Hemos creido oportuno rescatar del olvido un artículo del corresponsal de guerra Julio Fuentes, enviado especial a Grozni en los años 1999 y 2000 en plena Segunda Guerra Chechen, en él nos muestra la crudeza de la guerra tanto de un lado como del otro.
Julio Fuentes, nacido en Madrid en 1954, fue uno de los corresponsales de guerra más prestigiosos y veteranos del mundo, testigo de los conflictos bélicos más relevantes de nuestro tiempo. El 19 de Noviembre de 2001 fue asesinado en una emboscada en Afganistán, cuando se dirigía desde Jalalabab a Kabul en una caravana de periodistas.
Transcripción – Guerra en Chechenia
Requiem por Grozni – por Julio Fuentes
Miguel Gil fue uno de los escasos periodistas que reunieron suficiente valor para documentar la matanza que se consumaba en Grozni, un infierno cerrado al mundo sólo comparable a las grandes tragedias de la II Guerra Mundial. Las únicas equivalencias posibles a lo que sucedía en la capital chechena había que buscarlas en batallas épicas como Stalingrado. Una mañana, mientras estudiaba el mapa de Chechenia en el solitario comedor del hotel de Mazran, en la vecina Ingusetia, Miguel me confesó que Grozni siempre había constituido, incluso mientras trabajaba en Sarajevo, el desafío mayor de su carrera. Y lo era. Sólo pensar que debíamos ir allí para documentar la masacre, el exterminio de los últimos chechenos sobrevivientes de la anterior guerra te aceleraba el corazón. Pero si una ciudad en el mundo necesitaba periodistas, esa era Grozni. Una limpieza étnica de gigantescas proporciones se consumaba a 80 kilómetros de aquel solitario hotel, rodeado de precarios campamentos donde más de 300.000 refugiados civiles, que escapaban del horror de la ofensiva rusa, sobrevivían sin asistencia humanitaria en condiciones infrahumanas. En el interior de aquellas tiendas las bajas temperaturas mataban a los niños de hipotermia.
La conquista a degüello de Chechenia fue potenciada por un hombre llegado al Kremlim para suceder al decrépito Boris Yeltsin. Vladimir Putin, el ex coronel del siniestro KGB, intentaba con su política de tierra quemada evitar la secesión de la indomable república insurgente y devolver a Rusia el honor perdido en la anterior guerra (1994-1996), que los chechenos ganaron contra todo pronóstico. Una victoria que convirtió Chechenia en un reino de taifas gobernado por sangrientos señores de la guerra que hicieron del secuestro y el asesinato la principal fuente de divisas. El presidente Masjádov, elegido democráticamente en 1997, fue incapaz de controlar los excesos de los taip (clanes) chechenos.
Pero la medicina administrada por Rusia excedió con creces la enfermedad. Decenas de miles de civiles pagaron la venganza de Moscú. «Esperar la muerte es peor que morir», me confesaba una mujer que había soportado 60 días el frío, el hambre y el horror en un sótano. Marika reunió suficiente valor para huir de la arrasada capital, exponiéndose a los bombardeos de la aviación y la artillería rusa. Pero el precio de evasiones como la suya fue caro. La locura. Para comprender lo que pasó en su mente, y en las de otros muchos habitantes de Grozni, Alján Kalá, Urus Martán, Gudermés y decenas de aldeas, es necesario imaginar centenares de cañones y cazas bombardeando 24 horas al día con un ritmo obsesivo, inspirado por el deseo de venganza de los políticos de Moscú.
Frente a los 100.000 soldados y agentes especiales enviados al matadero del Cáucaso resistían un mínimo de 5.000 hombres y un máximo de 10.000. Su armamento no podía compararse al de Moscú, que puso toda la carne en el asador checheno hasta el límite de su potencia nuclear. Pero en la sangre chechena fluye la guerra desde la infancia. Adoran las armas desde la más tierna niñez. Su memoria histórica se limita a la represión.
