Gerardo Pereira Menaut nos habla del aspecto étnico-histórico atribuido a los pueblos y la existencia política de la ciudadania en un termino amplio ajustado al derecho, para explicarlo y analizarlo recurre a la sociedad existente en los tiempos del Imperio Romano.
Construcción Social Europea
¿Qué es un ciudadano (europeo)?
por Gerardo Pereira Menaut
La vieja teoría romana de la ciudadanía (civitas), que fue la base imprescindible para la constitución de aquel gran Imperio, y de la cual aún somos deudores, contiene todavía secretos que pueden ser de mucho interés en esta España y esta Europa que debaten con renovada pasión acerca de la integración de minorías, grupos de población no tan minoritarios (o de un estado como Turquía), de marcada identidad nacional-cultural-religiosa, en nuestros estados modernos. Estamos acostumbrados a pensar que un ciudadano es aquel miembro de la comunidad política, del Estado, si se prefiere, cuya definición está dada en la pertinente Constitución Política: sujeto de derechos y deberes, el conjunto de los cuales constituye precisamente la ciudadanía. Desde esta perspectiva, todos los españoles y todos los europeos somos o seremos iguales. Pero eso es sólo el aspecto político de la cuestión. Se trata aquí de la ciudadanía.
Otra cosa es el aspecto étnico-histórico: todo aquello que un pueblo ha desarrollado a lo largo de su historia: lengua, religión, costumbres, mentalidad y una conciencia de ser un pueblo, que para ellos será una entidad histórica única por definición. Desde esta perspectiva, todos los europeos, pueblo a pueblo, somos y seremos diferentes. Se trata ahora de la identidad. Debe observarse que ‘étnico’ procede del término griego ‘ethne’, que significa ‘pueblo’, no ‘raza’ ni nada parecido. ‘Étnico-histórico’ es lo que a lo largo de la Historia ha llegado a ser ‘lo propio de un pueblo’.
Un ciudadano, por definición, reúne en sí los dos aspectos. Es bien posible que no sea consciente de ello. Si vive en su pueblo de siempre, en una sociedad poco diversificada, verá sus elementos étnico-históricos tan naturales como la lluvia, y el elemento político como algo propio de los tiempos, pues probablemente sabrá que en otras épocas ‘no era así’. Pero no verá en ello nada más que un accidente, una eventualidad que tiene lugar por encima de lo único, lo determinante, lo fundamental, su ser étnico-histórico. Su visión de los otros, de los extraños, se establecerá desde su propia entidad étnico-histórica. Un acercamiento a ellos en el plano de lo político deviene imposible. Así sería en una sociedad pre-política, primitiva.
Ambos aspectos, el político y el étnico-histórico, fueron por primera vez claramente separados por los romanos, en su teoría de la civitas. Cuenta el historiador Tácito que el emperador Claudio, en el año 48 d.C., intentaba convencer a los senadores romanos de que permitiesen la entrada en el Senado a los prohombres de la Galia más notables y romanizados. Los senadores se oponen, por ser extranjeros. El emperador argumenta, y les recuerda que Rómulo, el fundador de Roma, tenía o podía tener por conciudadano, en el mismo día, a quien horas antes había tenido como enemigo en el campo de batalla. Con genial clarividencia Claudio afirma que la causa de la ruina de Atenas y de Esparta había sido el no haber sabido ni querido asumir en su ciudadanía a las poblaciones sometidas, mientras que Roma era maestra en ‘hacer romanos’ a gentes extranjeras. Un ciudadano romano podía ser por su origen itálico, galo, hispano, germano o africano, pues ser ciudadano romano nada tenía que ver con el origen, la lengua, las creencias, etc. Si bien andando el tiempo se habría de producir cierta aculturación o romanización, ser ciudadano romano era solamente una cuestión política. Con ello, la separación de lo político y lo étnico-histórico estaba consumada.
