
En coherencia con nuestros compromisos con la cultura, y tratanto de acercaros a la lectura de los clasicos, os presentamos la Odisea de Homero, hoy la transcripción del Canto I ‘Invocación, La asamblea de los dioses, Los consejos de la diosa Atenea al hijo de Ulises, y El banquete de los pretendientes de Penélope’.
La asamblea de los dioses
Los consejos de la diosa Atenea al hijo de Ulises
El banquete de los pretendientes de Penélope
Cuéntame, Musa, las desdichas de aquel ingenioso y astuto varón, que anduvo tiempo errante por el mundo, tras haber destruido los sagrados muros de Ilion, que visitó muchas ciudades y conoció el modo de ser de numerosas personas; que, en el mar, supo de tantos padecimientos para lograr su propia salvación y el retorno de sus compañeros; mas no pudo salvarlos, a pesar de todos sus esfuerzos, ya que parecieron a causa de sus propios errores. ¡Insensatos! Comieron los rebaños del Sol, y este dios impidió que regresaran a sus lares.
Cuéntanos, diosa, hija de Zeus, algunas de tales aventuras.
Todos los guerreros que habían logrado escapar a los horrores de la muerte habían regresado a sus hogares, tras haber eludido los peligros del mar y de la guerra. Sólo uno de ellos, deseoso de regresar y ver a su esposa, fue retenido por la angusta ninfa Calipso, la cual, en sus profundas grutas, ansiaba hacerle su esposo.
Pero cuando, al correr de los años, llegó el tiempo decretado por los dioses para que retornara a Itaca, donde este héroe, aun en medio de sus amigos, habría de enfrentarse a inevitables peligros, todos los dioses inmortales se apiadaron de él, todos menos Posidón, el cual guardó siempre un profundo rencor al divino Ulises, hasta que éste pudo al fin llegar a su patria.
Sin embargo, Posidón habíase trasladado al país de los Etíopes, que habitan lejanas tierras, y que situados en los confines del mundo, se dividen en dos naciones, una de ellas vuelta hacia el poniente, la otra hacia el oriente, donde, en medio de las hecatombes de toros y ovejas, Posidón asistía gozoso a sus festines; habiéndose reunido los otros dioses y diosas en el palacio de Zeus, rey del Olimpo, padre de los dioses y de los hombres, dejó oír su voz el primero de todos; entonces evocó en su pensamiento a Egisto, que acababa de ser sacrificado por el hijo de Agamenón, el ilustre Orestes; al acordarse de este príncipe, dirige estas palabras a los dioeses inmortales:
—¡Ay!, los hombres no cesan de acusar a los dioses, diciendo que de nosotros provienen todos los males, y sin embargo, es por sus propios errores por lo que, a pesar del destino, sufren tantos sinsabores. Así, ahora Egisto, a pesar del destino, se ha unido a la esposa del Atrida, e incluso ha dado muerte a este heróe, a su regreso de Ilion, a pesar de conocer Egisto la horrible muerte de que habría de morir; ya que nosotros mismos, para predecírsela, enviamos a Hermes para que le avisara de que no sacrificase a Agamenón y no se uniera a la mujer de este heróe; porque Orestes se vengaría, cuando, al llegar a su juventud, desease entrar en posesión de su herencia. Así hablo Hermes; pero estos prudentes consejos no lograron persuadir el alma de Egisto, y ahora está expiando todo el cúmulo de sus crímenes.
Responde a esto la divina Atenea:
—Hijo de Cronos, padre mío, el más poderoso de los dioses, sin duda es cierto que ese hombre ha perecido de una muerte justamente merecida. ¡Que así perezca cualquier otro mortal que sea culpable de tales errores! Pero mi corazón se siente consumido por la pena al pensar en el valiente Ulises, ese desdichado que, lejos de sus amigos, sufre acerbos dolores en una isla lejana, en medio del mar; en esa isla, cubierta de bosques, vive una diosa, hija del prudente Atlas, que conoce todos los abismos del mar y sostiene las altas columnas que sirven de apoyo a la tierra y a los cielos. Sí, la hija de Atlas retiene a ese héroe infortunado, que no cesa de gemir; le halaga sin cesar con dulces y engañosas razones, para hacer que se olvide de Itaca; pero Ulises, cuyo único deseo es volver a ver elevarse el humo de su país natal, preferiría morir. ¡Cómo!; es que tu corazón no llegará a conmoverse, rey del Olimpo? ¿Es que Ulises, junto a las naves argivas, y en los vastos campos de Ilion, descuidó alguna vez tus sacrificios? ¿Por qué, entonces, estás tan enojado contra él, oh Zeus grande y poderoso?
