Carta de la paz y de la guerra – Juan Pablo Darmanin

¿Habrá nacido el hombre para la paz? ¿Qué paz estamos esperando? ¿La paz es la solución a qué problema? ¿Será, acaso, la paz el discurso de los que tuvieron la fortuna de no padecer el virus de la guerra?

¿Qué es la paz?

¿A qué realidad nos lleva? ¿Es la paz una subjetividad? ¿Todos quieren la paz? ¿Qué se gana o qué se pierde con la paz?

Cuántas preguntas se suscitan de una palabra tan comentada en la historia del mundo como “La guerra”.
Qué extraño me sentí al pensar que mis hijos pedirían también por “Paz” al igual que lo harán mis nietos, al igual que lo hizo mi padre, mi abuelo y su padre, mi tatarabuelo y su padre y alguien antes que ellos y al costado y después, y ahora yo, perdido en ese tiempo y ese espacio, con la misma cara chata y la mirada expectante, otra vez observando ese gesto familiar que tiene siempre la guerra.

Más de una vez ha desaparecido en mí el lujo de la esperanza y resolví, falible como he nacido, que los más sabios son los que encontraron tras la huella del individualismo el camino de sus vidas. Otras veces aposté con la virtud y el pensamiento a una humanidad capaz de escaparle al fantasma del desencuentro y reconciliarse. Las demás veces he vivido entre esa espada y esa pared. Ni muy santo ni muy diablo. Ni muy justo ni muy bandido. Ni muy creyente ni muy blasfemo. Ni muy yo ni muy ellos. Así no más, humano.

Pero entonces, ¿Qué era la paz? Y otra vez la tenaz incertidumbre. Sacudí mi cabeza y me lo pregunté nuevamente: No, pero ¿Qué era la paz? Ya lo sé, la paz es lo que nos ayuda a saber que no queremos la guerra. O, si lo damos vuelta, podría decir que la guerra es lo que nos ayuda a entender que necesitamos la paz. Y entonces eso es; pero nada de eso importa.

Nada de eso importa porque la paz no será ni un fin ni un medio sino una consecuencia. Será la consecuencia del apaciguamiento de los intereses de los pueblos entre sí, de los gobernantes hacia sus gobernados, de los empleados hacia sus empleadores, de los padres hacia sus hijos, y eternamente eso, una y otra vez; hasta que la eternidad se termine o nosotros la terminemos a ella.

¿Quiénes luchan por esa paz? ¿Los que arman bombas en sus talleres primitivos, se escabullen estratégicamente y se vuelan en mil pedazos junto a todo a su alrededor? ¿Los que llevan por los mares del mundo un submarino nuclear capaz de reabastecerse de energía cada veintidós años y con las armas tan asombrosamente secretas que… ? ¿Acaso yo, con mi tarjeta de crédito, apoyando a esos hombres de chaquetas verdes que luchan contra el desarraigo ecológico del mundo? ¿El Santo Padre? ¿Una comunidad de hackers, una manifestación de pancartas, un paro de trenes, un policía cumpliendo su deber, un médico salvando otra vida, un taxista manejando su taxi, un panadero haciendo su pan, una mamá amamantando a su hijo?.

De pronto, en esa conversación intrincada que estaba teniendo con migo mismo, no pude esquivar esa cursi y simplista respuesta: Todos y cada uno de ellos lo hacen. Obviamente, no había llegado hasta ahí para conformarme con eso y borré el tablero imaginario una vez más.

La resultante fue: Si todos luchan por lo que creen, el problema no es la lucha sino la creencia. ¿Porqué el ser humano engendrará creencias tan incompatibles entre sí, tan ambiciosas, avasalladoras, insaciables… ?

La envidia es la repulsión que sentimos ante otro ser que vive, siente, cree o piensa de una manera diferente a la de uno en particular y, sin embargo, está con vida.

No solamente sentimos envidia ante los que tienen realidades que suponemos de mayor gozo, también surge ante los que están, según nuestra mirada, “Peor”.

No pude definir esa palabra de una manera que me deje mayor tranquilidad. Tampoco pude dejar de transcribir ese pensamiento, ni quise hacerlo de una forma más didáctica, ni pensé siquiera que debería haber estado en otro momento.

¿Podrá el hombre prescindir de su oscuridad? ¿Será humano quién no tenga en su ser vejo de esa “Tiniebla”? Si la respuesta es: No. ¿Podrá la humanidad hacerlo?.

Quién me conteste que: Sí. ¿Será capaz de tirar la primera piedra? ¿Quién será capaz de declararse en estado de perfección absoluta y acusar así que no tiene vestigio de sombra en su ser?.

¿No será que la paz es tan humana como la guerra?. Si es así, ¿Qué debo hacer yo que quiero la paz? ¿Qué paz quiero yo? Porque si no quiero la misma paz que vos corro el riesgo de que se convierta en guerra. Si tengo el pie más grande te pisaré con mi paz, si no; sucumbiré ante tu guerra.

¿Qué solución le daremos entonces a este conflicto entre mi paz y tu guerra, o entre mi guerra y tu paz, o entre nuestras paces o nuestras guerras?.

Otra vez se me borró la pizarra y me quedé indefenso entre los puntos suspensivos y los signos de pregunta. Porque si tuviera esa respuesta te la daría y así podríamos vivir cada uno con nuestra paz, sin necesidad de sufrir ambos por nuestra guerra.

Juan Pablo Darmanin.
Tucumán, Argentina.

Cartas de los lectores.

Incorporación – Redacción. Barcelona. 5 Noviembre 2003