La teoría había sido formulada por Cicerón, al definir al populus (conjunto de ciudadanos) como una congregación de personas fundada en un iuris consensus (Acuerdo en el Derecho), asociados en y por la utilitatis communio (comunidad de intereses). El mismo Cicerón presenta tres grados en los vínculos que unen a los hombres entre sí para formar una sociedad. Partiendo de aquel prístino, del hecho de ser todos hombres, presenta un segundo grado que es aquella más fuerte unión que entre los hombres produce la comunidad de sangre, de nación y una lengua propia. Pero, añade, aun mayor es el vínculo que se da entre aquellos que comparten la misma ciudadanía. Estos están unidos con más fuerza por tener muchas cosas en común: “el foro, los templos, los pórticos (donde se reúnen para desarrollar sus relaciones sociales…), las calles, las leyes, los derechos, los actos judiciales, las elecciones, además de costumbres y relaciones sociales y muchos negocios con muchas personas”. (Recordemos que en los templos se practicaba una religión política, totalmente distinta a la actual, capaz de integrar divinidades foráneas).
La diferencia entre los dos tipos de vínculos, de las dos clases de sociedad, es evidente. La primera es la sociedad de base étnica, en la que el individuo se adscribe al grupo mediante un sentimiento de pertenencia ancestral y se relaciona con sus congéneres en una actitud de comunión. Son sociedades antiguas, que permanecerán iguales a sí mismas durante todo el tiempo que dure su especificidad. En términos psicoanalíticos se corresponden con la figura de la madre; sus miembros están unidos a ella en una relación de tipo afectivo.
La segunda es de base política, en las que el ciudadano se vincula al grupo mediante una actitud de convivencia y colaboración. Se corresponde a la figura del padre que primero manda y después emancipa, unidos a él por una relación volitiva y contractual. Son sociedades más modernas, abiertas y diversificadas. Pueden mantener aspectos propios de la base étnico-histórica, que serán necesariamente a título privado, aunque los sujetos sean numerosos.
¿Son ambos vínculos excluyentes? No creo que los dos aspectos del ‘ser persona’, el político y el étnico-histórico, tengan que ser excluyentes ni estar enfrentados necesariamente. Cada uno de ellos alimenta una parte de nuestra necesidad de ‘ser’. Nuestro ‘ser político’ alimenta nuestra necesidad de libertad personal, de disposición de nuestro propio destino, de autonomía frente a cualquier poder, al que podemos criticar, juzgar y aprobar o repeler, entre todos, cuando queramos. Somos nuestros propios amos. Es el fruto del cultivo de la razón y la crítica desde una consciente individualidad, que no tolera fácilmente a dioses ni a héroes; es la moral agonal (de lucha) de los atenienses en su mejor época. Sólo los intereses de la comunidad están por encima de los del individuo, y ello, fundamentalmente, porque la comunidad garantiza los del individuo. Nuestro ‘ser étnico-histórico’, a su vez, alimenta nuestra necesidad de sentirnos parte de algo desde el útero materno hasta la sepultura. Son las raíces que no queremos perder. Sin ellas, parece que todo el árbol se tambalea.
Si aceptamos que las dos dimensiones de nuestro ‘ser persona’ son necesarios e imprescindibles, se nos plantea la gran cuestión: cómo pueden convivir, juntos, uno y otro. ¿Es pensable que los dos vínculos puedan mantenerse, sin mezclarse, en paralelo, indefinidamente? Dicho con otras palabras, ¿es pensable una civitas compuesta por diferentes pueblos sin que ello ocasione problemas? Los problemas pueden empezar a surgir cuando una comunidad de fuerte base étnico-histórica se integra en otra de base política, porque, por su propia naturaleza, el Acuerdo en el Derecho no puede aceptar ni excepciones ni insubordinaciones, so pena de desmantelar la propia sociedad civil (es decir, de ciudadanos) que en él se fundamenta. La experiencia romana vuelve a ser aquí aleccionadora.
Los romanos respetaron las particularidades étnico-históricas de los pueblos conquistados, a la espera de que los tiempos limasen sus aristas de barbarismo, excepto en una dimensión: el ius civile, el Derecho de los Ciudadanos, la Constitución, diríamos nosotros. Todo aquello que no atentaba contra el Derecho Acordado podía ser tolerado. Todo lo que atentaba contra éste, era radicalmente prohibido. Ciertos sacrificios humanos rituales en la Galia, por poner un ejemplo, fueron prohibidos. La comunidad de Gades (Cádiz) pidió a Roma que revisase su ‘Constitución’ y eliminase todo aquello que a juicio del romano era bárbaro. La tolerancia se termina donde las costumbres y normas pre-romanas chocan con el Acuerdo en el Derecho, y no sólo para eventualidades como las mencionadas, sino también para la estructura política de la comunidad asimilada, a la que se llegará a imponer un sistema de representación política al estilo romano, con una curia o senado local, magistrados anuales elegidos por el pueblo, etc.