—¡Hija mía! —exclama el dios que reúne las nubes—, ¿qué palabras acaban de escapar de tus labios? ¿Cómo podría olvidar alguna vez al divino Ulises, que supera a todos los mortales por su prudencia, y que siempre ofreció los más pingües sacrificios a los dioses del Olimpo? Pero el poderoso Posidón sigue enojado contra Ulises, a causa de Cíclope, al cual éste privó de la vista, el divino Polifemo, que, por fuerza enorme, sobrepasa a todos los demás Cíclopes. La ninfa Toosa, hija de Forcis, príncipe del mar, fue quien, habiéndose unido a Posidón en sus profundas grutas, dio a luz a Polifemo. Desde entonces, Posidón no ha hecho perecer a Ulises, pero le obliga a errar lejos de su patria. Todos nosotros, los aquí presentes, debemos, pues deliberar sobre ese retorno, y acerca de los medios con que pueda llevarse a cabo: Posidón aplacará su cólera; porque no podrá él solo oponerse a la voluntad de todos los dioses inmortales.
—Padre mío, el más poderoso de los dioses inmortales, —le responde Atenea—, si les place a los dioses bienaventurados que el prudente Ulises regrese a su hogar, enviemos, pues, al mensajero Hermes a la isla de Ogigia, para declarar enseguida a la hermosa ninfa que nuestra irrevocable decisión sobre el valeroso Ulises es que vuelva a su patria. Yo misma iré a Itaca para animar a su hijo, e infundiré valor a su pecho, para que convoque la asamblea de los griegos, y prohiba la entrada en su casa de todos los pretendientes, los cuales sacrificaran sin cesar sus innumerables rebaños de bueyes y ovejas. A continuación voy a enviarle a Esparta y a la arenosa Pilos, para que se informe, por algunos rumores, del regreso de su padre, y obtenga gran fama entre los mortales.
Habiendo así hablado, la diosa se calza unos preciosos e inmortales borceguíes de oro, que con la velocidad del viento la transportan por encima de las aguas y de la tierra inmensa. Luego coge en su mano la larga lanza de acerada punta, arma fuerte, terrible, y pronta a derribar los batallones de los héroes contra los cuales se irrita la hija de un dios poderoso. Parte de allí lanzándose de lo alto del Olimpo, y se detiene en medio del pueblo de Itaca, frente al vestíbulo de Ulises, en el umbral del patio; la diosa, bajo los rasgos del extranjero Mentes, rey de los tafios, tiene en su mano la lanza refulgente. Primero se encuentra a los osados pretendientes, que se entretenían jugando a los dados delante de las puertas, tendidos encima de las pieles de bueyes que ellos mismos habian degollado; heraldos y diligentes servidores se apresuraban a mezclar el vino y el agua, los unos, y los otros, con esponjas de innumerables poros, lavaban las mesas, las colocaban delante de los pretendientes, y cortaban las carnes en pedazos.
El hermoso Telémaco es el primero en ver a la diosa: sentado entre los pretendientes, su corazón está consumido por la pena, pensando que si su valeroso padre regresara, pondría en fuga, en sus dominios, a la turba de pretendientes, recobraría sus honores y gobernaría a su placer sus ricas posesiones. Tales eran los pensamientos de Telémaco en medio de los pretendientes, cuando vio a Atenea. Se dirige en seguida hacia el pórtico, y se indigna hasta el fondo de su alma de que un extranjero haya permanecido tanto rato a la puerta; se acerca a la diosa, le toma la mano diestra, recibe la lanza de cobre y dícile estas palabras:
—Salud, extranjero, aquí serás bien recibido; luego, cuando hayas tomado algo de alimento, nos dirás lo que necesitas.