Los que decidieron combatir hasta el final carecían de aviación y su armamento consistía en una abundante gama de armas semipesadas con escasa artillería superior a los 120 milímetros. Pero eran los amos de la noche, de la emboscada, de la resistencia al asedio, de los salvajes ataques relámpago a la bayoneta, gritando ¡Alá Akhbar! (Alá es grande) que aterrorizaban a los bisoños soldados rusos. Frente a ellos, Moscú desplegó baterías SAU, misiles Scud, helicópteros de asalto y cazabombarderos Sujoi de última generación. Divisiones completas de carros de combate cercaron ciudades y pueblos reduciéndolos a escombros. Grozni resistió heroicamente durante cinco meses. La capital fue demolida. Sobre Grozni no cabalgaban, como dijeron algunos, los jinetes del Apocalipsis, porque esa imagen bíblica no habría asustado ni a uno de los niños atrapados en el subsuelo de esta ciudad.
Para comprender por qué Marika perdió la razón hay que soportar sin respiro, como hizo Miguel Gil y un puñado de periodistas hechos de parecido material, los gritos de las familias consumiéndose en llamas, las ejecuciones a pie de tumba, la odiosa violación de mujeres, la ebria soldadesca matando. Las circunstancias del trabajo periodístico en Grozni eran extremas. Se convivía en refugios iluminados con velas. Los heridos y enfermos tosían toda la noche en medio de llantos, plegarias y bombas. La única vía posible de comunicación con el exterior eran los teléfonos vía satélite de los escasos reporteros presentes, la reportera de Libération Anne Nivat, el valeroso ruso Andrei Babitski, de Radio Liberty, o el propio Miguel. La gente suplicaba llamar a sus parientes tendiéndote papelitos con números indescifrables. Recuerdo que Miguel se quejaba de que sólo podía captar fragmentos de la realidad. El rigor de los bombardeos y la intensidad de los combates aumentaban geométricamente el riesgo de muerte. Pasabas horas intentando sobrevivir en los refugios, o rezando tu último Padre Nuestro a borde de un vehículo de la guerrilla lanzado a toda velocidad en medio de las explosiones o el ataque de los aviones. Al llegar a tu destino te embargaba una especie de somnolencia, como si tu cerebro quisiera borrar por higiene aquel terror continuo.
Las sucesivas matanzas del mercado central de Sarajevo conmovieron la mundo y provocaron, demasiado tarde, la intervención de la OTAN. Pero la indescriptible masacre de civiles consumada el 21 de octubre de 1999 en el mercado de Grozni fue olvidada en pocos días. Aquel día, cinco misiles tierra-tierra provocaron 200 muertos y más de 300 heridos. Pude documentar el horror de aquella matanza en un atestado hospital de guerra. En una de las entreplantas de la escalera yacían dos niñas compartiendo camastro. Zuliján Asukánova perdió el brazo izquierdo cuando iba al mercado en busca de su madre. Un costurón atravesaba su vientre. «No pienso en nada, sólo me pregunto de qué soy culpable, por qué me han castigado si aún no he cumplido los 15 años», me dijo llorando.
El asedio de Grozni no estaba sujeto a ninguna ley de guerra. El desprecio del Kremlin por las vidas de los 40.000 civiles que permanecían en los sótanos produce estupor. No podías dejar de pensar en aquella mentalidad genocida aun soportando los bombardeos bajo el subsuelo de la ciudad. La piedad o el derecho humanitario, como se entienden en Occidente, eran ajenos a los objetivos de la madre Rusia. Occidente proclamó su derecho a la intervención humanitaria en Yugoslavia, pero Chechenia es tierra intocable. Esta república del Cáucaso aún forma parte de la segunda potencia nuclear del mundo. Y Rusia ha advertido que nadie debe entrometerse en sus ajustes de cuentas. Por eso los gritos de Grozni son los gritos del silencio.