Se trata, en efecto, de una declarada primacía del Derecho Acordado por los Ciudadanos (cuyo contenido pertenece a lo que llamamos Derecho Civil, Penal, Procesal…) sobre cualesquiera otras normas, usos y costumbres, que se hace efectiva sólo cuando hay colisión entre ellos. De este modo, la convivencia entre las dos dimensiones antes mencionadas no es entre iguales, cuando lo étnico-histórico entra en liza con el Derecho. Ante esta confrontación tampoco nosotros, ahora, podemos permanecer neutrales o adoptar un relativismo contemporizador. Por una parte, el Derecho nos protege de la tiranía de lo étnico-histórico, cuando existe, en forma de costumbres ancestrales que privan al individuo de autonomía, capacidad de decisión sobre sí mismo, o simplemente lo adhieren por la fuerza de la costumbre a prácticas eventualmente contrarias a sus intereses. Aunque estén tan internalizados y asumidos como la ablación del clítoris o los matrimonios arreglados por los padres en ciertas sociedades. El Derecho es el paraguas protector que nos permite ser libres, y sitúa esa libertad personal como centro neurálgico del edificio social.
La importancia de estos hechos merece ser destacada con gran énfasis. La extensión del ius civile a lo ancho del gran Imperio Romano, llevando la lex y la iustitia que le son inherentes (además de la civilización urbana etc.), constituye un éxito histórico fundamental, que dio a Roma, a ojos de muchas generaciones posteriores, un caudal de legitimidad histórica como no se ha conocido jamás, ni antes ni después. Constantinopla, la capital bizantina, fue declarada Segunda Roma al final de la Antigüedad, tomando para sí esa legitimidad. Otón I, en el siglo X, fundó un Imperio al que llamó Sacro Imperio Romano-Germánico, apropiándosela igualmente, mediante una ficticia translatio Imperii de Roma a Aquisgrán. Algunas otras ciudades, ante todo Tréveris, fueron llamadas nea Roma, nueva Roma. En el siglo XVI de Iván el Terrible, cuando se sacudieron el yugo bizantino y quisieron crear su propio Imperio, se decretó que Moscú era la Tercera Roma, mientras se hacía circular la idea fabulosa de que ya los zares anteriores, de la dinastía Rurik, eran descendientes de un hermano del emperador romano Augusto. Esa legitimidad histórica había nacido del imperio de la Ley y del Derecho, de las Normas de convivencia que los ciudadanos libres acuerdan, no de ancestrales costumbres ni solidaridades de sangre.
Si bien lo político y lo étnico-histórico son igualmente inexcusables e importantes en la vida de las personas y de las sociedades, no por ello son equiparables. Son, en efecto, de muy diferente dimensión histórica, y obedecen en su significado y evolución a lógicas distintas. Lo político es algo que, fundamentado en el iuris consensus, como éste y por definición está sujeto a permanente cambio. Y, más importante todavía, a un permanente desarrollo y crecimiento, en proporción directa al grado de complejidad y diversificación de la propia sociedad que sustenta. Así como de valores emergentes con la evolución económica y social. El Derecho tiene que regular las relaciones entre los hombres y establecer los fundamentos más básicos de un proyecto social que se manifiesta en los valores que la Ley ampara, por ejemplo, cuando consagra la propiedad privada o el derecho a la intimidad. Por ello mismo, a medida que las relaciones entre los hombres van adquiriendo nuevos modos y naturaleza, algo que en la época presente sucede prácticamente a diario, y en la medida en que la sociedad va evolucionando, con nuevos problemas y posibilidades, y, cómo no, en la medida en que la sociedad trata de perfeccionarse, en esa misma medida hay que modificar, ampliar y extender el Acuerdo en el Derecho, hay que ponerse de acuerdo sobre más y más cuestiones: el Derecho se desarrolla y crece, inundando a veces territorios en las que nadie creería, tiempo antes, que había de entrar. Ejemplo de oro: la legislación relativa a la conservación del Medio Ambiente, la Ecología, que interviene allí donde los viejos liberales o un sencillo campesino nunca pensaron que habrían de ver recortada su sagrada libertad. El Acuerdo en el Derecho es, así, el espíritu que infunde vida a la sociedad, que la constituye. Es la Constitución. Todo lo que no pertenezca al Acuerdo en el Derecho es ajeno a ésta. Proponer lo contrario es del más puro fundamentalismo, un retroceso histórico de primera magnitud, si trata de suplantar el Derecho y poner la religión o la raza como fundamento de la sociedad.