Así diciendo, el héroe echa a andar, y Atenea le sigue. Una vez han entrado en el palacio, Telémaco coloca la lanza apoyada contra una alta columna, y pone esta arma en el mueble reluciente donde estaban alienadas las numerosas lanzas del valiente Ulises; conduce a la diosa hacia un trono que él cubre con precioso tejido de lino adornado con preciosos bordados; debajo había un escabel en el cual descansar los pies. El se coloca junto a ella en un asiento elegante, lejos de los pretendientes, temiendo que su huésped, molestado por el ruido, se vea perturbado en su comida, mezclándose con aquellos hombres audaces; y por otra parte, sentía deseos de interrogar al extranjero acerca del regreso de Ulises. Entonces una exclava, llevando una hermosa jarra de oro, vierte el agua que contenía en una jofaina de plata, para que se laven las manos; después coloca ante ellos una bruñida mesa. La intendente del palacio coloca en esta mesa el pan y numerosos manjares, añadiendo aquellos que tenían reservados; otro exclavo trae fuentes repletas de toda suerte de viandas, y les ofrece copas de oro; un heraldo se apresura a escanciarles el vino.
Pronto los arrogantes pretendientes de Penélope penetran en el comedor y se sientan en orden en tronos y sillas; unos heraldos vierten agua sobre las manos de los comensales, las esclavas ofrecen pan en unas cestas, unos adolescentes llenan de vino las copas, y las distribuyen a todos los convidados haciendo las libaciones. Entonces ellos extienden las manos hacia los manjares que les han servido y preparado. Cuando los pretendientes han aplacado el hambre y la sed, no piensan más que en entregarse a los dulces placeres del canto y de la danza; tales son las cosas que constituyen el ornato de los festines. Un heraldo pone una magnífica lira en mano de Femio, el cual es obligado a cantar para los pretendientes; pronto sus acordes son el preludio de cantos melodiosos. En este momento, Telémaco dirige la palabra a Atenea, y se inclina hacia la cabeza de la diosa, para que los presentes no puedan oír lo que dice:
—Querido extranjero —dice— ¿no te ofenderás por mis palabras? Si, ésta es la única preocupación de esos hombres, la lira, el canto; y ello les es fácil, porque devoran impunemente una herencia ajena, la herencia de un héroe cuyos huesos blanqueados, extendidos sobre el suelo, ahora estarán pudriéndose bajo la lluvia, o tal vez los hagan rodar las ondas en el fondo del mar. Si estos hombres le vieran regresar a Itaca, a buen seguro preferirían ser raudos en la carrera que estar cargados de oro y preciosos vestidos. Pero ahora Ulises ha perecido con muerte deplorable; para nosotros ya no hay esperanza, aun cuando un viajero nos dijera que Ulises ha de volver dentro de poco: el día de su retorno se ha perdido para siempre. Sin embargo, contéstame a lo que voy a preguntarte, habláme, habláme con franqueza: ¿quién eres, forastero? ¿Cuál es tu nación? ¿Cuál es tu ciudad? ¿Quiénes son tus marineros? ¿En qué nave has venido? ¿Cómo te han conducido hasta Itaca tus marineros? ¿Cuál es tu patria?, porque supongo que no habrás venido a pie hasta estos lugares. Dime las cosas con verdad, para que yo pueda saberlas bien. ¿Venís por primera vez? ¿O acaso sois un antiguo huésped de mi padre? Porque numerosos extranjeros han venido a nuestra casa, y mi padre era benévolo con todo el mundo.
