiene que saber que esto es así, y aspirar a que en la Casa del Hombre puedan convivir en perfecta armonía los diferentes grupos humanos con sus propias tradiciones etc. respetándose mutuamente. Y aceptar que sólo lo que atente contra la Declaración deberá ser prohibido y perseguido, aunque forme parte de la tradición de un pueblo. Todo lo demás, no.

Con todo esto nos acercamos a una importantísima cuestión, fundamental para definir el pensamiento progresista. Si vivimos en comunidades políticas o Estados, necesariamente se plantea una pregunta: ¿cómo ha de ser la relación entre el individuo y el Estado, o, dicho de otra manera, entre lo privado y lo público? Hay tres grandes respuestas, en términos generales, a esta pregunta. La primera es la del anarquista, que no acepta la misma existencia del Estado, y quiere que los hombres se organicen como quieran y cuando quieran y que ellos mismos lo gestionen todo, lo autogestionen. La segunda es la del liberal, que pretende que el Estado no se meta en la vida de la gente, en todos o casi todos sus aspectos, y lo menos posible. No es extraño que los apóstoles del liberalismo hayan sido gentes con una buena vida, en sociedades de corte tradicional, a los que les iba muy bien. No querían que el Estado alterase el rumbo de las cosas, sus tradiciones etc. La tercera es la del intervencionista. Esta palabra es muy genérica, porque incluye desde el comunista que predica la abolición de la propiedad privada, hasta el fundamentalista religioso que quiere que el Estado intervenga en la vida privada de la gente, en el matrimonio o en sus convicciones religiosas, por eso no suele utilizarse. Nos fijamos más en lo que cada intervencionista pretende del Estado, en el tipo de sociedad que propugna, y según eso los denominamos.

¿Cuál, de estas tres visiones es la más progresista? La respuesta es, más que difícil, complicada. Para empezar, ninguna de ellas es posible en estado puro; las tres pueden ser defendidas en algunos aspectos, condenadas en otros. De la Declaración Universal de Derechos Humanos se deduce que es necesario que los Estados intervengan, pero no en todos los aspectos de la vida de las personas. Podríamos tomar como respuesta lo siguiente: los Estados deben intervenir en la medida en que sea necesario para conseguir el cumplimiento de los Derechos Humanos contenidos en la Declaración. “En la medida en que sea necesario” es algo muy claro, pero no tanto como parece. A veces las cosas pueden conseguirse por distintos caminos, y algunos de ellos serán más ‘intervencionistas’ que otros. El progresista debe saber que no hay recetas de validez universal, de modo que tendrá que sopesar hasta qué punto es necesario intervenir en la vida de las personas para garantizar sus propios derechos, en cada caso particular, y si al intervenir no se están dañando otros derechos, o, simplemente, la libertad personal.

Intervenir para garantizar los Derechos Humanos. Hay que añadir: y todos los demás, que no están en la Declaración, que en cada caso se consideren. Por ejemplo, el derecho a dormir por la noche, sin que una panda de botelloneros te lo impida. Aquí nos metemos en un terreno cada vez más delicado. ¿Cómo conseguir un buen equilibrio y balance entre los derechos de unos y otros, entre el respeto a los derechos consagrados para todo el mundo y la libertad personal que tanto apreciamos? En principio es claro: nadie puede lesionar los derechos de los demás, y el Estado debe impedir que eso suceda. Pero si miras a tu alrededor verás, seguramente, que muchas veces la solución a estas situaciones no viene de una actitud más o menos progresista, sino de una política lúcida, inteligente, que sabe frenar las aguas antes de que desborden, y sin que se note. Y aquí nos salimos ya de la pregunta acerca del progresismo, y entramos en otra diferente: el estilo de vida, el arte de organizar bien las cosas. Un buen progresista no puede quedarse atenazado por una verdad, perdiendo flexibilidad, perdiendo el sentido de la medida y de la oportunidad, el arte de vivir. Pero, como ya te dije, estamos en otro terreno, el arte de vivir… ¡ese es, también, el objetivo de una buena educación!