Trabajar en las entrañas de Grozni resultaba a veces imposible. El simple cruce de una calle para saltar de refugio en refugio solía convertirse en un indeseable desafío a la muerte. El bombardeo ruso se abatía sobre la capital de forma monótona y demoledora. Las explosiones más próximas te producían el efecto de un puñetazo en el estómago. Te vaciaba los pulmones de aire. La cadencia entre los disparos de la artillería era casi imperceptible, un hecho que desmentía las declaraciones oficiales rusas, fundadas en la manipulación sistemática de la verdad. Mintieron desde el principio a la población rusa falseando los partes de bajas propias, lo que provocó un movimiento de madres de soldados que exigían conocer el destino de sus hijos. Las historias que relataban los militares rusos daban una idea del odio que muchos de ellos sienten por sus enemigos, a menudo sin distinguir entre combatientes y cibiles. «Como soldado no siento respecto hacia ellos. Hay que matarlos a todos, uno por uno, hasta el último terrorista. En mi batallón hemos visto las cabezas empaladas de nuestros camaradas clavadas en los postes de la luz, y a los wahabbies (fanaticos combatientes islámicos) cortar las piernas de los prisioneros con motosierras», afirmaba un suboficial llamado Dima.
Los mayores excesos contra la población civil fueron cometidos por las fuerzas especiales del Ministerio del Interior (OMON). Entre los soldados regulares había de todo, pero predominaba el adolescente asustado que aborrecía estar en aquel espantoso lugar. Carne de cañon rusa enviada al frente por el Kremlin despreciando los derechos humanos de su propio pueblo. El 25 de diciembre de 1999 comenzó el asalto de Grozni. La suprema cita de sangre y metralla había comenzado para un ejército que admitía su falta de preparación y una guerrilla decidida a morir por la independencia de Chechenia. Los oficiales rusos de las tropas desplegadas en el suburbio Pervomáiskaya guardaban silencio en aquel turbio amanecer. Minutos después era necesario gritar para hacerse entender en medio del bombardeo. Los chechenos fieles a Moscú —apenas medio millar— luchaban en vanguardia contra sus compatriotas en grupos de 18 hombres, apoyados por 30 comandos rusos y sostenidos con un infernal fuego artillero que cubría su lenta y sangrienta progresión. Tras ellos se abrían paso carros de combate. Una nube de humo camuflaba la progresión de la infantería rusa hacia sus objetivos de la capital, que tardaron cuatro meses en conquistar a sangre y fuego.
Los jóvenes soldados rusos guardaban en los bolsillos la última carta a casa. Los sobres eran de color blanco con bucólicos dibujos de ciervos y montañas. En su interior estaba escrito el último adiós. «Marcharemos a Grozni dentro de tres horas para combatir a los chechenos», me decía Mijaíl, un joven recluta que bebía vodka para soportar la impresión de la carta que había escrito a sus padres. «Papá y mamá, vuestro hijo menor siempre os amará. Rezad a los santos por todos nosotros», decía la última frase. Unas tres horas después, Mijaíl fue lanzado al ataque. Dos días después, cuando preguntamos por él, sus camaradas nos informaron de que había desaparecido en combate. Tenía 18 años y había nacido en Múrmansk, a miles de kilómetros de Chechenia.
Grozni cayó con honor en febrero del año 2000. Jamás se rindió.
Julio Fuentes.
Este artículo forma del libro publicado en memoria de Miguel Gil*, periodista asesinado el 24 de mayo de 2000 en una emboscada en Sierra Leona.
* “Los Ojos de la Guerra” de Manuel Leguineche y Gervasio Sánchez. Ed. Random House Mondadori.
[ Libro que recomendamos a los periodistas, o a cualquier persona que quiera conocer el punto de vista de 70 profesionales, acerca de este oficio y los conflictos armados de Bosnia Herzgovina, Kosovo, Sierra Leona, Chechenia, entre otros.]
El Inconformista Digital.-
Incorporación – Redacción. Barcelona, 10 Septiembre 2004.