—Sí —respondió Atenea—, voy a contártelo todo detalladamente. Tengo en honor de ser Mentes, el hijo del prudente Anquialo, y reino sobre los tafios, que se complacen en manejar el remo. He llegado ahora en una de mis naves con mis compañeros, y surcando el vasto mar, me dirijo a Temesa, entre los pueblos extranjeros, a buscar cobre y llevar el hierro resplandeciente. He dejado mi nave a cierta distancia de la ciudad, en el puerto de Reitron, a pie del monte Neyo, a la sombra de los bosques. Nos enorgullecemos desde hace mucho tiempo de ser huéspedes los unos de los otros, y podrás ver que es cierto, si para interrogarle, te dirijes al encuentro del viejo Laertes: dicen que ya no viene a la ciudad, sino que, abrumado por los males, vive en el campo en compañia de una anciana esclava que le da de comer y beber cuando, quebrantados sus miembros por fatiga, acaba de recorrer con dificultad sus fértiles viñedos. Hoy he venido a esta isla, porque decían que tu padre se hallaba en medio de su pueblo; pero sin duda los dioses le mantienen aún extraviado, lejos de su ruta. No, Ulises no ha desaparecido aún de la tierra, es retenido lleno de vida sobre el vasto mar, en una isla lejana; quizá unos hombres crueles le hayan hecho cautivo, unos salvajes le retengan a pesar de sus deseos de volver. No obstante, voy a predecirte lo que los dioses han puesto en mi alma, y creo que esas cosas se cumplirán, aunque no soy un adivino, ni siquiera un sabio augur; Ulises ya no estará por mucho tiempo ausente de su patria. Aun cuando estuviera sujerto con lazos de hierro, hallará el medio de volver, porque es fecundo en estratagemas. Pero tú, por tu parte, háblame también con sinceridad; dime si realmente eres el hijo de Ulises: cierto que por tu cara y tus hermosos ojos te pareces del todo a ese héroe. Tal como yo soy, nos he mos visto a menudo antes de que él embarcarse para Ilion, adonde fueron con sus naves los más ilustres de los Argivos. Desde entonces, Ulises y yo no hemos vuelto a encontrarnos.
—Extranjero, voy contestarte sin rodeos —repuso Telémaco—; mi madre me ha dicho que yo era el hijo de Ulises: por mí mismo, yo no lo sé, porque nadie sabe quién es su padre. ¡Ah!, ojalá fuera yo el hijo de un hombre afortunado, al que la vejez alcanza en medio de sus riquezas; pero ahora el héroe que, según dicen, me ha dado la vida es el más desdichado de los mortales. Ahí tienes la repuesta a tu pregunta.
La diosa Atenea respondióle entonces en estos términos:
—No, los dioses no han querido que tu linaje llegara sin nombre a la posteridad; porque, tal como eres, Penélope te dio a luz. Pero, dime háblame con verdad, ¿qué festín es ése? ¿Qué es esa turba de hombres? ¿Qué necesidad tienes tú de ello? ¿Es una fiesta o unas bodas?, porque no se trata de ninguna de esas comidas a las cuales cada uno aporta su parte. Esos audaces me parece que vienen a tu casa para insultaros; cualquier hombre sensato que aquí viniera se indignaría al ver tan numerosos ultrajes.
—Extranjero —respóndele el prudente Telémaco—, puesto que me preguntas y te interesas por estos asuntos, debes de saber que esta casa debería ser opulenta y bien considerada, si su dueño hubiera vivido entre sus pueblos; pero los dioses, meditando crueles destinos, decidieron de otro modo, e hicieron que Ulises fuese el más ignorado de los hombres. Así yo lloraría menos su pérdida si hubiese muerto con sus compañeros en medio del pueblo troyano, o en los brazos de sus amigos, una vez terminada la guerra. Todos los griegos habrían eregido sin duda una tumba a este héroe, y ello habría sido para su hijo una gran gloria en el futuro. Pero hoy las Harpías lo han arrebatado ignominiosamente; ha muerto ignorado, sin honor, no dejándome más que el dolor y las lágrimas: no es solamente por él por lo que lloro, sino que los dioses me han deparado también otros crueles dolores. Todos los príncipes que reinan las islas vecinas, Duliquio, Same, la verde Zante, incluso aquellos que se adueñaron del poder en la agreste Itaca, aspiran a casarse con mi madre, y están destruyendo mi casa. Penélope, sin negarse a contraer tan funesto matrimonio, no puede resolverse a realizarlo; ellos no obstante, me arruinan devorando mi hacienda; pronto van a acosionar mi propia perdición.
