El presidente – por Teresa Galeote

El Presidente se despertó sobresaltado. Había tenido una pesadilla horrible y la angustia todavía se reflejaba en su rostro. Era medianoche y ya no pudo conciliar el sueño.

El día amaneció turbio al igual que su ánimo. Salió al jardín para cerciorarse de que todo estaba en orden. Mientras desayunaba recordó las inquietantes imágenes del sueño: hombres sobre los cristales del ventanal de su dormitorio reptaban hacia el tejado. Desayunó sin apetito y paso el día intranquilo; aquellas escenas, aunque difusas no podía quitárselas de la cabeza.

Pasó a su despacho y el servicio de comunicación le puso al corriente de los últimos incidentes del día anterior: “Señor presidente, los despedidos de las empresas en crisis ocuparon algunas calles de la capital y hubo que emplear la fuerza para disuadirlos. Los enfrentamientos se han saldado con treinta muertos y cien heridos; todos ellos manifestantes”. El Presidente hizo una llamada telefónica y dio instrucciones al máximo responsable del Ministerio de Seguridad Nacional para que no se repitieran aquellos desórdenes: “Hay que terminar con las protestas callejeras; no dan buena imagen”. Contaba con un servicio policial muy eficaz y el mejor servicio de inteligencia y estaba convencido de que la coordinación de ambas restablecería el orden.

Durante las noches siguientes durmió más tranquilo, aunque aquel sosiego sólo fue transitorio. No había pasado una semana cuando volvió a irrumpir aquella tenebrosa pesadilla. En esta ocasión, los hombres trepadores eran muchos más y también había mujeres y niños. Se despertó temblando. Llamó a seguridad y les dijo que había enemigos tratando de ocupar la residencia presidencial. Se rastrearon todos los rincones de la casa y los anexos del servicio doméstico, pero no encontraron nada que pudiera despertar sospechas.

Ese día había que tratar asuntos internacionales y fue requerida la presencia del Consejo de los Trece, máximo organismo económico y político sobre dichos asuntos. Las relaciones que mantenían con diversos países orientales hacían necesarias medidas urgentes para mantener los acuerdos sobre cooperación. El Presidente pidió información sobre los últimos acontecimientos de esos países. “Señor presidente, la situación aconseja acabar con los focos de violencia de Aquí y Allá; no sólo por nuestra seguridad sino por la de nuestros aliados”, dijo el Secretario de Estado. “No se anden con remilgos. Mano dura. No podemos consentir disturbios que pongan en peligro la paz lograda con tanto esfuerzo”, concluyó el presidente.

Aquella noche estaba dispuesto a dormir a pierna suelta y pidió un somnífero. Descansó de un tirón y sin nada que enturbiase sus sueños, aunque se despertó con un extraño sobrecogimiento: algo parecía flotar en el ambiente que hacia más espeso el aire. Llamó a su médico y le contó aquella sensación. Éste no le dio mayor importancia, aunque le suministró un tranquilizante para calmar su inquietud.

Durante los próximos días, el país gozó de tranquilidad absoluta. Las revueltas estudiantiles habían sido abatidas, las protestas de los parados se habían combatido con una ley de vagos y maleantes, y las calles se iban vaciando a la vez que las cárceles se llenaban de desempleados y de todo aquel que diese muestras de inconformismo. Tuvieron que dotar al país de mayor número de prisiones. “Mantener la tranquilidad en las calles es lo más importante”, había asesorado el Consejo de los Trece.

Las relaciones para mantener el comercio de Aquí y de Allá, se hicieron difíciles porque las poblaciones de esos países se iban tornando levantiscas. Dichos gobiernos pidieron ayuda al Presidente para mantener el orden y éste mandó fuerzas de ayuda y ocupación. Aquella medida dio buen resultado, aunque se saldó con treinta mil muertos, cincuenta mil heridos y otros tantos desaparecidos. La noticia llegó a los pocos días y el Consejo se reunió de nuevo. “No podemos retroceder”, dijeron de forma unánime. Esa noche durmió desasosegado, aunque no tuvo pesadillas. Al día siguiente le dieron un nuevo parte en donde se leía que se habían dado nuevos disturbios en Allá y que éstos habían arrojado un saldo de cinco mil muertos.

Esa noche volvió a soñar con hombres trepadores, pero en esa ocasión fue mucho más horripilante; toda la residencia presidencial, incluido el jardín, estaba ocupada por humanos vestidos de negro. Tan juntos estaban que parecían un solo cuerpo reptando por suelos y paredes hacia el tejado de la residencia. Se despertó gritando y empapado de un sudor viscoso y frío. Llamó a seguridad y éstos registraron, minuciosamente, la mansión, pero después de varias horas de intensa búsqueda no encontraron nada sospechoso. Cuando el médico dictaminó que el Presidente sufría ansiedad, se ordenó hacer una encuesta para comprobar el grado de popularidad del Presidente de Tolón. Las encuestas anunciaron que la mitad de la población estaba descontenta con la política del gobierno. El Presidente mandó investigar a delincuentes habituales, estudiantes habladores y demás personas sospechosas. Los Servicios de Inteligencia le dieron el parte:” Señor presidente, la mitad de la población es díscola”. “Ampliemos las cárceles si es necesario; no quiero disidentes”.

Cuando se enteró de que las cárceles se habían convertido en un polvorín, que los motines eran cada vez más frecuentes y que los guardianes eran incapaces de mantener el orden, volvió a soñar con hombres trepadores. Multitud de personas subían, lentamente, lamiendo el aíre. Llamó al servicio, mas nadie acudió. Intentó dar las luces, pero no se encendieron. Fuera, una muchedumbre humana se agolpaba; sus caras eran horribles: estaban cubiertas de sangre y desgarradas. Un olor insoportable penetraba por las rendijas de las puertas y las ventanas impidiéndole respirar. Entonces se dio cuenta. ¡Eran muertos! Estaban por todas partes. A pesar de la oscuridad, pudo percibir que del jardín parecían brotar cuerpos y cuerpos. Cadáveres que intentaban tragarse la mansión. Le faltaba el aíre y el horror le impedía abrir la ventana. A duras penas, intentó dar unos pasos hacia la puerta, pero antes de llegar a ella, el pomo comenzó a moverse. El pórtico se fue abriendo lentamente mientras un grito desgarrado salió de su garganta. Después, un silencio sepulcral se adueñó de la residencia presidencial.

Eran las ocho de la mañana cuando encontraron al presidente. Estaba tendido en el suelo, junto a la cama y con los ojos espantados.

Los Servicios de Seguridad pidieron refuerzos para acordonar la zona y registrar la mansión. No encontraron nada sospechoso, aunque un putrefacto hedor inundaba la residencia. Una noticia escueta de los servicios informativos dio la noticia: “El Presidente ha muerto esta mañana, en extrañas circunstancias, en su residencia. Se está investigando sobre las posibles implicaciones de un comando extremista que pudo haberse introducido en la mansión durante la noche.

* Cuento corto que forma parte del libro “El grito” de Teresa Galeote.

Teresa Galeote. Alcalá de Henares, Madrid.
Colaboradora, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 26 Abril 2004.