Lo étnico-histórico parece ser, por su parte, algo que está dado desde tiempo inmemorial, constituido de una vez por todas, permanente y ajeno a la evolución histórica, excepto en lo tocante a su posible desaparición. Sin embargo, los elementos étnico-históricos no tienen, o no tienen siempre ese carácter de antigüedad y permanencia, sino que se pueden adquirir y perder, como sabemos que sucede en cualquier proceso de aculturación. Propiamente hablando, los pueblos no son, sino que han llegado a ser, en un proceso que llamamos Etnogénesis, es decir, la formación histórica de los pueblos. En ese proceso, pierden unos rasgos y adquieren otros; sólo un pueblo que haya permanecido a lo largo de la Historia completamente aislado podría presumir (¿?) de ser igual a sí mismo desde… que llegó a ser lo que llegó a ser. Pues si ahora sabemos, con seguridad, que todos los que habitamos la Tierra descendemos de aquella mujer que los genetistas llaman la Eva Mitocondrial, que vivió en Africa Centro-oriental hace 120.000 años, tenemos que asumir que todos los pueblos son un resultado de la Historia. En Europa y en la Península Ibérica tenemos preciosos ejemplos, bien documentados. Quedémonos con uno sólo, sobresaliente. En la discusión acerca del origen de los antiguos griegos, si procedían de los Dorios, los Jonios etc., se impuso la razón de forma sencilla: “No hay griegos fuera de Grecia”. Los griegos se formaron en Grecia, a partir de lo que allí había más los aportes del exterior. En Europa, el gran momento de la Etnogénesis es la Edad del Hierro, aproximadamente el primer Milenio a.C.
Que lo étnico-histórico carezca de la sacralidad y ab-originalidad que algunos suponen no es, en realidad un demérito. Estamos en el reino del sentimiento (de pertenencia e identidad), no de la razón discursiva, lo que hace posible que un supuesto origen muy remoto, puro y diferenciado, sea para unos máxima seña de identidad, y, otros atribuyan el mismo valor al hecho de ser resultado de una mezcla de pueblos, culturas, civilizaciones y religiones, como proclaman algunos en Andalucía. Lo importante aquí, lo que hace a lo étnico-histórico fundamental e inexcusable no es su verdad histórica, sino la profundidad del sentimiento de pertenencia y la actitud de comunión de las que sus miembros participan. De todas maneras, vale la pena señalar que los nacionalismos que se fundamentan en el pasado remoto tienen siempre un aire conservador. Por una parte, al situar sus esencias en ese pasado, dejan de lado el hecho palmario de que lo que haya de ser un pueblo es cosa del más rabioso presente, y responsabilidad de los que ahora vivimos, no de nuestros ancestros. Por otra, pueden caer en la reivindicación de elementos que entorpecen el desarrollo progresivo de lo político, en el sentido que aquí hemos dado a este término, de aquello precisamente que les debe garantizar su legitimidad en el Derecho, y gracias al Derecho.
Europa ha sido hasta ahora un laboratorio donde todo lo hasta aquí expuesto se ha llevado a la práctica, en más o en menos, en unos u otros lugares, en unas u otras épocas. Diferentes pueblos han convivido bajo el mismo Acuerdo en el Derecho en prácticamente todos los estados europeos, en numerosas Historias particulares, todas distintas, todas complejas. La ampliación de la Unión Europea es un salto mayor en la misma dirección. Andando el tiempo se hará bueno, una vez más, lo que el emperador Claudio decía al final de su discurso a los senadores: “lo que ahora rechazáis por considerarlo una innovación, algún día será presentado como precedente”. Esta frase, compendio de toda una filosofía progresista, sitúa a muchos conservadores y desde luego a los neo-conservadores en un estadio evolutivo pre-romano.
Gerardo Pereira Menaut.
Catedrático de Historia Antigua. Univ. de Santiago de Compostela.
Colaboración. El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 26 Febrero 2005.