Presentamos un ensayo sobre poesía que nos ha venido voluntariamente de la mano de Miguel Veyrat, veterano periodista y escritor. En el Miguel nos hace un muy interesante recorrido en el arte de la forja del poeta, de su percepción de la realidad y comunicación de la misma hasta la transmutación del osado.
La voz de los poetas – por Miguel Veyrat
(Material de razones, dudas y conjeturas, para una imposible justificación de las metáforas )
En un descanso de la ardiente primavera de 1968, pude acercarme a Praga con la excusa de entrevistar a Alexander Dubcek, y así revisar la misteriosa herencia de mi abuela Eugenia. Ella había dispuesto para mí en sus últimas voluntades, un legado compuesto por varios legajos y grimorios, fruto de las reflexiones de mi tatarabuelo Johannes Veyratius, coautor de los “Tres Viajes al Fondo del Ojo” (Venosc, 1383) junto a su primo hermano el Marqués de Montferrat, cofrade suyo de Taller y Atanor, y ascendientes ambos del mítico ocultista Conde de Saint Germain.
Tras una primera —y ansiosa— lectura del “III Viaje”, hallé que mi sabio antepasado definía los versos de los poetas como metáforas de los silencios de Dios. Y como yo había pensado ya por mi cuenta que la música, uno de los elementos básicos de la composición poética, era ante todo una intensa metáfora del silencio, incorporé a mis trabajos ese concepto como un precioso regalo, llegado hasta mí a través de los siglos, por esa azarosa vía.
Treinta años más tarde, en la pasada primavera, también encontré que el gran poeta mexicano don José Gorostiza, en las notas con que abrió su libro Poesía, que contiene el impresionante poema “Muerte sin fin”, citaba la siguiente reflexión de Lao Tsé, que podría ampliar la base de los materiales precisos para abordar mi modesta indagación en torno a los orígenes de la palabra poética: “Sin traspasar uno sus puertas, se puede conocer el mundo todo; sin mirar afuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Mientras más se viaja, puede saberse menos. Pues sucede, que sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás”.
“He aquí descrita, anota más tarde Gorostiza, en unas cuantas prudentes palabras, la fuerza del espíritu humano que, inmóvil, crucificado a su profundo aislamiento, puede amasar tesoros de sabiduría y trazarse caminos de salvación. Uno de esos caminos —cuando se utiliza la palabra para avanzar, añadiríamos nosotros— es la poesía”. Pero muy al oeste del pensador chino, también Leonardo intuye al redactar su Tratado de la Pintura, que el arte è una cosa mentale que al ejecutarse vibra, y vibrando crea —compone o dibuja— la realidad misma. Abre quizás una vía paralela al Martin Heidegger de 1938, que expondrá en su famosa conferencia sobre “Hölderlin y la Esencia de la poesía” que ésta, la poesía, por último ejecuta cuando canta, “la construcción del Ser por la palabra”.
De inmediato surgirá, al conjuro de tal salto de gigante acerca de la palabra poética, la ya mítica discusión entre Derrida, Ricoeur y el propio Heidegger en torno a la palabra filosófica, que les llevará a establecer—sin negarla, como parecía ser el propósito inicial— aunque con matices, la identidad entre ambas, recuperando a la poesía como elemento de búsqueda y conocimiento, desde el exilio al que la condenara Platón al establecer las bases del arte de razonar. Porque parece cierto que Filosofía y Poesía dispongan de una herramienta común, la palabra, y una ambición compartida: conocer, explorar los límites —como diría de nuevo Heidegger— de la “Casa del Ser”. Por ello Gilles Deleuze, al afirmar que “toda escritura es una carta de amor”, aporta al debate su convicción de que la filosofía camina en paralelo a la poesía, como un pensamiento en proceso inextricablemente unido a la emoción vital.
Como por otra parte, algunos poetas han proclamado que la poesía es algo “que les sucede”, dando a entender que les “llega” el estro directamente de la mens divina por procedimientos taumatúrgicos, personalmente prefiero afirmar desde ahora mi creencia en que la creación poética parte de una voluntad definida de crear indagando —de volar, en suma—, de avanzar y retroceder, siempre desde la angustia del profundo aislamiento del espíritu del que nos hablaba antes Gorostiza, y que en su pasión por iluminar comunicándose, enarbola como única luminaria posible la antorcha de la palabra, encendida previamente por la emoción amorosa.