—¡Grandes dioses! —exclama Atenea, indignada—. ¡Cuanta falta te hace Ulises, ausente! Con toda seguridad golpearía con su mano a los audaces pretendientes. Si, llegando en este momento, se detuviera bajo los pórticos de su palacio, con su casco, su escudo y dos lanzas, tal como estaba cuando por vez primera yo le vi bebiendo y diviertiéndose en nuestra casa, cuando venía de Efira, de la casa de Ilos, hijo de Mermesis. Ulises, en una lijera nave, había ido a ver a ese príncipe para pedirle un veneno mortal para impregnar sus flechas de cobre. Ilos se lo negó, temiendo ofender a los dioses inmortales; pero mi padre le dio lo que él deseaba, tanto quería a este héroe. Tal cual era entonces Ulises, ¡que no se le ocurra mezclarse con los pretendientes! Para todo ellos, ¡que muerte tan rauda! ¡Qué bodas tan amargas! Pero ello es inseguro, y estas cosas reposan sobre las rodillas de los dioses, no se sabe si ese héroe debe venir o no para vengarse en su palacio. No obstante, yo te invito a ver cómo vas a expulsar a los pretendientes de esta casa. Préstame, pues oído atento, y recoge con cuidado mis palabras: mañana reunirás en asamblea a los más ilustres de los griegos, háblales a todos, tomando a los dioses, por testigos; luego ordenarás a los pretendientes que vuelvan a sus dominios. En cuanto a tu madre, si su deseo es el de casarse, que vaya a la casa de su padre, hombre poderoso; sus padres concertarán su matrimonio y le harán numerosos presentes de bodas, dignos de una hija tan querida. Voy a darte otro consejo, déjate persuadir. Equiparás una nave de veinte remeros, que sea la mejor, y partiras para informarte acerca de tu padre asusente desde largos años, ya sea que algún mortal te informe de ello, ya que oyeres una voz enviada por Zeus, voz que sobre todo confiere a los hombre una gran fama. Primero irás a Pilos, e interrogarás al ilustre Néstor; después a Esparta, a corte del rubio Menelao; de todos los griegos, es el que llegó el último. Si te enteras de que Ulises aún respira, y que ha de volver, le aguardarás, a pesar de tus fatigas, durante un año entero; si te enteras, por el contrario, de que ha perecido, si ha dejado ya de existir, volverás a tu patria, erigirás una tumba en su honor, celebrarás, como es justo, magníficos funerales, y darás un esposo a tu madre. Cuando hayas cumplido con estos deberes, pensarás en el fondo de tu alma la forma en que has de inmolar a los pretendientes, ya sea por medio de la astucia, ya sea con la violencia abierta. Es preciso que no te entregues a pueriles juegos, porque ya no eres un ningún niño. ¿No te has enterado de la gloria que entre todos los hombres ganó Orestes al inmolar al infame y patricida Egisto, que mató al ilustre progenitor de este héroe? Amigo mío, veo que eres alto y hermoso, procura también ser fuerte, para que se hable bien de ti en los siglos venideros. Yo regreso ahora a mi nave, junto mis compañeros, que sin duda estarán impacientes aguardándome. En cuanto a ti, piensa en lo que te he dicho, y procura sacar provecho de mis consejos.
—Extranjero —le dice el prudente Telémaco—, en tu sabiduría me has dirigido palabras amigas, como un padre a su hijo, y nunca las olvidaré. No obstante, quédate aún, por muy ansioso que estés por partir, para que puedas tomar un baño y alegrar tu corazón; luego te llevarás a tu nave un presente que te llenará de gozo, presente honorable y magnífico, que será para ti como una prenda de mi recuerdo; ya que tales son los dones que los huéspedes queridos ofrecen a sus huéspedes.
—No me retengas más —reponde la diosa—, que estoy impaciente por continuar mi viaje. En cuanto al presente que tu corazón te impulsa a ofrecerme, ya me lo darás cuando vuelva para llevármelo a mi casa, y aceptaré ese precioso don; y tú tendrás otro a cambio, que será digno de ti.
