Una empieza a pensar lo peor viendo lo que está pasando. Gentes de otros países que vienen acá a trabajar, en cualquier condición. Condiciones que vienen siendo malas desde hace mucho tiempo. Condiciones que les niegan a los extranjeros que vienen a trabajar cualquier estatuto legal que les garantice derechos civiles y laborales.
Consecuencia de la falta de derechos civiles es la vulnerabilidad, la impunidad con que se ven pisoteados sus derechos más básicos: los derechos humanos.
Una empieza a sospechar que puede que ya nos engañáramos con los primeros que fueron llegando. Que quizá no era un problema puntual. Que quizá ya estaba organizado. Por los dos lados. Desde su país, en donde los captan con créditos usureros para pagar el pasaje, falsas promesas de visados y quién sabe, puede que incluso pseudo-visados, promovido el reclamo por las míseras expectativas de futuro en sus países de origen, o la sed de aventura y de riquezas fáciles. Y desde nuestro país facilitando una infraestructura que los mantenga en condiciones de esclavitud, de cautividad laboral, con fecha de caducidad.
Puede que en un principio estuvieran tanteando el terreno. Que fueran españolitos y primeros inmigrantes espabilados, trabajando mano a mano, los que descubrieran el filón. O simplemente aplicaran recetas vistas en otros países. Trayéndose el uno a sus paisanos mediante engaños y falsas promesas, y aprovechando el otro esa mano de obra ignorante de sus derechos. Pero el filón fue descubierto pronto. La ley de 1985, cuando apenas aún existía inmigración masiva, ya marcaba los términos y condiciones de la desprotección legal. Sucesivas leyes, reglamentos, órdenes, campañas de regularización, etc. fueron perfilando el actual panorama. La fecha de caducidad la marca la ley, una vez regularizada su situación, ya compite en términos de igualdad legal y desigualdad real con la población activa autóctona. Hay un voraz mercado de trabajo para el inmigrante sin papeles: la agricultura de los grandes números, la construcción de la cadena de subcontrata indefinida, los hogares con doble carga laboral en condiciones de cautividad y con cargas familiares por la falta de infraestructura de servicios públicos para niños, ancianos y enfermos y el sector servicios, principalmente de ocio y tiempo libre.
Por lo que se ve, empieza a aparecer un segundo beneficiario, que pronto va a conseguir nuevos clientes cuando parecía que el mercado ya no daba para más: el mercado de la vivienda secundaria y de la construcción. En algunos barrios empieza a aparecer una nueva economía paralela: tiendas que no respetan los horarios comerciales tradicionales o legales, cuyos proveedores trabajan imponiendo condiciones de esclavitud, con mano de obra cautiva que va poblando esos mismos barrios y que aporta un nuevo elemento de miedo por un lado, y empobrecimiento del comercio tradicional por otro. Miedo porque saben que la impunidad de las infracciones viene amparada desde las altas esferas, y que cualquier gesto hostil puede acarrear la más cruenta violencia física. Este mal ambiente además genera mucha injusticia cívica. Ante el miedo generado por estos hechos, la población autóctona encuentra las cabezas de turco sobre quienes hacer caer el peso de sus frustraciones: los extranjeros que llegaron hace mucho o hace menos, pero que se integraron a su manera en los barrios y que son tan víctimas o más que la población autóctona. La primera víctima son los inmigrantes largamente o cortamente integrados y con tan pocos “padrinos” como la población autóctona. En épocas de miedo, la víctima más indefensa es la primera. Cualquier medida policial contra ella no es más que una pantalla de humo, que esconde todo un mundo de connivencias y favores mutuos, en donde los verdaderos actores actúan con gran impunidad.
Ello sin entrar en el mundo de la droga. Los grandes alijos llegan al amparo de empresarios y operaciones comerciales, grandes y pequeños. Por lo tanto, los grandes márgenes comerciales van a manos de personajes intocables, tanto proveedores como distribuidores. Sólo su desfachatez y el hecho de que aún quedan funcionarios íntegros en policía y judicatura permiten de vez en cuando interceptar algún envío e incluso deshacer alguna trama. Pero no dejan de ser episodios anecdóticos. Lo que sí se persigue es el trapicheo. Apenas su consumo, desde luego no entre las clases poderosas.
No existen soluciones mágicas. Y como siempre, es el afectado y el perjudicado el único que al final tiene motivación suficiente para buscarlas. Dudo que la solución pase por otro camino que por la imaginación y la acción común de los perjudicados. Cualquier promesa de solución, en mi opinión, es interesada y en beneficio propio de quien la hace. Cualquiera que prometa que desde el poder va a poder solucionarlo, está engañando a los ciudadanos. Hay demasiada connivencia.
Marga Vidal. Valencia.
Incorporación – Redacción. Barcelona. 5 Mayo 2003