En el artículo 29 de la Declaración se dice que “toda persona tiene deberes respecto a la comunidad”. Esto debe estar bien metido en la cabeza de un progresista. Ya sé que hoy no se lleva, sobre todo entre la gente de tu edad. Tampoco entre muchos mayores, muchísimos. Tener obligaciones hacia la comunidad es como decir que en algunas cosas tenemos que saber que la sociedad está por encima de nosotros: el bien común está por encima del bien privado. En España, por nuestra desgraciada historia, oíamos aquello de “robar al Estado no es pecado”, o “lo que hay en España es de los españoles”, con lo cual la gente creía que podía destruir lo que era de propiedad pública, o simplemente apropiárselo. Esto responde a una mentalidad popular muy subdesarrollada, que si bien pudo tener explicación hace tiempo (por el desamparo en que vivían las clases sociales populares), hoy ya no la tiene. Pero el mejor ejemplo de esta superiordad del bien público la encontramos en la conciencia ecológica, el respeto a la Naturaleza.

El progresista sabe que la Naturaleza debe ser respetada, porque en ello nos va la vida a todos. No por razones casi animistas (no le pegues al árbol, que sufre), como si los seres naturales fuesen seres animados, igual que las personas. No. Esas actitudes casi animistas no son progresistas, aunque lo parezcan. Al contrario, es frecuente encontrar, en ellas, actitudes de desprecio o incluso de odio hacia las personas humanas, que somos consideradas como potenciales destructores de la Santísima Naturaleza. Esto tiene una explicación, por las tremendas barbaridades que hemos hecho y estamos haciendo a mares, ríos, bosques, y a todo el planeta. Pero no nos despistemos. Las mayores barbaridades las hacemos contra nosotros mismos, contra el género humano. Te propongo que veas a la Naturaleza y al Género Humano como dos partes de una misma realidad, con dos funciones muy diferentes. La Naturaleza es nuestra Casa, y nosotros sus habitantes. Nosotros la diseñamos, le damos forma y función, la adornamos y la hacemos habitable; arreglamos sus desperfectos (cuando podemos) y la llenamos de espíritu. Gracias a nosotros un terreno se convierte en territorio, el territorio en paisaje, el paisaje en belleza, y la belleza en poesía. Sin la Naturaleza no tendríamos un hogar, pero sin nosotros ese hogar no pasaría de ser un hueco en la montaña, una madriguera en el enramado. En conclusión: si destruimos la Naturaleza, nos destruimos a nosotros mismos. Y eso es lo que está pasando. El progresista tiene que comprender esta íntima unión entre Naturaleza y Hombre: nadie está por encima de nadie. Somos la misma aventura, llevamos el mismo camino.

Acabo con otra cuestión interesante. ¿Crees que puede ser progresista de verdad un funcionario del Estado, por ejemplo, que procura trabajar lo menos posible? Me parece claro que no. El progresista debe tener otra honradez, otra coherencia… Me temo que puedas empezar a pensar que esto de ser progresista puede ser un poco pesado, aburrido incluso. No, no es así. No imagino a un verdadero progresista que no sea lúcido e inteligente, al menos normalmente inteligente. Si es así, seguro que será tolerante (¡ante todo consigo mismo!), flexible, conciliador, e incluso algo (por lo menos) optimista. Ser progresista es, entonces, una bonita forma de vivir, no una pesadez. En el mismo verdadero progresismo tendremos el premio. Desde luego a un progresista no se le puede aplicar aquello que dicen que dijo Einstein: “Sólo hay dos cosas infinitas. El Universo y la estupidez humana. Y sobre la primera tengo mis dudas…”

Gerardo Pereira Menaut.
Catedrático de Historia Antigua. Univ. de Santiago de Compostela.
Colaboración. El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 9 Julio 2005.