Las uvas de la ira, cuando América era pobre – por Maximiliano Bernabé

Ahora que quedan no muchos días para que se celebren las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, y que, dentro de su bipartidismo tan excluyente, el debate entre los dos candidatos aparece centrado, principalmente en aquellos aspectos de política exterior, en demostrar quién es más patriota: Uno, que se nos ha hecho perversamente familiar desde que «ganó», cuanto menos dudosamente, las elecciones de 2000, intentando convencer a su país y al mundo de que la invasión y posterior guerra de Iraq es una especie de cruzada en favor de la libertad, y no una macabra guerra neocolonial construida conceptualmente sobre un entramado de mentiras y, en la práctica, para el beneficio de precisos intereses financieros e industrales. Y el otro, para prometer que sacará a su país de la ciénaga humana y diplomática actual sin parecer demasiado blando, si es necesario alardeando de patriota y, en definitiva, enfangándose en el perpetuo «sí pero no» en que siempre se convierten las propuestas del Partido Demócrata.

Ahora que llevamos más de 50 años acostumbrados al papel de superpotencia mundial de los Estados Unidos, a su economía centrada permanentemente en las partidas militares del presupuesto, pues una nación con una asunción de tan sobredimensionado papel es siempre una nación en guerra, quizá nos convendría volver la vista a una época que nos hará recordar que, hoy como ayer, en los Estados Unidos hay muchas voces diferentes de quienes dirigen su economía y su política -en este orden-, y varios millones de personas condenados a vivir en la pobreza en el país más rico del mundo.

John Steinbeck publicó «Las Uvas de la Ira», su libro más popular, y puede que su novela más lograda, en 1939, cuando el país llevaba diez años siendo devastado por los efectos de la Gran Depresión. Muchas veces, en el cine y en la literatura, las referencias que tenemos de este periodo son parciales, ya que dan la impresión de un mero descalabro financiero con algunas grandes fortunas arruinadas, llamativos suicidios de ejecutivos en Nueva York, y el subsiguiente aumento del paro. No obstante, el fenómeno fue mucho más amplio en el tiempo que aquellos años de 1929-30, y en el espacio, más allá de los círculos financieros norteamericanos. Además de afectar a todo aquel país, acabó extendiéndose a otros continentes. Quizá todo ello fue motivado por el estallido de la burbuja en que se había convertido la actividad económica capitalista desenfrenada, sin regulación, asentada en un concepto artificial de la creación de riqueza. Algo que tampoco nos es extraño hoy día.

Al final de la escalera, la sucesión de patadas económicas acabaron afectando a los de siempre, a quienes ya antes tenían muy poco, o casi nada. En nuestro caso a los granjeros de Oklahoma. Como las desgracias nunca vienen solas, en la segunda mitad de los años treinta del pasado siglo hubo una sucesión de años de sequía y violentos vientos, que prácticamente anularon las posibilidades agrícolas de amplias zonas del valle del Mississippi, que acabó convertido en el «Dust Bowl», el tazón de polvo. Hay que decir que aquel suelo tampoco estaba preparado para sostener una agricultura mínimamente intensiva y, de hecho, desde siempre había sido el hogar de tribus nómadas de indios cazadores. Grandes extensiones de Oklahoma no fueron arrebatadas a los indios hasta la década de 1880. Nuestra familia protagonista, los Joad, como tantos otros, se ven empujados por la sequía a la ruina y al hambre, y tienen que hipotecar sus tierras. Al no poder hacer frente al pago de sus hipotecas, miles de pequeños agricultores fueron expulsados de sus tierras por los bancos, por la fuerza en muchos casos, en lo que fue una gran operación especulativa: Las tierras se dedicaron al cultivo extensivo de algodón hasta agotarlas en un par de cosechas y luego venderlas a otros emigrantes que huían de la miseria de los cierres empresariales de las grandes ciudades, con quienes continuar el ciclo del expolio. De este modo los Joad tienen que malvender sus escasas posesiones y emprender una huida hacia delante en busca de sustento a través del inmenso país; un éxodo en el que participaron en pocos años más de trescientas mil personas. A lo largo de la legendaria Ruta 66 se dirigen hacial el único frágil sueño al que aún pueden aferrarse: Conseguir trabajo como jornaleros en los campos de frutales de California. Un sueño que, según se acercan a su destino, se va tornando cada vez más en pesadilla. Como en toda huida del hambre, los débiles van muriendo. Los abuelos han de ser enterrados en la cuneta, los niños nacen muertos tras un parto en un cobertizo semiinundado. A pesar de todo siempre logran sobreponerse con ingenio y dignidad y, lo que produce cierta ternura, con el orgullo de quienes habían sido hasta entonces granjeros y cazadores libres. Incluso en los momentos de mayor desolación siguen guardando su rifle como su más preciada posesión.

