Un fantasma recorre Europa. El fantasma del neoliberalismo. Hay que maximizar el beneficio, minimizar los costes, flexibilizar el mercado de trabajo, liberalizar los mercados de bienes y capitales, asentar la estabilidad macroeconómica necesaria para que la seguridad en la inversión de los detentadores de la riqueza sea efectiva y eficiente.
Superemos el concepto del trabajo para toda la vida, innovemos en el ejercicio nietzscheano de la supervivencia individual sin detenernos a pensar que las condiciones, evidentemente, no son las mismas para la fuerza laboral que para los propietarios, eliminemos el empleo como variable fundamental en el desarrollo sostenible de las sociedades modernas, avancemos más si cabe en la crisis de la conciencia trabajadora sosteniendo políticos-actores socialdemócratas agotados y aburridos con el concepto de igualdad , que ellos identifican con igualitarismo ramplón, con el propósito evidente de que la copia socialdemócrata sea derrotada en las urnas por el original conservadurismo neoliberal siguiendo la más evidente teoría de juegos aplicada a la ciencia electoral, y al menos así, detendremos a la decadente y mitómana extrema derecha política y económica que hay más allá de nuestra armoniosa y mística mano invisible del mercado, aquel extremo ideológico reaccionario, del que, a pesar de sentirnos cercanos por sernos tan útil en la canalización evacuadora de los desencantados sociales que votan a los herederos de Hitler por toda Europa, hemos de distanciarnos para conseguir nuestros objetivos óptimos: proteger a nuestras multinacionales europeas y favorecer la desigualdad como condición inquebrantable del desarrollo económico liberal decimonónico traspasado a nuestro globalizado siglo veintiuno. Embriaguémonos de la Biblia ejemplarizante de Friedman y Hayek o, cuándo menos, del keynesianismo bastardo de Samuelson como mal menor. Favorezcamos a las empresas más competitivas en detrimento del resto aunque apenas el dos por cien de la fuerza laboral esté engendrada por aquellas que poseen el cincuenta por cien de la riqueza, concentremos el poder en manos de los más fuertes porque la superación histórica de la propia derrota se consigue bajo el amparo de las empresas feudales-providencia y su magnánima filantropía, profundicemos en el hecho de que por cada camisa, plátano o botella de leche que se compra se efectúan nueve transacciones financieras en las bolsas internacionales para poder así, gracias al peso específico de la economía financiera, someter a la voluntad de los grandes inversores al negligente y paleolítico Estado, demasiado propenso a la distribución de los bienes y servicios a través de nuestra gran enemiga: la economía real; sostengamos el pulso histórico- sabiendo que nos encontramos en el fin de la historia tal como ha manifestado el único, el gran icono, nuestro imán redentor Francis Fukuyama-, según el cual las dos mil quinientas familias más prósperas del planeta poseen tanta riqueza como los dos mil quinientos millones más pobres del planeta …etc., etc., etc.
Un fantasma recorre Europa. El fantasma del neoliberalismo. Y nosotros, claro, hemos perdido. Sin ningún género de dudas hemos perdido. Hemos soñado y hemos perdido, hemos dudado de nuestros sueños, hemos perdido. Somos la conciencia herida de una derrota evidente. Somos el desencanto del ocaso de nuestros delirios. Fuimos animales racionales y ahora el monstruo que esa propia razón ha engendrado. Hemos perdido. Fuimos aventureros, auténtica expresión de bonhomía y altruismo. Hoy, somos repudiados, aniquilados, mimetizados, somos la catarsis que los dueños de lo inmóvil pretendían que fuéramos. Lo han conseguido. Sucede que nos agota la existencia. Hemos perdido. Y… ¿por qué hemos perdido? Porque somos yunque y fuimos martillo. Porque somos el último peón que protege al rey moribundo de la solidaridad cuándo fuimos el alfil clavado en el caballo del rey del capitalismo.
