En Palestina el paisaje se rompe y se cubre de sangriento llanto. Un muro de ocho metros, el doble del muro de Berlín, se interpone entre sus tierras para anunciarnos que el poder de la sinrazón y de la injusticia se alza sobre el derecho de los pueblos; el monstruoso leviatan se eleva sobre una tierra sembrada de rojo y negro. El Tribunal de la Haya estudia el caso mientras millones de ojos se estrellan contra la muralla del campo de concentración que el gobierno de Ariel Sharon está construyendo. Argumenta que lo hace para defender a los indefensos colonos judíos que ocuparon la tierra de otros (la zona más fértil de Gaza está ocupada por 5000 judíos con una protección de 4000 soldados). El muro se alterna con alambres de espinos, alambradas electrificadas y zanjas; se adentra en Cisjordania, incluido Jerusalén Este, territorio reconocido como palestino por la ONU.
Ariel Sharon ya ha anunciado que no comparecerá ante el Tribunal Internacional de la Haya alegando que se realiza como legítima defensa ante los ataques del pueblo ocupado. Expoliado de sus tierras, perseguido, masacrado y difamado, qué podrá decir el pueblo palestino de su situación. El muro sigue avanzando, divide familias, separa a los niños y niñas de sus escuelas y a sus habitantes les distancia de sus trabajos, de los centros de asistencia sanitaria: prisión, gueto, campo de concentración; que cada cual ponga el nombre que prefiera, cualquiera de ellos se queda corto para describir el lento genocidio del pueblo palestino. El gobierno de Sharon pone todos sus efectivos para culminar la masacre con la activa complicidad de EE.UU.
Abu Dis, ciudad pensada para capital del Estado palestino, se ha convertido en un suburbio; allí reside el primer ministro palestino Abu Ala y contempla impotente el genocidio de su pueblo. A pocos kilómetros de Jerusalén, la ciudad queda mutilada por el muro. Los pequeños negocios de los palestinos anuncian su muerte y muchos palestinos, según queden de un lado u otro, pueden convertirse en ilegales en su propia tierra. Con la diabólica técnica del antiguo régimen racista de Sudáfrica a la población palestina se la aísla y disgrega.
Las hermosas palabras que Ben Gurión pronuncio el día de la independencia: «El Estado de Israel asegurará la igualdad política y social a todos los habitantes sin distinción de religión, raza o sexo«, se han ahogado en un mar de sangre y de injusticia. Tampoco importa que la línea divisoria que se impone no respete las fronteras que se establecieron al terminar la guerra de 1967, que se apropie de casi el 20% de los territorios de Cisjordania; al gobierno de Sharon todo le está permitido. Un informe realizado por naciones Unidas sobre la situación habla de limpieza étnica; dice que muchos palestinos se verán obligados a dejar sus casas y sus tierras. A pesar de eso, el muro sigue avanzando.
Es cierto que en Israel hay oposición al gobierno, que hay pacifistas defensores de los Derechos Humanos; éstos últimos han llevado el caso al más alto Tribunal de su país, pero no son suficientes para parar la masacre. Se necesita una fuerte oposición internacional para poner fin a una sinrazón que dura ya demasiado tiempo y que pone en cuestión la practica de los Derechos Humanos en países que se denominan avanzados.
El muro se construye en tierras palestinas y eso viola el Derecho Internacional, aunque el gobierno de Sharon, al igual que Bush y otros tantos mandatarios están muy acostumbrados a violentar leyes. Son sátrapas modernos que no reconocen otra ley que no sea la del más fuerte.
Decía Quevedo «Donde hay poca justicia es un peligro tener razón». Dicha reflexión la hizo en el siglo XVI, aunque a tenor de la confusión reinante parece hecha para nuestro recién estrenado siglo XXI.
Teresa Galeote.
Alcalá de Henares, Madrid.
Colaboración. El Inconformista Digital.-
Incorporación – Redacción. Barcelona, 6 Marzo 2004.