Pero no la arrojaría como se lanza un dardo o una flecha, el poeta su antorcha encendida —aunque a veces pueda suceder así, con sorprendentes resultados—, sino que, alimentándola con el aceite de la ambición profética y tanteando con ella todas las posibilidades del conocer, al tiempo que iluminase los matices más ocultos de los ámbitos de la realidad posible la haría arder por fin, hasta que ascendiendo se hiciese canto. No razonaría el poeta por lo tanto, ya que éste “no busca, sino que encuentra”, como quiere María Zambrano en su ensayo sobre “Filosofía y Poesía”, publicado en México en 1939, en su temprano exilio. No establece el poeta, sino que funda. No edifica, poliniza. Ni siquiera debería dejar “pruebas” de su paso, sino tan sólo un aroma, unos trazos, huellas que puedan borrar el agua y el viento, pero ser recordadas y cantadas por la tribu, como deseaba el poeta y comunista René Char, pero también Bruce Chatwin el nómada, lo más alejado que pueda darse de un materialista dialéctico.
Pero veamos: admitiendo todo esto, ¿podríamos idear cualquier historieta, acumular luego metáfora o sinónimo, uno tras otro, y vigilando atentamente su desarrollo, midiendo ritmos y consonando rimas, mezclar conceptos sólidos y nuevos para tratar después que se nos presente el todo como una realidad diferenciada y distinta de la original, de aquella que contribuyó a delimitarla con el aporte de materiales de diversa procedencia, fuesen emocionales u objetivos? Probablemente, lo único que conseguiría trabar un artesano con estos procedimientos, sería algo que “sonara” a poema, un remedo de poesía, por muy sabio filósofo y excelente filólogo, o músico, o todo a la vez, que fuera su autor. Mucha de la moneda, incluso de curso legal, que circula actualmente por nuestros libros, mentideros y olimpos, procede sin embargo de estos recursos.
Para intentar poesía, por el contrario, hubiéramos debido exponernos a nosotros mismos —al tiempo que mezclábamos todos los ingredientes ya citados en el matraz—, a la iluminación súbita de un choque, a la explosión de una emoción extrema provocada por la heideggeriana divergencia que aúna pensamiento y poesía, para que —deseando intensamente tal viaje— su onda expansiva nos llevara al grito, al gemido o al balbuceo, quizás a la inanición o a la muerte. Acaso cualquier hombre, colocado en tal trance, confrontado a sí mismo por sí mismo, y que además estuviese dotado para la escritura, lograra entonces concitar un verdadero poema, por muy sucinto o fugaz que fuera.
Pero habría que insistir: ¿Depende sólo de la voluntad y el conocimiento de las técnicas literarias, del buen gusto y las emociones intensas, el “hacer poesía”?, ¿Y más aún si lo acompaña el rigor, la precisión que lleva al filósofo —ya que su arquetipo nos persigue—, a construir el pensamiento?. ¿Y si el rigor es el mismo, y la precisión idéntica (“Era un poeta y odiaba lo impreciso”, nos dirá Rilke), filósofos y poetas no deberían sentirse acaso unidos por el propósito común de búsqueda en la socrática belleza, de lo bueno, de la verdad, etc, etc…?
Son todas éstas, sanas y razonables preguntas que toda persona honesta e interesada en el tema puede hacerse. Y sin embargo, es preciso dejar bien claro una vez más, que poetas y filósofos, en su práctica, estarán separados para siempre por los abismos del método. A la servidumbre de la Filosofía a la razón, en su concepción más clásica, la Poesía dispondrá para liberarse tan sólo del fulgor, del rayo, del “repudiable” azufre: Admitiendo que sus fines pudieran resultar en cierto modo semejantes, la poesía, siempre en fuga, descoyuntaría irremediablemente, para reconstruirlos de otro modo, significantes y significados, convicciones y dudas, percepciones y emociones, mediante procedimientos “de choque”. Entre ellos, uno terrible: La lucha de contrarios, practicada de modo implacable sobre conceptos y sonidos.