Dichas estas palabras, Atenea desaparece, volando como un ave que se pierde en la nube; llena de fuerza y valor el corazón del héroe, y hace que éste recuerde a su padre aún más que antes; entonces Telémaco reflexionando en su mente, siéntese sobrecogido de temor, porque ha reconocido que se trata de un dios. A continuación, el noble héroe regresa junto a los pretendientes de su madre.
Entre ellos había un cantor ilustre que estaba cantando, y en medio de un profundo silencio, todos estaban sentados escuchándole; hablaba del retorno de los griegos, retorno funesto que, lejos de Ilion, habíales impuesto la diosa Palas Atenea.
Entre tanto, retirada en un aposento superior, la prudente Penélope, hija de Icaro, recoge en su alma estos cantos divinos; ahora desciende la alta escalera del palacio; no está sola, si no que la acompañan dos esclavas. Cuando la más noble de las mujeres ha llegado adonde se encuentran los pretendientes, se detiene en el umbral de la sólida puerta, con un ligero velo cubriendo su semblante; las dos esclavas permanecen a su lado. Entonces, con los ojos bañados en lágrimas, Penélope dice estas palabras al cantor divino:
—Femio, tú conoces muchos otros relatos, dulces encantos de los hombres, los trabajos de los dioses y de los héroes celebrados por los cantores; por lo tanto, ven a cantar una de estas acciones memorables, mientras los pretendientes están bebiendo el vino en silencio; pero deja ese triste canto, que siempre dentro del pecho rompe mi corazón de pena, porque es sobre todo a mí que un inconsolable dolor me consume. Sí, estoy echando de menos a una cabeza tan querida, pensando sin cesar en ese héroe cuya gloria ha resonado en toda Grecia, y hasta en medio de Argos.
—Querida madre —dícele Telémaco—, ¿por qué no hemos de dejar a ese cantor amable que nos deleite conforme a lo que su espiritu le inspire? No son los cantores la causa de nuestros males, sino Zeus, que distribuye como él quiere sus dones a los ingeniosos mortales. No hay, pues, que reprocharle a Femio el que cante el triste destino de los griegos: la canción que más admiran los hombres es la que siempre resulta la más nueva para quienes la escuchan. Es preciso que acostumbres tu alma a escucharla: Ulises, en la ciudad de Troya, no ha sido el único que ha perdido el día del retorno, muchos otros héroes han perecido como él. Vuelve, pues, a tus habitaciones, reanuda tus labores habituales, la tela y el huso, después puedes dar órdenes a tus mujeres para que se den prisa en sus trabajos; el cuidado de la palabra corresponde a los hombres, y especialmente a mí, porque es a mí a quién el poder en este palacio me ha sido dado.
Entonces, llena de admiración Penélope vuelve a sus habitaciones; guarda en su corazón las prudentes palabras de su hijo; después, habiendo subido a los aposentos superiores con las mujeres que la sirven, llora a Ulises, su esposo, hasta que Atenea difunde un dulce sueño sobre sus párpados.
Entre tanto, los pretendientes llenaban de barullo el palacio; todos deseaban compartir el lecho de la reina. Entonces Telémaco se adelanta unos pasos y les dirige estas palabras:
—Pretendientes de mi madre, hombres llenos de audacia, gocémonos con todos estos manjares, y cese ya el tumulto; es bueno escuchar a un cantor como éste, que por su voz a los dioses iguala. Mañana, al despuntar la aurora, nos reuniremos todos en asamblea, para que yo pueda declararos abiertamente la orden de abandonar este palacio; pensad en otros festines, consumid vuestras propias riquezas, invitándoos unos a otros en vuestras propias casas. Pero, si es que os parece mejor, continuad; yo, por mi parte, imploraré a los dioses inmortales, para que Zeus os retribuya conforme a vuestras obras; ¡ojala pudierarís perecer sin venganza en esta mansión!
