Tiempo extraño, tiempo raro, dice una canción. Tiempo de intoxicaciones no sólo etílicas. Solo sigue siendo habitual que los que mueran sean obreros; lo demás es extraño. Los matan, ya por centenas, supuestos revolucionarios y los reverencian, en sus féretros, reinas, marquesas e hijos predilectos de una cruel dictadura.
Tiempos en que aquellos que dominan los espacios y el tiempo, los que controlan las niñas de nuestros ojos y detrás de ellas, las neuronas de nuestros cerebros, se recrean, una y otra vez sobre los efectos, posiblemente para no ahondar en las causas. Este es el verdadero truco del almendruco, el efecto Tamarit: ceba a la gente con los efectos y nunca verán las causas.
Veremos miles y miles de veces, como hicieron con nosotros los diseñadores del 11-S, las mismas imágenes, una y otra vez, repitiéndose de la misma forma en que el péndulo del psiquiatra se balancea, para crear el estado hipnótico apetecible y poder manipular mejor al sujeto. Será por nuestro bien, sin duda alguna. Y no se podrá alegar que lo que vieron nuestros ojos no ha existido, aunque los péndulos no nos dejen ver el bosque y nos dejen en un estado de profundo letargo.
En el 11-S, el péndulo hipnótico por excelencia fueron los aviones entrando una y otra vez, miles de veces, en las torres. Aún siguen entrando una y otra vez, cuando quieren volver a someternos a cualquier terapia para retrotraernos a la infancia. Ahora, en España, ya tenemos nuestro propio péndulo: serán los pobres desgraciados, vagando erráticos y conmocionados, con la ropa hecha jirones, los nuevos péndulos ante nuestros atónitos ojos. Veremos mil veces al joven con el ojo tumefacto. Nos pasarán, en cinta sinfín, las tristes y lamentables imágenes de obreros descarnados, desconcertados, desorientados.
Y tendremos que asistir, también mil veces, a la ceremonia de políticos bien protegidos, que van a consolar obreros, cuando nunca se habían preocupado seriamente de ellos. Hablarán de cómo van a acabar con todo esto y será como si lo hicieran por primera vez y no nos hubiesen fallado nunca. Más policías, muchos más. Vallas más altas, separaciones más evidentes. Más protección para los que más tienen y como no habrá para proteger a los desprotegidos, pues a estos sencillamente el cacheo institucionalizado o la vuelta a los hábiles interrogatorios del comisario Conesa, todo por nuestro propio bien, claro. Y luego dirán que la frase “cuanto peor, mejor” es odiosa, ellos que son los que van a obtener el beneficio.
Pedirán unidad y uno tendrá que sospechar que sean siempre las elites las que la soliciten y las víctimas humildes las que la tengan que aportar, para que los de siempre la gestionen en su propio beneficio. Otros dirán que lamentan, pero no condenan, o que condenan porque son obreros, o que la culpa la tenían los moros, al fin y al cabo sólo los beréberes tienen RH negativo, porque el que dice ser su presidente de gobierno nos metió en una guerra sin ni siquiera consultarnos. En una guerra en la que muchas más carnes fueron ultrajadas, pero que no se vieron o no se sintieron, porque no eran de los nuestras.
Los medios de difusión (porque comunicar es aceptar que la información es de ida y vuelta y esto es cada vez más una máquina en la que sólo uno puede aspirar a emitir y millones tienen que contentarse con recibir), nos inundarán con miles de efectos muy impresionantes y declaraciones tan angustiadas como inútiles, de víctimas y testigos de la masacre.
Ganarán en audiencia, que es de lo que se trata y dentro de un año, se pondrán medallas, por lo bien que cubrieron el evento. Y las telefónicas habrán obtenido, sólo hoy, unos ingresos equivalentes a los de 15 días de tráfico telefónico, a los que no renunciará, sólo como consecuencia de la necesidad de la gente de calmar miedos y apaciguar angustias.
Con ello, no conseguirán que aprendamos sobre los motivos que puede haber detrás de este horror, pero si van a llenar bien los depósitos del odio y de la irracionalidad de los cada vez más asustados ciudadanos. Ya han convocado a llenar las calles con el original encabezado del no a violencia y no al terror. De nuevo, no a los efectos. Las causas, bien gracias, pero deje usted de especular con ellas, que para eso, ya estamos nosotros.
A cada golpe de la estrategia de la tensión (yo empezaría por hermanar a la estación de Bolonia, también zona de humildes, con la de Atocha), será más fácil para los que tienen el control abolir los pocos derechos que los humildes poseían. Más fácil militarizar las conciencias, simplificar los esquemas, adocenar los espíritus, hacerlos vestir el caqui y que marchen todos a la orden de ¡ar! El triunfo del maniqueísmo. O conmigo o contra mi.
No cabe duda de que han muerto obreros, muchos obreros, y muchos otros quedarán mutilados y dañados. Pero como dijo uno de los que siempre flotan, como la mierda, que unos sacudan el árbol, que luego otros recogerán las nueces. El domingo es día de recolección. Y es seguro que esta sacudida no es ajena a ello. Algunos desalmados, para ahorrarse trabajo, son como esas máquinas modernas de zarandear árboles, capaces de arrancarlos de su raíz, si con ello ahorran el esfuerzo de la sana y recomendable recolecta a mano.
Así que perspectiva. Esperar, dejar pasar, desconectarse del péndulo y no dejarse llevar por los cantos de sirena de las declaraciones institucionales, que prometen arreglos y victorias, ni de las llamadas anónimas de reivindicación del crimen en nombre de vagas liberaciones o revoluciones. Si es posible, desconectar. Dejar pasar el tiempo y buscar la profundidad de campo. Ver quien termina recogiendo las nueces. Ver qué pasa en el próximo futuro con los derechos de los hoy maltratados y no sólo de 200, sino de 200 millones. Sólo así podremos aspirar a saber qué mano es la que realmente mece la cuna o la que abate a los humildes en nombre de los humildes. Y sobre todo, no dejarse intimidar. Seguir saliendo a la calle, seguir exigiendo lo mismo que era exigible. Si alguien antepone la unidad (es decir, el silencio, la uniformidad y la obediencia ciega) a las demandas justas, por el estado de necesidad, comiencen a sospechar.
Pedro Prieto. Uno que pasó diez años de su infancia en el Pozo del Tío Raimundo, cuando aquel lugar sí que era de pobres, de los que tenían que levantar y techar una chabola durante una sola noche, para evitar que los guardias (grises, en aquel entonces) se la pudiesen tirar por la mañana. Hoy es simplemente de trabajadores modestos. Mayor nivel de vida, si, pero también con mayor nivel de alineación, me temo.
Pedro Prieto. Madrid.
Equipo de Redactores, El Inconformista Digital.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 12/13 Marzo 2004