La justificación del castigo y la justificación político-social del castigo – por Javier Fernández de la Torre

Con las elecciones sobrevolando nuestras cabezas, y sin saber a ciencia cierta si se trata de más demagogia electoral, o es para apartar nuestra atención sobre algunos “problemillas” de la política española (tal vez las dos cosas), nos van a volver a colar, por la retaguardia, un gol, un golazo.

El castigo o pena ha tenido una compleja evolución a lo largo de la historia, y por tanto, también han cambiado los argumentos que se han dado para justificarlo. Un momento crucial en la evolución de la justificación de la pena es la desaparición del Estado Teocrático, donde cualquier castigo era autorizado por la “ley de Dios”, por lo que las penas contra la vida y la integridad física no parecían desproporcionadas. La secularización del poder, y consecuentemente de la justicia, obliga moralmente al hombre a cambiar su concepción sobre el castigo. Una vez que el hombre, y solo el hombre, es el legitimado para condenar un crimen, aparecen nuevas penas y nuevas teorías para aprobar esta nueva potestad humana. Esto, junto con el cambio de valores, que descubre la libertad como un bien para el hombre, provoca que la pena de muerte y las torturas den paso a un nuevo tipo de castigo, la privación de libertad.

No cabe duda tampoco de la progresiva humanización del castigo, y cómo no, del Derecho Penal, que no es más que la autorización del Estado para ejercer violencia sobre aquellos que vulneran su ordenamiento, encontrando sus límites en una serie de principios y normas temporales, influidas por caracteres socio-culturales. Esto es, el sometimiento de la Ley al ordenamiento constitucional y al momento histórico-cultural propio de cada nación.

Por otro lado, nos encontramos con que la soberanía en los países democráticos recae en el pueblo. Esto supone un gran poder para todos los individuos que se reparten dicha soberanía, y consecuentemente, la responsabilidad, que ello conlleva.

Llegados a este punto, podemos deducir, que son los habitantes de una nación los que eligen a aquellos que dictan las normas, incluidas las normas penales, y por supuesto, las penas a imponer a quien vulnere dicho ordenamiento.

En nuestro país, hay que añadir más ingredientes para comprender cómo se legisla. Por un lado le unimos el tipo de influencia que realiza la población sobre los gobernantes, la tan de moda demagogia electoral. Después hay que añadir el desconocimiento sobre temas técnicos de la inmensa mayoría de la población, algo del todo normal, que deja de serlo cuando la opinión pública está profundamente influida por los datos morbosos de los medios de comunicación. Tenemos que añadir también la progresiva deshumanización que sufre la población, la normalización de la violencia, mostrada en la televisión constantemente, como si de una película se tratase, transforma a los ciudadanos en seres insensibles, incapaces de imaginar sufrimiento más allá de lo que les pueda parecer un peligro inminente. Y para peligro, el que creemos correr a cada instante con la más que renombrada inseguridad ciudadana, que a mi modo de ver no es tan grave como parece, y que más bien responde a la manipulación mediática, como todo. Por último, y no menos importante, la nueva implantación de un pensamiento único, que acorrala en un callejón sin salida donde no existen ideas distintas a las indicadas por ese pensamiento unidireccional y predeterminado.

Todos estos factores, provocan que la gente tenga una opinión sesgada sobre la realidad criminal de este país. Influidos por los datos más llamativos y manipulados, incurrimos en un desconocimiento profundo de nuestra sociedad, y un gobierno manipulador y ávido de votos, sólo tiene que aprovechar la ocasión. Cuatro datos oscuros sobre delititos de inmigrantes y violadores que violan el tercer grado, son más que suficientes para hacer que la gente se lleve las manos a la cabeza, y con un pensamiento cruel, haga apología de castigos inhumanos. La insensibilidad a la que me refería provoca inexorablemente, que el poco sentimiento humano que queda, llene de temor palabras como “inseguridad ciudadana”, y se olvide por completo de otros como “derechos humanos”. Hasta cierto punto es comprensible que la gente se preocupe por sus propios problemas, y por la inseguridad. Pero lo que no parece tan normal, es la poca capacidad empática de los “ciudadanos civilizados”, que en involución a tiempos bárbaros, sentencian la suerte de los criminales, con penas privativas de libertad por más años de los que han vivido y llegan a añorar la norteamericana pena de muerte.

La realidad es que tenemos dos caminos a seguir en lo que a utilización del Derecho Penal y la pena se refiere.

Uno, el ideológico, orienta toda pena privativa de libertad a la reinserción social, y hacer un uso restrictivo de la misma, minimizando el derecho del Estado a ejercer la violencia sobre sus propios ciudadanos, y convertir al Derecho Penal en una verdadera institución subsidiaria de los demás instrumentos coercitivos del Estado.

El segundo, es el de la retribución pura y dura. Que el Derecho Penal siga siendo un “mal necesario”, lo que sin ninguna duda va a contribuir a crear mayores males, y más necesaria va a seguir siendo su utilización.

El camino a seguir se va definiendo. Los que tienen la potestad de elegir se van declinando por esa segunda postura. No importa que la privación de libertad durante cortos plazos de tiempo sea un factor criminógeno de primer orden, ni que las largas conviertan a los receptores de la ira popular en algo lejano a cualquier definición de persona. No se va a tener en cuenta que el Derecho Penal, y sobre todo la privación de libertad, han de ser una medida excepcional. No se va a trabajar en mejorar las funestas consecuencias del capitalismo, pues parece que cuesta mucho esfuerzo y dinero y no va estar “tan bien visto” por el pueblo, como el endurecer las penas hasta la brutalidad. En pocos años tendremos más prisiones, muchos más presos de los que pueden alojar, y muchos más condenados en la calle. Mientras tanto, los verdaderos ladrones (los de millones de euros), y los verdaderos asesinos (aquellos que apoyan genocidios se pueden incluir aquí), seguirán controlando los instrumentos punitivos, malgastando nuestro dinero y utilizándonos como a borregos que no saben dónde ir sin un guía (es posible que sea cierto). La lucha entre los derechos humanos y la seguridad parece resuelta por unanimidad. Si en algo el pueblo, el gobierno y el grupo más poderoso de la oposición parecen ponerse de acuerdo, es en la manera de tratar a los delincuentes, eso sí, a los mismos de siempre, condenados a nacer, crecer, vivir y morir como lo que “tienen” que ser por definición, criminales.

Javier Fernández de la Torre
Estudiante de Criminología y secretario de la Asociación de Estudiantes de Criminología de la Universidad de Alicante.

Colaboración.

Incorporación – Redacción. Barcelona. 16 Mayo 2003