Es difícil, y seguramente contraproducente dada nuestra derrota presente, hacer autocrítica de los diferentes movimientos izquierdistas a lo largo del siglo XX. En cualquier caso, parece claro que la socialdemocracia estableció a lo largo de la mayor parte de la pasada centuria un trazo grueso diferencial con los partidos conservadores y que la expansión exponencial que experimentaron las diferentes formas de comunismo a quién sin duda beneficiaron fue a los trabajadores occidentales, quienes consiguieron progresivos beneficios sociales derivados del pánico a la tentación revolucionaria de los pueblos que la burguesía padecía. Cuando Willy Brandt afirmaba que la socialdemocracia no sería la misma sin la existencia del oso comunista pocos le escucharon. Pasados los primeros años de la reconstrucción de la segunda guerra mundial en las que las demandas eran más neutras políticamente aunque estrictamente sociales dado el ánimo imperante de la época, podemos afirmar sin ambages que los sesenta y setenta fueron años de izquierda, populista o no, política y socialmente. Las derechas se izquierdizaban y las izquierdas sentenciaban. La crisis de conciencia era burguesa, Nixon exclamaba ¡Ahora todos somos keynesianos! y la izquierda era realista exigiendo lo imposible. Ahí llegó nuestro cenit y principiamos la decadencia.
Dos fueron, a mi modo de ver, en Occidente, y por ende en el resto del mundo (nos guste o no, Occidente decide y la periferia sobrevive a esas decisiones) los factores determinantes e interactivos de este declive: la duda pedagógica de raíz ilustrada y la deslegitimación económica.
Animados cómo siempre hemos estado por acabar con las estupideces de nuestra época, embebidos de cuestionar todo, hasta a nosotros mismos, sin piedad, permanentemente, comenzamos a dudar de nuestras propias convicciones sociales intentado integrar al individuo en nuestro proyecto superando la fase de continua denuncia común que tantos éxitos había proporcionado. Esa integración racional y lógica dados los niveles avanzados de educación que los progenitores no tan cultos pero infinitamente más luchadores habían conseguido proporcionar nos llevó a la crítica feroz de la cosificación y masificación de las izquierdas hasta igualarlas a éstas, quizás con razón, a religiones absolutistas, populistas y simplonas para nuestras psiques ya demasiado elaboradas. La rebeldía subjetiva frente a nuestra propia y previa función óptima social que habíamos desarrollado, la rebeldía frente a nuestra rebeldía, nos llevo a la búsqueda de lo subjetivo por oposición a lo objetivo pues nos dimos cuenta de que sólo lo que triunfa es lo objetivo y a nosotros, dado el sentido de igualdad tan arraigado, nunca nos ha gustado triunfar. Así es cómo abandonamos a Dios y fuimos disgregándonos en herederos de cien pitonisas.
Paralelamente, las economías occidentales cayeron en un proceso de estanflación (crecimientos de la inflación en un contexto recesivo) que acabaron con el paradigma keynesiano a la par que las economías comunistas comenzaban a estancarse tras décadas de crecimientos significativos. Surgieron entonces los primeros neoliberales cuyas expectativas racionales eran copias modificadas de las ya comprobadas estériles teorías clásicas pero lo hicieron con la fuerza y la soberbia propia de aquellos a los que una determinada situación temporal les da la razón. El sesgo histórico que consiguieron proponer con el advenimiento de Reagan y Thacher, si bien estas presidencias en la práctica no fueron tan ultraliberales como afirmaban, imprimió a la década de los ochenta una parálisis contestataria que duraría hasta la cumbre de Seatlle. La máxima de Lenin y Goebbels que afirmaba que una mentira repetida cien veces se convierte en verdad se fue instalando en las mentes de los indecisos- aquellos que prefieren pagarse un buen par de putas a reflexionar sobre los universales- y si bien los indicadores económicos no expresaban desarrollo real alguno, la simple reiteración de contenidos en los medios de comunicación afines a la causa fue suficiente para catapultar a la prosperidad en un solo sentido: el de los poseedores de capital. El sostenimiento e inflexibilidad de las ideas conservadoras venció la partida, como siempre, a la esencia de los hechos. La justicia no sólo no es ni puede ser ciega sino que depende excesivamente de los caprichos ostentosos de la subjetividad humana. Así es cómo los que nacimos en los años setenta no hemos dejado de ser esperma. El welfare state y la igualdad son los óvulos que nunca llegamos a engendrar en la carrera de la vida.