Todos los pretendientes, al oír estas palabras, aprietan los labios, llenos de despecho, y se admiran de que Telémaco se atreva a hablar con tanto aplomo. Entonces el hijo de Eupiteo, Antino, exclama y le dice:
—Sin duda, Telémaco, son los dioses los que te inspiran el tratarnos con tanta arrogancia y el hablarnos con tanta seguridad. ¡Ojala el hijo de Cronos no te establezca nunca como rey de la isla de Itaca!; lo cual, sin embargo, constituye por tu nacimiento, tu derecho paterno.
El prudente Telémaco respóndele al instante:
—Antino, ¿vas a indignarte por lo que te diga? Sin duda, si Zeus, me lo concediera, yo aceptaría de buen grado ser el rey. ¿Crees que entre los hombres se trata de un don tan funesto? No, no es ninguna desgracia el reinar; en seguida la casa de un rey se llena de riquezas; y él mismo se ve colmado de honores. Sin embargo, hay un gran número de príncipes en Itaca, jóvenes y viejos; uno de ellos puede obtener el poder, puesto que Ulises ya no existe; pero por lo menos yo seré rey de mi palacio y de los esclavos que el divino Ulises ha conquistado para mí.
Eurímaco, hijo de Polibio, dice a su vez:
—Telémaco, estas cosas reposan sobre las rodillas de los dioses; nosotros ignoramos quién de entre los griegos reinará en tus palacios. No hay ningún hombre que, por la violencia y contra su voluntad, quiera robarte tus bienes, en tanto haya habitantes en Itaca. Pero, amigo mío, quiero preguntarte algo acerca del extranjero: ¿de dónde viene ese hombre? ¿De qué país procede? ¿Cuáles son sus padres, cuál es su patria? ¿Ha venido a anunciarte el regreso de tu padre o acaso viene para reclamar una deuda? ¿Cómo es que se ha ido de repente, sin aguardar a que fuera reconocido? Sin embargo, no tiene trazas de ser de baja condición.
—¡Ay!, Eurímaco —responde el hijo de Ulises—, ya no se puede confiar en el regreso de mi padre. Si alguien viniera a traerme una noticia de que ha vuelto, no le creería, y ni siquiera doy valor alguno a los vaticinios que busca mi madre, cuando llama a nuestro palacio al adivino. Ese hombre huésped de mi padre, es de Tafos; tiene el honor de ser Mentes, el hijo del prudente Anquialo, y reina sobre los tafios que se complacen en manejar el remo.
Así habló Telémaco, y sin embargo, en su pensamiento había reconocido a la diosa. Los pretendientes continuaron saboreando las delicias del canto y de la danza; permanecieron allí hasta que anocheció. Llegó la oscura noche y los halló aún en medio de sus regocijos. Entonces cada cual se volvió a su casa para entregarse al sueño. Telémaco se retira también a las amplias habitaciones que le fueron construidas en el bello recinto, en un lugar desde el cual podía divisarlo todo; y es allí adonde va en busca del reposo, agitando, en su mente un tropel de proyectos. Al lado de Telémaco, Euriclea llevaba antorchas encendidas, la prudente Euriclea, hija de Ops, nacida en Pisenor y a la que antaño comprara Laertes con sus propias riquezas, y a pesar de que ella se encontraba aún en su primera juventud, el rey dio veinte toros para obtenerla; la honró en su palacio como una casta esposa, y jamás compartió su lecho, temiendo la cólera de la reina. En este momento, ella lleva resplandecientes antorchas al lado de Telémaco; de todas las esclavas es aquella a la cual él más amaba, porque lo había criado cuando aún era un niño. Le abre las puertas de la habitación sólidamente construida; Telémaco se sienta en el lecho y se quita la suave túnica, que entrega a esta mujer prudente. Euriclea pliega la prenda con cuidado, la cuelga en un clavo cerca del lecho, y se apresura a salir de la estancia; retira la puerta por medio del aro de plata, luego baja la palanca sancando la correa. Allí, durante la noche entera, Telémaco, cubierto con el fino vellocino de las ovejas, reflexiona acerca del viaje que Atenea le aconsejó.
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Redacción / Literatura, El Inconformista Digital
Incorporación – Redacción. Barcelona, 19 Mayo 2005.