Esa mañana, Ángel tenía un aspecto horrible. Se lo dijo el espejo, pero no le hizo ningún caso; eran tantos años de convivir con su cara malhumorada que ya se había acostumbrado a ella. La verdad es que siempre fue un hombre muy serio. Desde pequeño ya se apuntaba dicha tendencia, pero con el paso de los años las dificultades de la vida habían impregnado su cara de una adustez crónica, aunque ahora, a su semblante se sumaban días de agotador trabajo que apenas le permitieron descansar. Había pasado todas las pruebas, incluso la entrevista. Después de haberse sometido a diversas preguntas, algunas de ellas muy comprometidas, le habían dicho que el empleo era suyo si presentaba una buena idea. Así que, durante días, no reparó en nada que no fuese el dicho proyecto. Pensaba que el sacrificio bien valdría la pena si al final conseguía el trabajo.
Llegó al aeropuerto con dos horas de antelación. Siempre fue puntual en sus citas y no quería que un problema de última hora le hiciera perder el avión. Desayunó tranquilamente en una cafetería. Mientras, unos hombres uniformados le miraban de soslayo, aunque él no lo advirtió. «Las once menos veinte. Tengo que prepararme». Pensado y hecho. Como si un resorte en su interior se hubiese activado, se levantó de inmediato y se dirigió a la puerta de acceso al avión. No se dio cuenta que dos hombres le seguían hasta que uno de ellos le cogió del brazo y le indicaba que les acompañara. Ángel dio un respingo y protestó por él consideraba un atropello, pero de nada sirvió porque aquellos hombres le sujetaban ambos brazos con mayor energía. «Sólo es un cacheo», le dijeron. Ángel no entendía nada y siguió protestando. «No se resista. Es sólo un cacheo; un trámite rápido. Comprenderá usted que tenemos la obligación de garantizar la seguridad». Mientras el hombre hablaba cogieron su cartera, paginaron el informe que llevaba dentro. Inmediatamente los dos hombres cruzaron una mirada extraña. Angel intentó relajarse recordando los consejos que solían darle en las clases de yoga; intentó acompasar la respiración y pensar. De nada le sirvió poner el práctica la meditación positiva porque a medida de que el chequeo se hacia más intenso su cabreo iba en aumento. Las manos de aquellos hombres recorrían su cuerpo, hurgaban entre su ropa sin percatarse de que los altavoces anunciaban la inminente salida del vuelo que Ángel tenía que tomar. A pesar de su excitación, él sí se dio cuenta y, atropelladamente, trató de explicarles que podía perder un trabajo muy importante si no tomaba ese avión. Aquellos hombres seguían haciendo su trabajo sin importarles los lamentos del cacheado. De pronto, una de las manos de los rastreadores se topó con algo; era un objeto duro. Mientras lo sacaba, clavó sus ojos en los de Ángel. «un trabajo muy importante, ¡eh!,» dijo mostrando una diminuta radio. «¿Qué es esto?, ¿de quién recibe órdenes?». Ángel no daba crédito a lo que estaba pasando. Por un momento pensó que todo aquello era una pesadilla de la que no tardaría en despertar. Reaccionó. El avión estaba punto de despegar; iba a perder su trabajo. Sabía que el tiempo se le acababa e intentó zafarse del acoso. Aquella actitud alertó a los guardianes; pidieron refuerzos para reducirle e inmediatamente se presentaron más hombres y se llevaron a Ángel en volandas. Ya fuera de sí gritaba: «El proyecto, tengo que presentar el proyecto». «No hay duda, el sospechoso tiene proyecto», comunicó por radio uno de los hombres.
Teresa Galeote. Alcalá de Henares, Madrid.
Redactora, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 23 Enero 2005.