El paradigma neoliberal ha destrozado cuantitativa y cualitativamente todo lo que ha tocado. El periodo 1945-1973 representó un crecimiento del Producto Mundial Bruto del 4,9% anual gracias al gran pacto social establecido, a nivel nacional, en el marco de una regulación institucional erigida sobre compromisos entre los Estados, las empresas – capitalistas o socialistas según la economía regente- y los representantes de los asalariados. El keynesianismo en Occidente, el Capitalismo/Socialismo de Estado en el Este de Europa y el desarrollo económico de los proyectos de liberación nacional de los países del Tercer Mundo, pese a los grandes desequilibrios de fuerzas que generaba alimentó en el hombre la esperanza del desarrollo sostenible de la economía-mundo. Ese equilibrio de poder multiplico por más de dos el precario crecimiento del Producto Mundial Bruto generado por su antagonista neoliberalismo: el 2,4 % anual. La deslegitimación económica se presenta, sin necesidad de recurrir a más argumentos, como un muro de paroxismo estúpido a derribar.
La duda y la contradicción del género humano, los lugares comunes que con tanta ansia anhelamos ligados a la coexistencia armoniosa del individuo en sociedad, no deben establecerse en nosotros con el complejo de culpa judeocristiano. El hecho de que tracemos una función óptima objetiva excluyente de aquellos que nos quedan demasiado a la derecha no significa, como afirmaba Napoleón, que la mayoría de los explotados deseemos en realidad convertirnos en nuestro antagonista explotador; focalizar la máxima atención en la igualdad puede que llegue a ser excluyente con los amantes de su propia libertad y enemigos de la ajena, aunque estamos, hoy por hoy, tan lejos de vislumbrar un mundo próximo a nuestras convicciones que merece ineludiblemente la pena sostener como un absoluto a la igualdad. Dice el sermo vulgaris que quien la sigue la consigue y, ahora que comenzamos a salir del encefalograma plano, la lírica del yo debe ser aislada de la prosa social. Merece la pena, pues, que todos los yo individuales de la izquierda, cedan un tanto, con el objetivo de que la unidad social sea el guerrero fiel a los trabajadores que lo conforman que se va desfilando lentamente a la casilla en la que el alfil inmoviliza al caballo del rey del capitalismo. Esa unidad es en definitiva la que ha provocado el éxtasis del pensamiento conservador, y dado que la búsqueda de la verdad pertenece al terreno del yo pero es imposible en la esfera social no constituye derrota moral alguna no alcanzarla siempre que esté más cerca de nuestros propósitos que los ajenos. Sabemos que Sócrates es la raíz filosófica del sentido común. No obstante, basta con matar, metafóricamente, a los que mataron a Sócrates. En cualquier caso, son tiempos en los que ser halcón de la igualdad merece más la pena que ser la paloma que sólo sabe que no sabe nada en la intimidad. La teoría de juegos es sencilla: el balance de contrarios genera un equilibrio deslizante hacia nuestras, en una primera fase radicales, cada vez más centradas convicciones. Radicalizarse hoy es propiciar el cambio de paradigma, para, mañana, constituir el talante moderado de las ideas vigentes. El neoliberalismo desciende lentamente de la cumbre hacia el ocaso. Es el momento.
David Carbonero. Oviedo.
Cartas de los lectores.
Incorporación – Redacción. Barcelona, 13 Noviembre 2003