Es en esa confrontación donde se logra habitualmente la unidad del poema, único y bello “en sí” mismo y “para sí”, al mismo tiempo, por ser hijo de la energía desprendida en la más épica y humana de las luchas. Las metáforas nacerían — si seguimos recordando a Heidegger— como imágenes móviles en las cuales el pensamiento trataría de reconocerse en el lenguaje, para quedar de alguna manera “fijo” en él, lo que nos llevaría al concepto de la permanencia —o “estar”— de la palabra poética, contenido en Hölderlin, y que es desde los albores de la humanidad, uno de los modos que tenemos de tratar de “habitar” nuestro pensamiento, o sea nuestra experiencia viviente, tomada como tema. Metafísica y Poesía no son, en definitiva nada ajenas, y acaso solamente a través de la primera pudiera llegar a “explicarse” la segunda, si ello fuera posible.
Pero sigamos observando quién es y cómo es, aquél que motiva todas éstas razones y de quien Baudelaire afirmó que debería ser maldito por su madre en el momento de nacer. El poeta lo “es”, de modo irremediable y no casual, y ejerce, “empuña”, diríamos mejor y para empezar, la voluntad de escribir, de hacer poesía, de indagar, conocer, sentir y comunicar después urbi et orbi, sus resultados. Mas aquello que crea la inesperada belleza de tales resultados al tiempo que les da vida, es precisamente el fulgor de las chispas desprendidas del encuentro brutal, descarnado de la palabra con los materiales del caos.
No será por tanto, una vez más, la poesía un suave devenir de razones bien urdidas, un acta notarial de emociones intensamente sentidas, sino un desconchar las más duras piedras del entendimiento, de la memoria y de la experiencia propia o colectiva. El trabajo del poeta, y su deber, consisten pues en activar voluntariamente ese volcán a su alcance, como condición y tributo previo para asumir plenamente su identidad, aceptando al modo estoico sus consecuencias, no siempre placenteras, y muy a menudo autodestructivas.
Es precisa por tanto —repito, a riesgo de ser pesado— la voluntad manifiesta de querer escribir poesía para lograrla, aunque no baste con ella: “Si l’inspiration arrive, elle me trouvera toujours au travail”, afirmaba el propio Charles Baudelaire, que sabía a través de su dolorosa experiencia que la inspiración sólo puede ser el fruto del trabajo cotidiano. La inspiración, el arrebato, el fulgor del rayo, nacen —se “activan”— del lento aporte de materiales que el poeta realiza en permanente vigilia, a través de su experiencia vital, minucioso vuelo cerca de los espejos que se le acercan angustiados y amenazadores: el de la muerte, como primer obstáculo a su ansia de inmensidad, o más adelante el de la irrealidad del amor, fuente creadora en la que pretende creer desesperadamente. Otra cosa será que el misterioso impulso de la escritura aparezca mediante el más puro azar, irrumpiendo en el trabajo cotidiano del artista, como sabiamente afirmaba el poeta de “La Musa Enferma”.
“La obra nacerá de la necesidad imperiosa de comunicar esa experiencia, de edificar el canto con las palabras, descomponiéndolas, abriéndolas a todos los matices de la significación”. Estoy citando de nuevo al mexicano Gorostiza, poeta de corazón grande, humilde y creyente, y que siente quizás por ello que “bajo el conjuro poético, la palabra se transparenta y deja entrever, más allá de sus paredes así adelgazadas, ya no lo que dice sino lo que calla. Notamos que tiene puertas y ventanas hacia los cuatro horizontes del entendimiento y que, entre palabra y palabra, hay corredores secretos y puentes levadizos. Transitamos entonces, dentro de nosotros mismos, hacia inmundos calabozos y elevadas aéreas galerías que no conocíamos en nuestro propio castillo. La poesía ha sacado a la luz la inmensidad de los mundos que encierra nuestro mundo”. Rilke sin embargo, nos lo va a gritar de otra manera en su “Réquiem para un poeta”, introduciendo un importante matiz:
Oh vieja maldición de los poetas
que se quejan cuando deben decir;
que siempre opinan sobre sus sentires
en lugar de formarlos, y suponen
que lo que en ellos es triste y gozoso
sabrían y podrían llorarlo o festejarlo
en poemas. Como enfermos,
convierten en lamento su lenguaje,
para decir dónde les duele, en vez
de transformarse, duros, en palabras,
como el cantero de una catedral
se transforma en la calma de la piedra…
Donde Gorostiza nos habló de procedimientos poéticos lícitos, el poeta de los ángeles terribles denuncia claramente aquéllos que hay que rechazar para ser poeta, mostrando que lo que cura al enfermo de su peligroso mal, es transformarse él mismo, como poderoso remedio homeopático, en su propia medicina: “como el cantero de una catedral se transforma en la calma de una piedra”, dicho con el más hermoso de los versos.
