Más de 10.000 civiles muertos en Iraq desde que empezó la guerra. Robert Fisk el corresponsal del periódico The Independent nos narra y nos muestra el horror, escondido y soterrado por los grandes medios de comunicación, que se vive cada día en Bagdad. Parece que a nadie le importa.
Otro día de muerte sangrienta en Iraq, Robert Fist – corresponsal de The Independent *
Bagdad, 21 de septiembre. La semana pasada Ahmed Qasm Harned fue vertido en una bolsa negra en la morgue del hospital de Yarmouk. Taleb Neiemah Homtoush llegó a la morgue de la ciudad con tres balas en la cabeza. Cinco minutos después Amr Alwan Ibrahim fue llevado allí por sus familiares, con una bala incrustada en el corazón. Amr iba a casarse con su novia Naghem la semana entrante.
En las morgues hay moscas y olor de muerte, y el otro día tenían tantos cadáveres en Yarmouk que los encontré tirados en el patio porque el frigorífico estaba repleto. Los tenían en literas, cubiertos con sábanas bajo el caliente sol, y las moscas pululaban sobre ellos en el calor de 45 grados centígrados. En la morgue de la ciudad, los empleados, que llevan monos verdes, apenas si miran a los parientes que en la puerta gimen y se aglomeran junto al foso.
Después de pasar horas, día tras día en las morgues, llega uno a conocer a las víctimas. Sus padres, esposas y primos le cuentan a uno cómo se vestían, cómo trabajaban, cuántos niños dejaron atrás. Con frecuencia los niños están allí, junto a los ataúdes de madera barata, gritando y llorando, temblando en su orfandad. Los parientes gimen; dicen que nadie se preocupa de ellos y, después de expresarles mi pesar una y otra vez, llego a la conclusión de que están en lo cierto. A nadie le importa. «Al baqiya fi hayatek», les decimos en árabe, que en traducción aproximada significa «Que su vida perdida sea tuya en el futuro». Pero esa vida está perdida para siempre, al igual que, según los cálculos más conservadores, las de otros 10 mil iraquíes abatidos después de que «liberáramos» a Iraq el 9 de abril.
Aquí, por cierto, están apenas unos cuantos de los caídos de la semana pasada. Asan Ahmed tenía 26 años. En la morgue su primo Sadeq me enseña una fotografía del joven. Está sonriente, lleva una barba rala y viste una brillante camisa morada. Su padre era soldado y pereció en la guerra Irán-Iraq, en 1982, cuando Hassan tenía cinco años. A las tres de la tarde del miércoles pasado caminaba por la calle rumbo al vecindario bagdadí de Al-Biyar, donde vivía, cuando alguien, no se sabe quién ni por qué, le metió dos balazos en la cabeza.
El viejo Sarhan Daoud, de lentes y casi desdentado, ataviado con una larga chilaba de las llamadas dishdash, está quieto frente las puertas de la morgue de Bagdad. Unas horas antes sus únicos hijos, Ahmed, de 19 años, y Alí, de 27, fueron abatidos en la puerta de su casa en la ciudad. Se dice que fue una venganza, pero el padre no está seguro. «Estamos atrapados en esta tragedia», dice, «antes había pocos asesinatos como éstos. Ahora todo el mundo usa pistola. Por favor escriba de nuestra tragedia.»
Pasada media hora de espera junto al foso, puestos a un lado por la llegada de otros cuerpos -los ataúdes vienen de las mezquitas y se vuelven a usar día tras día-, Ahmed y Alí son llevados a sus cajas reutilizables y sujetos con cuerdas en la parte superior de una pequeña furgoneta a la que trepan los tíos, primos y el anciano paterno, para emprender el recorrido fúnebre hacia la tierra natal de la familia, cerca de Baquba.
Los familiares de Amr Ibrahim, albañil de 30 años, dicen saber quién lo mató, y hasta dieron el nombre a la policía iraquí, pagada por Washington. Pero la policía no hizo nada. «Vivimos en la anarquía», expresa su tío Daher. «Y luego, cuando llegamos aquí nos cobraron 15 mil dinares (unos 10 dólares) para realizar la autopsia, ya que de otro modo no nos dan el acta de defunción. Primero nos dejan sin una vida y luego nos quitan el dinero.» Para muchas personas en Iraq, 10 dólares es el salario de un mes.
Fahad Makhtouf, de 26 años, murió apuñalado cerca de su casa la noche del jueves. Su tío habla despacio: «A nadie le importa nuestra tragedia. Nadie se preocupa por nosotros».
Allá en el Yarmouk han tenido una mala semana. Mortada Karim acaba de recibir los cuerpos de tres hombres, todos muertos a balazos, procedentes de los cuarteles de la policía. Se cree que los tres fueron asesinados por ladrones. «Hace cuatro días tuvimos uno de los peores casos», dice el empleado. «Una madre y su hijo. Hubo una boda y algunos invitados se pusieron a disparar al aire. Los soldados estadounidenses abrieron fuego y mataron a la mujer y al niño.» Ese mismo día recibieron a un iraquí asesinado por su padre en una disputa por el botín que habían robado en Bagdad.
El mes pasado llevaron al Yarmouk a una familia de nueve miembros. Los empleados de la morgue creen que las cinco mujeres fueron encontradas por sus hermanos en un burdel y que en los consecuentes «homicidios de honor» acabaron a balazos entre ellos.