Todo ello para darse cuenta de su suerte en cuanto llegan a su destino. Engrosar el subproletariado de jornaleros que se desplazan cíclicamente por todo el territorio siguiendo las cosechas, para que sólo obtengan trabajo unos pocos. Naturalmente, esta sobreabundancia de mano de obra hace que los salarios puedan mantenerse a niveles muy bajos. Esto provoca que las grandes compañías conserveras y otros latifundistas, que controlan todo el proceso de recogida y producción, pueden lograr el hundimiento de los pequeños agricultores que, a su vez, se verán convertidos en jornaleros tras perder sus tierras. Eso no es todo; los emigrantes sufren todo tipo de abusos, empezando por el desprecio de gran parte de la población, quienes despectivamente les llaman «oakies» -aludiendo a su estado de procedencia-, y que sólo ve en ellos a sucios e indeseables llegados para hundir los salarios. Siempre son sospechosos de ser agitadores políticos; repetidas veces son tachados de «rojos», en una época en la que el miedo a la revolución soviética todavía persistía. A pesar de este cuadro tan desolador, este libro constituye un un gran fresco de la Norteamérica agrícola de la Gran Depresión, con momentos verdaderamente poéticos al fundirse el paisaje con las vicisitudes de la familia Joad, cuyo protagonismo se va diluyendo en una solidaridad universal de los desposeídos, remarcablemente expresada a través del personaje Casy, predicador que deja los hábitos por el activismo sindical en una toma de conciencia paralela a la gran migración.

Tanto este libro, una verdadera epopeya popular, como su magnífica adaptación cinematográfica de 1940 –dirigida por John Ford y con Henry Fonda y John Carradine entre otros- han sido menospreciados por cierta crítica, que lo ha calificado de demagógico, sentimentaloide y lacrimógeno. Según la opinión del que esto escribe, nada más lejos de la realidad. Frecuentemente encontramos estos calificativos despectivos, más la acusación de irrealidad, aplicados a obras que retratan una toma de conciencia, o bien la solidaridad de los pobres. Los mismos adjetivos podemos encontrarlos aplicados a las películas de Frank Capra que, en un registro muy diferente, también reflejan la miseria y la grandeza de los años treinta del siglo XX. ¿Acaso son mucho más ajustados a nuestra realidad diálogos que oímos en multitud de películas, del tipo «¡Vende las acciones Joe, vamos a hundirles…!»? Y como toda la realidad, el final de este libro no puede ser más abierto. Sin embargo, a pesar de la actuación de las fuerzas reaccionarias, y de ciertos poderes fácticos, la situación de estos temporeros, y de muchos desposeídos, tuvo también sus apoyos, incluso dentro de la Administración Demócrata de Roosevelt. Recordemos que la Gran Depresión fue atajada, en parte, gracias a políticas decididas e intervencionistas en lo económico. Como dice un personaje de nuestro libro –cito libremente- «Cuando un campesino no necesita a sus bestias para arar no las deja morir de hambre, sino que las cuida para cuando vuelva a necesitarlas. ¿Por qué nos tratan peor que a caballos?»

Maximiliano Bernabé Guerrero. Toledo.
Redactor, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 8 Octubre 2004.