“La función poética ha cambiado pues de designio”, comentaría reflexionando sobre este mismo poema el llorado profesor José María Valverde, despues de traducirlo: “No es ya la revelación del yo íntimo, a la manera de ciertos románticos; ni ‘emoción rememorada en la calma’ al modo de Wordsworth”. Tampoco será la expresión de una verdad sabida o creída, como pretenden acreditar los autores del ya desenmascarado literalismo anecdotista. “Aquí proclamamos —declaraba Valverde—, una inversión en la jerarquía de servicio: en vez de que el poema sirva al poeta, el poeta se debe reducir a servidor del poema”. No se “deshumaniza” por ello, al prescindir del sentir individual y biográfico, sino que deja que sus sentimientos y su espíritu mismo resulten moldeados por el ejercicio poético, entendido como observación y esfuerzo expresivo.
El poeta sólo se arroga realidad en cuanto autor del poema, que es la realidad sustancial y nueva. ¿Pues qué le importaría al lector el yo peculiar de otro? Sólo en cuanto poeta, en cuanto creador del poema, puede el espíritu individual utilizarse a sí mismo como material en los versos, y presentarse a la atención del prójimo como si su alma se despegara de su propio destino personal, para hacerse ámbito de visión, atmósfera donde tiene lugar la creación. Como la luz platónica, la poesía es para Rilke, un tertium quid, ni sujeto ni objeto; es una región peculiar, una realidad que queda entre las otras dos, para ayudarlas a “ser” en mutua presencia.
Acaso Rilke haya sido el descubridor de la posible objetividad poética, lejos del hermetismo que se le ha atribuido, sobre todo gracias a la dificultad de abordaje de su poesía. Y tal vez eso le hará más extraño para muchos: es muy raro penetrar en un mundo de profunda iluminación sin terminar de una vez pidiendo la “solución”, lo que “quiere decir” el poeta. Y debemos denunciar aquí, de nuevo, un equívoco muy actual: no se puede leer poesía como quien lee un tratado filosófico, como quien lee un editorial de periódico o una buena anécdota, queriendo conocer datos y noticias, y pretender además extraer conclusiones. La poesía ni puede ni debe trazar caminos políticos, ideológicos, morales, sociales ni confesionales.
Al contrario, ha apuntado recientemente el poeta canario Sánchez Robayna, que “la escritura es cada vez más un hecho(el subrayado es mío) religioso”, añadiendo que “la materialidad de nuestra época condena la condición más profunda del ser humano y por eso es tan importante volver a lo sagrado. ¿Qué otra cosa le queda al poeta?”. Hablábamos precisamente de la “iluminación” como el primero de los ámbitos, atanor o útero donde se funden lentamente los materiales alquímicos del entendimiento y las emociones humanas, para destilar el Ser —y que Martin Heidegger nos asista al entrar de nuevo en su sagrada “Casa”, quizás con botas embarradas—. Pero hablando de iluminación, conviene no dejarnos engañar con el significado coloquial de la palabra, y menos aún con el científico, ya que si la luz natural —el lumen naturale de Descartes— acompaña el conocimiento sensato e ilumina su camino, la interrogación del individuo sobre sí mismo, ya desde un principio, y precisamente porque se trata de una interrogación que no cuenta con una respuesta prefijada o prefijable, debe apartarse de tal guía y penetrar en un ámbito como el que Jacques Derrida califica de “exceso inaudito”.
