De todas esas cosas con las que a veces soñamos hacer, nunca se me ocurrió fantasear con el hecho de pasar un fin de año fuera de España. Lejos de las bombillas tendidas de esquina a esquina, lejos de los megatontos anuncios de juguetes, lejos de los escaparates cargados de mil y una exquisiteces superfluas, lejos de los manjares y las comilonas que se preparan para la ocasión, lejos…
Para una occidental empapada, durante toda una vida, de luces, belenes y árboles talados con la inútil y sublime misión de adornar el rincón de una casa, esa fue una navidad extraña y breve, sencilla e inolvidable.
Y es que el mundo se convulsionó después de ese día y todavía no se ha recuperado de ese estremecimiento, que nos golpea día a día.
Se me vienen diáfanos, casi apocalípticos, los recuerdos de los últimos días del año 2002 en Bagdad, paseando por las calles. Unas calles desnudas de adornos pomposos; unos comercios sin historiados escaparates de objetos inservibles; gentes sin las prisas de las últimas compras que, como todas las noches, se encaminaban a su casa para descansar de un día más de duro embargo.
En Bagdad, no había nada inservible, ni fútil. Todo era una cuestión de supervivencia. Los zocos inundados de comerciantes, que se buscaban la vida vendiendo productos de primera necesidad, como todos los días, como harían al día siguiente, que era otro año, pero no era un año más. Como hicieron después, en los días en los que los bombardeos no daban tregua, ni respiro.
Se me vienen los recuerdos con dolor, me golpean las imágenes del ayer en la brutalidad del presente; en la brutalidad de una ocupación de sangre y fuego, de muerte y lágrimas; pero también me sobrecoge la dignidad de estas gentes, que de lo poco que les dejaron las bombas han hecho una resistencia que no se deja enterrar bajo los escombros, las balas y las torturas.
Esa noche conocí la ciudad, en dos ocasiones, desde el aire. Asomarse a Bagdad desde las alturas fue como sobrevolar un mar de luces con forma de lago inextinguible. Cientos de casas emergían sembradas sobre el suelo, iluminadas por la luz tenue de los fluorescentes; las grandes avenidas ceñidas de farolas anaranjadas empujaban el horizonte más allá del desierto. La noche estaba fría, no se dejaba abrazar por un cielo espejado en el que se confundían los colores que brotaban desde el suelo.
En lo más alto de la Torre Sadam había un restaurante con un mirador acristalado que hacia de pared, asentado sobre una plataforma giratoria. Mientras te sentabas en los veladores, iluminados por la luz cansina de las velas, a degustar un té o a cenar, la plataforma giraba lánguidamente bajo tus pies; y tus ojos, desde la invisibilidad de las líneas, trazaban las simetrías de la rosa de los vientos. Un hormigueo de vértigo te recorría el cuerpo hasta que tus sentidos se adaptaban a la penumbra y a la altura. Te desorientaba un poco aquel movimiento casi imperceptible, sobre todo cuando querías situar tus escasos conocimientos, de esta ciudad sin horizonte, e intentabas reconocer las alargadas avenidas. No hace mucho, unas imágenes me devolvían la Torre Sadam hecha una ruina de escombros.
En las calles algunos automóviles y en las aceras algunos viandantes que iban retornando a sus casas para acabar el año en familia. Los unos para elevar una plegaria por los que les habían dejado huérfanos de sonrisas y los otros para contarse con el silencio de la mirada y entonar esa otra plegaria que había sembrado el embargo y la fatalidad, ¡gracias a dios!, seguimos vivos.
Retornábamos al hotel, después de dar un largo paseo por las calles, ya casi yermas, para cenar y celebrar la venida del nuevo año. Nos alojábamos en el Hotel Al-Mansur, situado en un lugar céntrico de la ciudad, cerca del puente Al-Ahrar. En otros tiempos pertenecía a la cadena Meliá, ahora era propiedad del estado. Seguía conservando la suntuosidad de un hotel de cinco estrellas, pero el embargo también lo había ido desgastando; la calefacción, que necesitaba ya más de una pieza, destilaba un fuerte olor a gasoil que se percibía en muchas de las salas.
Se aguantaba con solidez, erguido sobre el Tigris como un gran mástil que recogía los vientos, enhiesto sobre la alfombra de luces que demarcaban la ciudad. A la hora señalada, subimos al último piso, allí se encontraba la discoteca, donde íbamos a celebrar la venida del nuevo año. Tenía aquella boîte unas ventanas circulares, de esas de ojo de buey, daban a la sala la apariencia de camarote de barco. Desde allí, además de las luces que hacían interminables las calles, serpenteaba el río, se mostraba como un dibujo, de trazo grueso y blando, un torrente de minúsculos cristales que titilaban con la corriente.
Subimos allí las uvas, el cava y los mejores deseos para ese año que venía. A las doce de la noche (hora de Bagdad) comíamos las uvas, al son del golpeteo que producía una tapadera y un cucharón las fuimos engullendo una a una. Hubo bailoteo, los bagdadís buscaron discos de música en castellano para la ocasión.
Nuestros deseos nunca fueron escuchados, sucumbieron bajo las cadenas de los tanques. En marzo la guerra cayó sobre Iraq, y la muerte y el dolor golpeaban, escalofriantemente, a este pueblo que tanto había sufrido ya. Las armas nos demostraron, una vez más, que no salvan, que son portadoras de la destrucción, que la paz no confía en ellas, porque la paz no entiende de armas de destrucción masiva ni de misiles inteligentes, son incompatibles. La guerra acaba con la dignidad de las personas, destruye la vida y siembra el caos.
La paz de esta guerra se encuentra en los cementerios, donde han apiñado a seres humanos con los cuerpos estallados, donde los han liberado de ellos mismos; porque estaban equivocados, ellos no podían disponer del petróleo, ni de las riquezas que generaban, eso es “demasiado importante para estar en manos de los árabes” (decía Kissinger).
Sentada sobre la alfombra desgrano algunos recuerdos, la memoria de lo que aprendí y compartí. Coincido con Mª Teresa León, cuando dice que “somos el producto de lo que otros han irradiado de sí o perdido”. Si nos hacemos del roce con la gente, he de decir que este pueblo nos rozó tanto el corazón que nos ha dejado surcos por los que corren humores de solidaridad inaplazables. Su sangre no es diferente de la nuestra; sufren, lloran, ríen, sueñan como nosotros. Podemos mirarnos a los ojos en silencio y tender la mano como un puente, sin más. Llevamos muchos siglos, demasiados, trabajando, con nuestras manos desnudas y dignas, una tierra acribillada por la desvergonzada codicia de unos pocos que tienen una nevera por corazón.
Mar Molina. Toledo, 31 Diciembre 2003.
Equipo de Redactores, El Inconformista Digital.