Son tantos los despropósitos y desventuras generados por el abuso de la fuerza, tan continuados y perversos, que uno se ve urgido a plantear la pregunta multisecular y quizá eterna, ¿De qué sirve la cultura? ¿Qué cultura hemos urdido? Las fuerzas feroces campan orgullosas, siempre encuentran reservas argumentales a su favor, su dominio no se cuestiona.
Sobre esta abrumadora realidad escribe Umberto Eco un sabroso artículo en La Nación de Buenos Aires, citando a su vez un pasaje de La Guerra del Peloponeso de Tucídides. Con este doble asidero me detengo unos momentos en torno a las formas de justificar esas fuerzas, entramado que debiera pre-ocuparnos con mayor intensidad.
En su guerra contra los persas, los atenienses quieren destruir a los melios por colaborar con el enemigo. No valdrán arrepentimientos, razones o cambios de actitud. Lo vienen a resumir diciendo: «Vuestra amistad sería una prueba manifiesta de nuestra debilidad, mientras que vuestro odio se interpretaría como una prueba de nuestra fuerza».
Estos clásicos añejos ponen de relieve las pasiones y conductas humanas, mostrando su lectura la poca variación habida a través de tantos siglos. Varían los ropajes y tecnología, mientras el fondo no se modificó ni un ápice. La fuerza siempre se ejercerá si no somos capaces de atenuar el poder de sus manifestaciones.
Vistas así las cosas ¿Qué pinta la cultura? No se porque se conviene en aceptar un mejor control de la perversidad por medio de la cultura. La acumulación de aportaciones culturales, técnicas o del pensamiento, por sí mismas no tienen nada que ver con una crueldad importante o con bondades sublimes. Esta suele ser una confusión habitual, creyendo en el paralelismo cultura-bondad.
¿Razonar? Todo se puede enlazar con algún razonamiento. Cada uno y cada grupo escoge sus ideas para establecer una manera de sacar conclusiones, eso constituye su entendimiento de la situación. Como personas podemos pensar y razonar, hacer ciencia o filosofar. Podemos alcanzar los mayores logros técnicos, artísticos o alambicadas teorías reflexivas. Tenemos esa capacidad, muy abierta al infinito o como mínimo hacia nuestras limitaciones.
¡Ah! ¡Tremendo desliz! Las personas aisladas, y no digamos cuando se agrupan, actúan impulsados por otros factores intrincados. Podemos llamarlos pasionales, afán de dominio, egoísmos, maldad intrínseca o como queramos. Lo cierto y verdadero es el espectáculo deprimente de unas actuaciones humanas, no ya inmorales, sino con todos los aditamentos de perversidad y crueldad. Las acciones de los individuos se fraguan de forma independizada del grado de cultura alcanzado.
Para incrementar ese bochorno que pareciera insuperable, utilizamos la cultura como estandarte de una diversidad manipulada. No estimulamos las peculiaridades de cada núcleo, sea personal o plural. ¡Qué pocas veces oigo a un grupo cultural defender de verdad la pluralidad! Tienden a imponer sus pretendidas bondades. No les sirvió de nada su acceso a la cultura, siguen con sus provincianismos mentales. Incluso el grupo tiende a convertirse en monolito, ¿serán clonados? No sacamos provecho de la riqueza implícita en la diversidad.
Y entre tanto divertimento cultural, por no llamarlo de forma peor, no somos capaces de intensificar los esfuerzos para buscar un mínimo consenso para la convivencia humana. Uno de ellos, la declaración de Derechos Humanos, se va desmembrando de tal manera que se torna irreconocible, se va transformando en una declaración deslavazada porque le vamos arrancando los sentidos más señeros. Esos derechos requerirían un esmerado plan de cultivo, se trata de un árbol frágil y delicado, sus fundamentos necesitan actualizarse de forma permanente. ¿Planteamos el derecho a tener libertad de movimientos? ¿Libertad de expresión? ¿Defendemos la Vida o qué vidas?…
Tendremos necesidad de recuperar a unos cuantos viejos maestros, de aquellos enseñantes del mínimo común denominador, para intentar redescubrir aquellas cualidades que nos unan.
Conviene esclarecer sin ambages estas tesituras distintas, por un lado llegar a ser eruditos con enormes toneladas culturales que no voy a desdeñar; más no vayamos a desligarnos de las motivaciones por las que nos movemos. Debemos agrandar el eco capaz de llamar a las cosas por su nombre, no es tan complicado detectar aquellas realidades deplorables a erradicar.
No se pueden disfrazar las acciones nefastas bajo la capa de bienes culturales.
A su vez, la cultura no debiera extenderse a ramificaciones impositivas, bajo la coerción y el aplastamiento, que son otra cosa.
Rafael Pérez Ortolá. Vitoria.
Redactor, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 12 Julio 2004.