El poeta, como el filósofo, en busca de un hilo que lo oriente, puede regresar o extraviarse. Regresar a la zona primitivamente iluminada y fingir “no haber visto”. No haber visto, ¿qué? Algo que enceguece, pero que al mismo tiempo parece ser lo enigmático del “ver”. Extraviarse puede ser, en cambio, para él, ceder a la seducción de la sombra, más allá de la luz; dejarse sorber por el mundo negativo de la noche, de la oscuridad abismal, del vacío. Ese extraviarse, podría ser para al poeta, al tiempo que para el filósofo, duplicar la luz en su contrario, mantener la diferenciación entre la luz y la sombra, volviendo a ambas y de ese modo, espectaculares.
Sin poder conocer por razones biográficas la metáfora derridiana de la “luz negra”, el doctor Freud en su poderoso vuelo teórico previo a la exploración de la noche, que inició con su “Interpretación de los sueños”, tomó como lema de esta obra un verso de la Eneida de Virgilio que siempre me ha fascinado, por lo que contiene de rebeldía iniciática del poeta: Flectere si nequeo superos, Aqueronta movebo. “Si no recibo la luz de las instancias celestiales, recurriré a las tinieblas”. Si yo introduzco ahora a Freud, a Virgilio —tu duca, tu signore e tu maestr— y también mi atrevida, pero no infiel traducción de su texto, solamente es para explicitar la necesidad vital y poética de sembrar continuamente la sospecha, que arranca de la base misma de toda creencia, acerca del “conocer” como expresión de una luz aparente y reconocible por obvia.
“El corazón de la luz es negro” dice Jacques Derrida —en frase que el fundador de Dada hubiese celebrado como una genial provocación, aunque refrendada en la actualidad por nuestros astrofísicos como verdad científica—, refiriéndose al invencible vínculo entre metafísica y metáfora, tomado en su momento inaugural: la metáfora platónica del Sol. Aquí ya la luz se ha desdoblado: el Sol metafórico del conocimiento es tanto el Sol sensible como el sol ultrasensible, invisible.
Al captar estas razones, expresadas por Derrida en su Cogito et histoire de la folie y en su ensayo sobre el pensamiento de Emmanuel Lévinas, publicados en la “Revue de Méthaphysique et Morale” (Nº 3-4, 1964), y unirlas al fruto de la emoción atisbada hasta entonces en incursiones por la atmósfera de los místicos —Teresa de Jesús, Abén el Arabí, fray Juan de la Cruz o Jalaluddin Rumi— o de los alquimistas y sus textos—nigrum nigrius nigro—, hallados en los grimorios de mis abuelos, pensé que acaso ahora podría caminar más “autorizadamente” por los límites de la incertidumbre. Otros poetas comparten a menudo el mismo vértigo ante la duplicidad única de la luz, como demostrarían, por ejemplo, los versos del hondo y sensual poeta mexicano, mi fraternal amigo Jorge Valdés, hallados como espléndida sorpresa en su libro “Cuerpo Cierto”:
Un sol negro me da su sombra clara
y todo se derrumba, el mundo empieza;
la semilla es rumor dentro del fruto
que acarician los labios, la mañana
es noche; el filo del ocaso, aurora;
la voz ya no es la voz, sino espejismo…
Sacrificando de nuevo al prestigio y rigor que se supone a los filósofos, y por si alguien precisa de una “explicación” que jamás darán los versos acerca de lo que creemos los poetas en esta materia, me referiré a la interpretación que el pensador Pier Aldo Rovatti en su “Metáfora y saber”, enhebra al filo de la metáfora de la “luz negra”. Sobre todo, porque en ella toparemos de nuevo la paradoja de la poética rilkeana entre realidad “objetiva” y “subjetiva”, que se suspende en equilibrio de halcón (símbolo imprescindible de la letra y la palabra escrita), al acecho de la realidad poética, desde el cielo abierto a la Gran Noche.
