El telar – por Teresa Galeote

a extrema pobreza de millones de niños hace que sus condiciones de vida sean terribles, Teresa Galeote en el cuento de «El Telar», nos adentra en esta realidad soterrada.

Cuento breve
El telar – por Teresa Galeote *

A Samir le despertó un fuerte golpe en la espalda. Levantó la cabeza y vio al colérico Tao; el capataz estaba junto a él, desafiante y vociferando: “Maldita pandilla de bribones. No os ganáis el plato de comida que se os da. Si por mí fuera, algunos estaríais en la calle. Os aprovecháis del amo que es bueno y os consiente todo”. Después de haberle propinado tan tremenda patada, el capataz se marchaba entre los telares con su letanía a cuestas.

Su mal carácter iba acompañado de un repugnante aspecto físico. Su cara contenía una desproporcionada nariz curvada y su enorme boca desdentada parecía una gruta tenebrosa que albergara monstruos de diverso pelaje. Era el terror de los jóvenes trabajadores; él se encargaba de hacerles la vida más imposible de lo que ya era. Si algún muchacho le caía mal, mejor era que fuese buscando otro sitio donde trabajar.

Era la primera vez que Samir se quedaba dormido en el trabajo. Había pasado la noche en vela; su pequeña hermana se despertó entre sudor y llanto. La mañana le arañó los ojos cuando comenzaba a dormirse; le anunciaba que debía partir hacia el telar. “Bueno era Tao para entender los contratiempos”, murmuró mientras echaba agua sobre su cara. Salió después de dar al hermano toda clase de recomendaciones: “Sobre todo no salgas. No la dejes sola. Tienes que cuidarla hasta que yo llegue. Tienes que poner en su frente paños de agua para que baje la fiebre. Aquí la tienes, no la desperdicies”.

Aunque tuviese que pasar más hambre que de costumbre, no se despegaría de la pequeña. No podrían ir a mendigar, o a buscar restos de comida en los cubos de los restaurantes.

En el telar había trabajadores muy jóvenes: entre los siete y doce años; eran sumisos y baratos. Las manos pequeñas eran las más apropiadas para tejer alfombras y tapices. Unos minutos para comer y seguían con la rutina: era salario les daba. Unas rupias, no siempre, completaban el jornal.

Samir acababa de cumplir doce años y hacía más de dos que él y sus hermanos habían quedado huérfanos. La pobreza extrema de sus parientes impidió tomarlos a su cargo. Así pues, Samir tuvo que asumir una responsabilidad que excedía a sus fuerzas.

Cuando salió del telar fue a la farmacia. A pesar de que el farmacéutico le advirtió que las altas fiebres son producidas por infecciones, sólo pudo comprar antitérmicos. Samir le dio las gracias por la información y le dijo que no tenía más dinero. Ante la mirada lastimera del dependiente, salió de la botica.

Llego a las ruinas y encontró al hermano llorando junto a la niña. Mientras se iba acercando a ellos, Samir sintió que un negro escalofrío recorrió su cuerpo. Se arrodilló junto al hermano y miró el cuerpo escuálido y rígido de la niña. Soraya le pareció más pequeña que de costumbre; la vio como una frágil muñeca de porcelana. Tenía el color del marfil y sus ojos estaban abiertos; parecían mirar al cielo. No hicieron falta palabras. Los dos hermanos se miraron horrorizados e impotentes. Samir se levantó y fue a descargar su furia contra los endebles muros. Sus puños y sus pies golpearon, una y otra vez, aquellas renegridas paredes. Ya sosegado, volvió junto a ella. La miró minuciosamente; intentaba descubrir algún vestigio de vida en su cuerpo “A lo mejor vuelve. Nosotros jugamos a escondernos, desaparecemos un rato y, ¡zas!, aparecemos en otro sitio”, le dijo el hermano. Samir le abrazó mientras seguía mirando a Soraya. “Ojalá tengas razón. ¿Por qué no puede haber un poco de vida escondido en algún huequito?, dijo el más pequeño. Mas sus deseos no se cumplieron. Samir tomó a la pequeña entre sus brazos y abandonó las ruinas. A su lado, llorando hiposamente, caminaba el hermano.

Cuando llegó al telas, un gigantesco individuo les impidió entrar. Samir nunca había visto a aquel descomunal hombre. Sabía que las alfombras eran muy valiosas y que estaban bien custodiadas, pero aquel vigilante le llenó de terror. El miedo le mantuvo paralizado unos instantes. Después se fue recuperando hasta lograr articular algunas palabras.

–Vengo a dormir aquí. No tengo dónde ir. ¡Por favor!, déjame pasar.
–No tengo órdenes de Tao. ¡Vete!.
– No quiero ir allí. Mi hermana ha muerto. No quiero volver a ese lugar; me da miedo. ¡Déjame quedarme! ¡Te lo suplico!
–No puedes pasar sin autorización de Tao. No me hagas ser duro contigo. Tengo órdenes muy estrictas del capataz y tengo que cumplirlas si quiero conservar mi trabajo. Has tenido mucho atrevimiento al presentarte de esta forma. ¡Vete muchacho!

Pero Samir ya no le escuchaba y siguió avanzando hacia la puerta. No vio que el vigilante tenía una barra de hierro entre sus manos. Samir siguió avanzando con el cuerpo de la hermana entre sus brazos.

El vigilante comenzó a pegar a Samir sin tener en cuenta que el cuerpo del muchacho era muy frágil. Le golpeó repetidas veces esperando que el muchacho desistiera de su pretensión. Samir cayó al suelo. En su lenta caída, su cuerpo cubrió el de su hermana; era la última protección que podía ofrecerle. El hermano comenzó a dar patadas al vigilante. El hombre, amenazándole con el mortal instrumento, le ordenó que se marchara y el niño huyó del lugar. El guardes no se molestó en apartar los cuerpos de Samir y de Soraya más de lo necesario; sólo había que dejar la entrada libre para que los trabajadores se incorporasen a su trabajo. “Quién va a preocuparse de ellos? Me limitaré a decir que les he encontrado en la puerta. Daré parte del suceso mañana y todo resuelto”, murmuró.

Por la mañana, cuando los trabajadores comenzaron a entrar, casi nadie reparó en aquellos cuerpos. Estaban muy juntitos y arrinconados junto a cartones y desechos diversos. La cabeza de Samir quedaba oculta entre los desperdicios. Los cuerpos sólo llamaron la atención a un muchacho: al compañero de telar de Samir. Le extrañó encontrarles allí, pero pensó que se habían quedado a dormir junto a la puerta para no hacer el largo camino de todos los días. Como todas las mañanas, la sirena tocó durante unos segundos y todos se apresuraron a sentarse en sus puestos. Sólo un sitio permaneció vacío durante todo el día.

El parte fue dado a la policía y vinieron a llevarse los cuerpos. Como un objeto cualquiera, fueron retirados para llevarlos al depósito de cadáveres.

“Lo más probable es que haya sido una pelea entre chiquillos”, dijo el inspector.

Esperarían un tiempo prudencial por si alguien los reclamaba.

Después lo llevarían al hospital central; la ciencia sabía qué hacer con los cadáveres anónimos.

* Éste cuento forma parte del libro el Grito de Teresa Galeote.

Teresa Galeote. Alcalá de Henares, Madrid.
Redactora, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 20 Abril 2005.