Llevábamos tres largos días encerrados en aquella ratonera. Intentábamos no perder el ciclo del día y de la noche, pero dormir era toda una empresa. Los ojos cargados de penumbras no eran capaces de unir los párpados, ahítos como estaban de oscuridad.
Todo el habitáculo temblaba con las ondas expansivas. Sentía en mi espalda crujir las paredes como si fuesen a ceder sobre nosotros. Aquellos tres días se habían convertido en tres meses. La poca comida que había para todos apenas si pasaba por la garganta.
Los huesos y los músculos se iban pegando unos con otros debido a la escasa movilidad. Paseábamos por turnos para quitarnos el desagradable hormigueo de las piernas, pero duraba poco.
Los sollozos de los niños y las niñas rompían nuestro ensimismamiento en los demoledores estruendos del exterior. Los oídos se habían ido convirtiendo en agudos localizadores que medían las distancias de los impactos.
La angustia del encierro, la impotencia de la espera y nuestra imaginación que no dejaba de trabajar sobre lo que nos encontraríamos al salir, convertía los minutos en horas.
Los recuerdos se habían convertido en espectros que no dejaban de revolotear, eran un conclave de luciérnagas entre aquellas sombras. Pasaban tan deprisa que apenas si los podías saborear. Llegó un momento en el que se me borraban las caras de los amigos. Mis recuerdos necesitaban luz y calor y en este agujero cada vez nos quedaba menos de eso.
Las baterías de las linternas se iban agotando una detrás de otra, los impactos se empezaron a debilitar hasta que en silencio por fin pudimos oír nuestra respiración.
Salimos. Eran las seis de la tarde. Los humos negros de los incendios habían oscurecido el cielo tanto que parecía que estaba llegando la noche. La ciudad se había convertido en un montón de escombros. Las explosiones se sucedían y el suelo temblaba bajo nuestros pies. Las bombas habían devastado la ciudad, de las calles sólo quedaban agujeros donde antes hubo asfalto. Las llamas alcanzaban las alturas de los edificios, como si quisieran marcar el vació que habían dejado. Las tuberías habían reventado y chorros de agua manaban por lo que quedaba de las calles
Como pudimos empezamos a andar, sorteando con mucha dificultad los agujeros y los escombros. Cientos de cadáveres sembraban las calles… destrozados, mutilados, irreconocibles. La gente lloraba y maldecía, mientras seguían vivos era lo único que les quedaba. Los más afortunados se miraban los unos a los otros, haciendo recuento con la mirada y, al ver que todos continuaban vivos, dibujaban una mueca que en mejores ocasiones hubiese sido una sonrisa.
Mucha gente había recogido lo poco que tenía y empezó a andar hacia el oeste, camino de la frontera, para poder poner a salvo su vida. La gente caminaba con aire cansino, sin fuerzas, con los ojos llenos de miedo y el estómago vacío.
El caos y la muerte eran los dueños de la tierra. Ya nada volvería a ser lo mismo.
Muchos pueblos que con su indiferencia y con su miedo habían elevado los muros de las fronteras, veían ahora como la sangre del pueblo iraquí llegaba como un río desbocado y traspasaba sus puertas. Era ya tarde para lamentarse, ni los ríos ni la sangre de los inocentes pueden volverse y seguirá ahí para que no olvidemos que mañana nos puede tocar a nosotros o para socavar nuestras asépticas conciencias.
Hoy que puedes sal a la calle a parar la guerra, porque sino mañana tendrás que salir a limpiar la sangre.
Mar Molina. Toledo, 18 Noviembre 2003.
Equipo de Redactores, El Inconformista Digital.