Dice Rovatti que el sol que vemos sensiblemente sale y se pone, se muestra y desaparece, está ora presente y ora ausente; además de ello, se deja percibir por los hombres como una fuente de luz y de vida. Pero sólo sus efectos, es decir, los rayos luminosos, se ofrecen a la vista; no la fuente por la cual la mirada enceguece y que, literalmente, no es visible. Ausencia e invisibilidad ponen en marcha el desplazamiento metafórico, la duplicación de los soles, la remisión infinita de la metafísica, lo invisible detrás de lo visible, la ausencia detrás de la presencia, la metafísica detrás de la física. El sol y la metáfora se unen en una cadena cuyos anillos son las innumerables variaciones metafísicas, y cuyo vínculo es la “remisión” misma, el más allá, el otro lado, el movimiento de trascender, la realidad verdadera que se encuentra tras la realidad fenoménica; la verdad a la que la apariencia remite. El sol platónico es la verdad y el bien, pero su corazón es negro, porque no es visible al ojo, el cual sin embargo recibe por entero su “virtud”, que es precisamente la capacidad de ver.
El tema derridiano de los dos soles, el inferior y el superior, parece discurrir a lo largo de la arqueología y la historia de nuestro pensamiento: la luz negra, enmarcada dentro de esta sucesión de hechos en que la metáfora y la metafísica se alternan continuamente, corresponde a la ausencia, al desvanecerse, al eclipse de la luz natural, a su necesario remitir a otra luz, detrás de la luz. La luz negra es un elemento intermedio entre mundo e idealidad, el momento en que la verdad, para ser revelada, debe negarse a la visión, ocultarse. Es un momento interno y esencial a la metafísica de la luz que, —según Derrida, nos recuerda todavía Rovatti— no es otra que la metafísica.
Por todo lo dicho y evocado, pienso yo que tal vibración podría ser el territorio intermedio donde habita el poeta —desde que a grandes voces asumió su identidad—, en el corazón negro de la luz. Como el heliotropo o el girasol, reivindica continuamente la luz como su propia vida, pues de allí recibe su alimento, mas también como su propia muerte, pues en ella permanece encadenado en un juego de espejos colocados uno frente a otro y —como querrían nuestros fraternales filósofos—, en una “mise en abîme”. Pugna el poeta, suspendido en ese abismo, por resolver el enigma y montar guardia permanente en las fronteras, ante las puertas del misterio, aguardando el momento mágico en que entreabiertas por un instante, logre la combinación de palabras que le haga vencer a la muerte, propósito de todo artista: A su “muerte propia”, como querría Rilke, y con tal victoria vencer también “todas las muertes”, como añadiría Hegel por su parte.
Sin ese propósito de abarcar en toda su amplitud y hondura la condición humana —y mis dudas se hacen cada vez más razonables, ya de lleno en el corazón del desconcierto—, no hay, no puede haber literatura; sin esa prodigiosa combinación musical de palabras que capta el instante en que el hombre asume plenamente su condición, por sí mismo, como materia de su propia poesía, o como lector de esa poesía, no hay literatura. Como aprendí de modo imborrable de labios de Friedrich Wilhemsen, que acudió hace ya casi cuarenta años a impartir un curso en la Universidad donde estudié, hay poesía cuando se da la taumatúrgica conjunción de la metafísica con la música. Con la música del Verbo —añado—, que será ya con plenitud, metáfora del silencio.
Así pues, en busca de la palabra perdida, y en la memoria de lo oscuro —recordemos la invocación de T. S. Eliot: O dark, dark, dark…—, o en la sensualidad carnal o espiritual más aparente, ya sea por medio de canciones, baladas, letrillas, elegías o sonetos, o sin muleta alguna, el poeta se encuentra con los ritmos que le conducen al gran regreso, y siempre hacia adelante, hacia la “luz sobre luz que brilla sola sin necesidad de fuego”, como proclama desde la sabiduría heredada de Abraham —constructor del primer templo en torno a la piedra negra Kaaba—la Azora 34 del Alcorán, al devolver cantando su propia voz a Allah, por boca del profeta.