En las paredes de la morgue de la ciudad las familias dejan fotografías de personas que simplemente han desaparecido. «Perdimos a Abdul-emir al-Noor al-Moussawi el miércoles pasado, 11 de junio de 2003, en Bagdad», dice el letrero debajo de la fotografía de un señor de aspecto digno, de traje y corbata. «Tiene 71 años. Pelo blanco. Lleva un dishdash gris. Se recompensará a quien proporcione información.» También está Beida Jaffer Sader, estudiante al parecer secuestrada en Bagdad -su historia ya se ha relatado en The Independent-; el número telefónico de su padre está impreso bajo la foto. «Cabello rubio, ojos marrones, llevaba blusa blanca», dice.
Las potencias de ocupación, la llamada «Autoridad Provisional de Coalición», adoran las estadísticas cuando les son útiles. Nos pueden informar en segundos del número de escuelas que se han reabierto, la cantidad de médicos recién nombrados y la producción petrolera de ayer. No es necesario decir que entre sus cifras no figura la matanza cotidiana de inocentes iraquíes. Veamos, pues, algunas estadísticas: el miércoles de la semana pasada, la morgue de Bagdad recibió 19 cadáveres, de los cuales 11 fueron víctimas de armas de fuego. Al día siguiente llegaron 11 muertos cinco de ellos por balas. En mayo llevaron a ese lugar unas 300 víctimas de homicidios, 500 en junio, 600 en julio, el mes pasado alrededor de 700. En julio del año pasado, en tiempos de Saddam Hussein sólo llegaron 21 víctimas de armas de fuego, según el doctor Abdullah Razak, subdirector del servicio forense.
Por supuesto, es posible matizar la cuestión. Saddam gobernó mediante el terror. Si bien durante su régimen había seguridad en Bagdad, también se perpetraban asesinatos masivos en el Kurdistán y en el sur chiíta del país. Se han encontrado decenas de miles de cuerpos en los entierros masivos en Iraq: hombres y mujeres que no tuvieron acta de defunción, ni funeral ni justicia. En la prisión de Abú Ghraib, el jefe médico, Hussain Majid -quien fue confirmado en el puesto por los soldados estadounidenses- me dijo que a los «prisioneros de seguridad» los colgaban de noche y se le ordenaba no extender acta de defunción.
Puede alegarse que bajo el régimen anterior el gobierno era el que perpetraba los crímenes. Ahora los comete la gente. ¿Cómo se puede culpar a los estadounidenses de los asesinatos de honor? Sin embargo, son responsables, pues es deber de la potencia ocupante proteger a la gente que está bajo su control. El mandato de la «Autoridad Provisional» la obliga a proteger a la gente de Iraq. Pero no le importa.
Ninguna de las estadísticas presentadas considera los cientos de tiroteos en los que resultan personas heridas y no muertas. En el hospital Kindi, por ejemplo, me encontré con un hombre cuyo padre era un guarda de una fábrica. «Llegaron los saqueadores, mi padre les disparó y luego vinieron los estadounidenses y le dieron a él porque tenía su arma en la mano», dijo. «Le han hecho dos operaciones y sobrevivirá, pero nadie vino a vernos. Nadie presentó disculpas. A nadie le importa.»
Uno de los cadáveres recién llegados es el de Saad Mohamed Sultán. Era intérprete oficial para las potencias ocupantes y, aunque parezca increíble, fue asesinado cuando viajaba con un diplomático italiano en Mosul, por un soldado estadounidense que venía en un convoy. Después del hecho, los militares continuaron su camino como si tal cosa. No se molestaron en detenerse y averiguar a quién habían dado muerte. Saad tenía 35 años; esposa y dos hijos.
En el patio del forense municipal se ha reunido un grupo de jóvenes indignados. Son chiítas, y sospecho que pertenecen a la brigada Bader. Aguardan el féretro de Taleb Homtoush, muerto de tres balazos en la cabeza cuando estaba en la puerta de su casa en Bagdad, el miércoles pasado. Taleb había perdido las piernas en la guerra Irán-Iraq. Dos de sus hermanos perecieron en el mismo conflicto. Uno de sus primos, que se niega a dar su nombre, escupe de rabia al hablar.
«Ustedes deben saber una cosa», me grita. «Somos un país musulmán y los estadounidenses quieren crear divisiones entre nosotros, entre sunitas y chiítas. Pero no habrá ninguna guerra civil aquí. Estas personas mueren porque los estadounidenses dejan que ocurra. Ustedes saben que ellos hicieron muchas promesas cuando llegaron. Prometieron libertad, seguridad y democracia. Soñábamos con esas promesas. Ahora sólo soñamos con volarnos en pedazos en medio de los estadounidenses.»
*Titulo original: “Another day in the bloody death of Iraq”, 21 September 2003. – © The Independent
Robert Fisk, es corresponsal en Iraq del periódico The Independent. – http://www.independent.co.uk
Traducción realizada a partir del original aparecido en The Independent por el equipo de redactores de El Inconformista Digital, se ha tenido presente para la misma la traducción a cargo de Jorge Anaya aparecida en el periódico La Jornada.
Incorporación – Redacción. Barcelona / Bilbao. 23 Septiembre 2003.