Bagdad es una ciudad desolada que se acurruca en la orilla del Tigris. En diciembre hace frío en Bagdad y la lluvia ciega los pocos cristales que quedan en las ventanas.
Los charcos se han hecho dueños de las calles y a veces hay que mirar bien para saber si son de agua o si son de petróleo, ese petróleo que gotea de los generadores que se alinean en todas las aceras e intentan mantener viva la red eléctrica de la ciudad, el calor, la luz. Sobre todo la luz. Bagdad en diciembre es una ciudad oscura, muy oscura, donde casi nadie se atreve a salir a la calle a partir del atardecer.
Bagdad ardió bajo las bombas hace siete meses, pero desde que se apagaron las llamaradas, nadie ha quitado las cenizas, nadie ha vuelto a pintar las paredes ennegrecidas, nadie ha plantado nuevos arboles en el lugar de las palmeras a las que las bombas le arrancaron las frondosas cabezas.
Bagdad es una ciudad en posguerra y vive a un ritmo fugaz, ansioso, frágil, desesperado. Las calles se asfixian bajo los millares de coches que traen semana tras semana desde Kuwait y Alemania, pero no dan abasto para comunicar a los seis millones de personas que se aglomeran a ambas orillas del Tigris: nadie sabe de sus amigos porque los teléfonos han dejado de existir desde hace siete meses.
Como también dejaron de existir la electricidad diaria, los medicamentos, el agua limpia, los camiones de la basura. Los habitantes de Bagdad sobreviven entre los esqueletos de lo que fue ciudad, su jardín, su hogar y su cárcel.
En primavera el cielo empezó a escupir fuego para romper los barrotes, pero resulta que tras los muros fragmentados de la prisión solo se adivina un horizonte de fango, basura y petróleo encharcado. Las mercancías afluyen a esta ciudad como el agua de la lluvia afluye al Tigris, pero nadie sabe que hacer con los electrodomésticos nuevos en una casa sin luz, nadie sabe para que regalar una muñeca a una niña que perdió los brazos bajo los bombardeos, nadie sabe que hacer con la comida que sobra en todos los mercados si no puede trabajar el día de mañana y quizás ni siquiera llegar a casa sin que le asalten en la esquina.
Quienes antes tenían todo menos la libertad, ahora ya no tienen nada, excepto la libertad. Una libertad pagada en sangre, en cadáveres de niños, en miembros arrancados, en heridas que no quieren cicatrizar. Una libertad vigilada por vehículos blindados con largos cañones, por hombres, casi adolescentes, en uniformes color de arena que hablan un idioma extraño y disparan cuando se asustan. Hombres, casi adolescentes, con gruesos fusiles que noche tras noche rompen la puerta de alguna casa con dinamita para llevarse presos a todos los varones y encerrarlos para meses en una prisión que no se llama Guantánamo porque no esta en el Caribe. Así que a los habitantes de Bagdad les timaron con cruel indiferencia, porque tras tanta sangre pagada ahora ya no tienen nada, y ni siquiera la libertad.
Cuando los habitantes de Bagdad pasan frente a los tanques y a los hombres en uniforme color de arena, no les reprochan que hace siete meses desembarcaran para dar por finalizada la tiranía. No los odian por lo que hicieron entonces sino por todo lo que desde entonces no llegaron a hacer: devolver la vida a la ciudad en escombros. Cae la noche sobre Bagdad y se adivina que va a ser una noche muy larga, quizás la mas larga.
Ilya Topper.
Crónica desde Iraq. Bagdad, 9 Diciembre 2003.
Crónica realizada desde el terreno.
EID, Agencia de Noticias de El Inconformista Digital.