Del escándalo de la Aurora como puerta del Misterio, podríamos llenar los poetas páginas enteras. De sus metáforas más íntimas se ha nutrido precisamente toda mi poesía —desde “El Corazón del Glaciar” y “Ultima Linea Rerum”, al “Elogio del Incendiario”, “Conocimiento de la llama” y próximamente, “Mysterium”— escrita en los últimos diez años. Pero en una última aportación a la imposible claridad, quiero citar esta reflexión unida al las ya citadas de Rovatti, quien aduce a partir de la frase de Borges: “La luz no conoce opuestos, y sobre todo, la noche no es su opuesto”, que si todos los lenguajes se combaten en ella, modificando sólo la propia metáfora y eligiendo la luz mejor, sigue teniendo razón Borges unas páginas más adelante, cuando piensa que: “Tal vez la historia universal sea sólo la historia de diferentes entonaciones de algunas metáforas”.
Modificar, como querían los alquimistas, viene a ser crear o dar a luz, pero tambien colocar bajo la luz mejor para mejor ver con claridad. “Rectificar”, ya sea sobre el Opus Nigrum o las metáforas, o lo que es lo mismo, modular las diferentes entonaciones, es hacer poesía, y por lo tanto, vida. Hasta ahora he cerrado todos mis libros con las siglas V.I.T.R.I.O.L, que atesoran la más sabia máxima de los maestros del Atanor: Visita interiora terrae, rectificando invenies occultum lapidem. Visita el interior de la tierra, rectificando —otra vez modulando, probando, buscando, entonando—, hallarás la piedra oculta. Presentimos, en definitiva, que un día, hoy todavía no, la piedra —la piedra negra, ¿porqué no?— aparecerá como lo que es, una perla de luz. Si sabemos “entonar”, hallaremos la luz oscura, unida dialécticamente a sí misma y su contraria, la aparente.
Para ese viaje, el poeta solamente lleva un zurrón con brasas para alimentar cada noche su propio corazón: Es el amor. Amor y palabra, al vibrar juntos producen la fuerza creadora de la música en que resulta la poesía, y que hace que el poeta cante cuando calla Dios. Acaso en el preciso momento en que el Alba exhala su niebla: Esa hora que separa la noche del día, en que la mañana se halla sumergida en la noche y que no se puede confundir con el límite que separa el día de la noche. Aquél, el crepúsculo vespertino —tras la puesta del sol—, es semiluz y semioscuridad, es decir, ni luz ni oscuridad, sino una combinación frágil y precaria, pero que no asusta sino que resuelve, aunque sea dolorosa. Esa hora no es ni día ni noche, mientras que la del alba es, precisamente la hora terrible en que es día y noche al mismo tiempo.
Al contrario que en el ocaso, en que los rayos oblicuos y refractados del sol iluminan todavía la oscuridad cada vez más densa y la luz muere gradualmente mientras avanzan las tinieblas y el tiempo se detiene, en el crepúsculo del amanecer, la mañana llega antes de que se vaya la noche. Pero ninguna obra literaria conocida ha crecido para cantar esta hora, como exclama asombrado el psicólogo ruso Lev Vygotsky en su ensayo sobre Hamlet, indicando que en esos precisos momentos, a veces tan sólo un segundo, “se desgarra el manto movedizo del tiempo”. Tan sólo Isaías, el profeta inspirado por Dios, lo señaló en un pequeño (XXI, 11-12) pero inmenso fragmento lírico:
Onus Duma. Ad me clamat ex Seir-Custos, quid de nocte?, Custos, quid de nocte? Dixit Custos: Venit mane, et nox; si quæritis, quærite; convertimini venite.
En la sollozante llamada y la asombrosa respuesta del centinela, se expresa con admirable fuerza la inefable, la insólita y dolorosa belleza del misterio del alba, que tensa hasta el infinito aquello que la inspirada palabra profética, madre o hermana de la poética, ha tomado del silencio que se produce—como diría para concluir mi abuelo Johannes Veyratius— cuando el mismo Dios parece que toma aliento para crear un nuevo día.
Miguel Veyrat *.
Escritor y periodista.
Colaboración.
Miguel Veyrat es un veterano periodista que ha ejercido de corresponsal por medio mundo, la poesía es otra de sus facetas, produciendo obras como “El Corazón del Glaciar”, “Ultima Linea Rerum”, “Elogio del Incendiario”, “Conocimiento de la llama” , “Mysterium” entre otras».
Colaboración. El Inconformista Digital.-
Incorporación – Redacción. Barcelona, 13 Enero 2004.