Fragmentos – por Teresa Galeote

Era un hospital improvisado. En él, algunos hombres, heridos y mutilados, lanzaban desgarrados gritos de dolor. Otros, ya moribundos, susurraban débiles lamentos que se ahogaban en el ambiente. Las personas que les atendían intentaban darles consuelo; poco más podían hacer pues otros remedios eran casi inexistentes. A pesar de aquella escena, la mente del niño volvió a recordar lo que aquella mañana les había dicho la maestra: “Debemos ser generosos y compartir lo que tengamos”. Las lágrimas del adolescente comenzaron a humedecer sus mejillas. No sabía porqué se encontraba allí, pero una inmensa congoja recorrió su cuerpo. Quiso evadirse de la realidad que le envolvía; llamó al sueño, pero éste no se presentó.

Comenzó a recordar a la madre: sus acariciadores ojos, su gastada sonrisa, sus manos que curaban penas y miedos. “¿Dónde estará hora?”, se preguntó. La angustia de no volver a verla le hizo romper en sollozos y con ellos llegó el sosiego. Se durmió saboreando la salazón de sus lágrimas y por su mente pasaron imágenes inconexas: dos hombre bajando de un camión que se acercaban a él y a su hermana, los pájaros alterados volando muy bajo, la madre acariciándolos y jugando en la orilla del río, vio a la maestra y al resto de los compañeros de la escuela, también vislumbró al perro con el que compartía juegos y hambre; oyó sus ladridos y recordó un estrepitoso ruido.

Se despertó con una escena difusa y carente de sentido: unos hombres con enormes ojos y sin bocas, un envoltorio blanco y pequeño, un coche que parecía volar.

Sintió un profundo dolor en las piernas y gritó. Un hombre fue hacia él para consolarle. Entonces se dio cuenta de que era uno más entre los dolientes que se amontonaban bajo aquellas lonas. Percibió como le limpiaban el sudor de la frente. Le picaba la sequedad de sus labios y pidió agua. El hombre fue por ella y volvió con un recipiente. Se incorporó para beber y un escalofrío le atravesó el cuerpo cuando bajó la mirada hacia el catre. ¡No tenía piernas! “Ha sido la metralla”, dijo el hombre que tenía a su lado. “Y mi hermana”, preguntó. “Tu hermana voló más alto”. “Entonces, ¿estará en el cielo y ya no sufrirá por nada?”. “Así es muchacho. Ella ya no puede sentir dolor alguno”, dijo mientras le acariciaba la cabeza. “¿Por qué me duelen si ya no las tengo?”. “Suele suceder durante un tiempo. La cabeza todavía tiene el recuerdo de ellas. Es hasta que se acostumbra a su ausencia”, contestó el enfermero.

Sintió el dolor del vacío y la congoja de la soledad. Sus ojos se volvieron mares negros; los cerró e intentó bucear en su memoria: “Volvíamos de la escuela, el perro venía a nuestro encuentro y, al pisar entre las zarzas, la tierra explotó; aquella polvareda y…, los hombres blancos”. Sus recuerdos se acababan ahí. ¿Qué había ocurrido? Por más que intentaba rememorar no conseguía visualizar nada más. Ahora estaba entre hombres que, al igual que él, sufrían. De nuevo, volvió a saborear la salazón de sus lágrimas y se durmió recordando las caricias de su madre.

* Cuento corto que forma parte del libro “El grito” de Teresa Galeote.

Teresa Galeote. Alcalá de Henares, Madrid.
Redactora, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 13 Marzo 2004.