No obstante lo dicho, y a la vista de las recientes elecciones presidenciales en Argentina, quizá convenga recordar que bajo una misma etiqueta podemos encontrar realidades muy diferentes.
Acá en España, y en especial en los municipios más pequeños, las agrupaciones políticas sí pueden considerarse como patrimonio popular, aunque supongo que más de algún funcionario de partido se puede escandalizar. De hecho, una de las cosas que me han parecido más interesantes fue el intento de celebrar primarias en el PSOE (y basta recordar cómo acabó) y el hecho de que acá en Valencia Esquerra Unida haya abierto las puertas, en su encuesta sobre la coalición electoral, a los simpatizantes y no sólo a los miembros con carnet (aunque hay que decir que se consultó sobre un borrador hecho, y no participado por los colectivos de base). Con lo cual creo que se puede presuponer una cierta voluntad por parte de algunos sectores de estos partidos, y poco más.
Dicho esto, hay que tener en cuenta que el sistema de pluralidad de partidos NO es un sistema democrático en cuanto a su nacimiento. Los partidos nacen en los parlamentos del siglo XVIII y XIX, que son sistema de representación de las clases propietarias, terratenientes o urbanas. Son sistemas de representación aristócrata o burguesa, entendida la burguesía como clase urbana. En principio ni siquiera existía el voto universal y secreto. Con lo cual, al socaire de los movimientos obreros, y en la medida en que los movimientos obreros cobraron fuerza y los sistemas de gobierno aristócratas o burgueses tuvieron que pactar bajo la amenaza de revoluciones cruentas como la francesa o la rusa y provocadas por pueblos sometidos a explotación brutal para alimentar lujos y despilfarros, fue como fueron naciendo los partidos de izquierdas. En algunos países los movimientos revolucionarios fueron asimilados por partidos burgueses, en otros se constituyeron directamente en partidos, aunque pocos han podido resistir los embates del sistema capitalista sin acabar imitando comportamientos antiobreristas.
Sin embargo, no debemos perder de vista que los partidos tradicionales están hechos a medida de la clase para la que nacieron. Presuponen una cierta educación en sus miembros, que permite que cualquiera de ellos pueda tanto elegir como ser elegido para gobernar o participar en el gobierno de estructuras de una cierta entidad como municipios o naciones. Educación posibilitada por el tiempo que han podido dedicar a su formación y por el tiempo que siguen teniendo para informarse y asimilar y traducir dicha información. Cosa que no cabe decir de las clases obreras, cuyos hijos bien pronto tenían que abandonar las escuelas, y que no siempre tenían acceso a una educación de una cierta calidad. Ni luego tenían fácil acceso a información relevante para ellos y que les permitiera formarse y desarrollarse políticamente.
Por eso debemos considerar muchos más factores a la hora de evaluar el grado de democratización de una sociedad. Si los partidos, en especial los de izquierda, no practican la solidaridad interclasista, si no promueven una educación de calidad también para las clases trabajadoras, sea desde el estado cuando tengan acceso al gobierno, sea desde instituciones propias tales como universidades populares, si no promueven medios de información al servicio de las clases trabajadoras, bien trabajando por un pluralismo real en los medios públicos, bien promoviendo empresas privadas de información de calidad y que no sean meros panfletos caricatura de los medios “clasistas” de las clases adineradas, poca democracia real tendremos. No puede haber democracia cuando los intereses de gran parte de la sociedad no son tenidos en cuenta en el gobierno de la misma.
El mensaje que nos transmite la publicidad, tanto comercial como institucional, es la de que somos clientes y consumidores, es decir, agentes pasivos y receptores. Es la mayor trampa para el ciudadano. Si olvidamos que la ciudadanía puede tener un elemento activo, participativo, participando bien a través de los cauces que se le ofrecen al ciudadano, bien creando nuevos cauces y reclamando activamente su derecho a la participación responsable, recabando la solidaridad del resto de la ciudadanía, si aceptamos convertirnos en meros consumidores de productos políticos, dejándonos mover sólo por el miedo a lo peor (votando por lo menos malo) o por la apariencia “resignada” (votando al llamado del “deber ciudadano” a sabiendas de que ninguna promesa se realiza con intención de ser cumplida, y sin intención alguna de reclamar su cumplimiento y denunciar su incumplimiento) acabaremos convertidos en seres comodones, campeones del zapping y del desfogue en los espectáculos previstos a tal efecto (conciertos multitudinarios, partidos de fútbol, etc.), que aceptan pasivamente cada vez más vejaciones y contemplando frustrados como medran los poderosos de siempre y los espabilados de turno a costa nuestra, sin esperanza alguna de que esto pare. Porque no parará mientras los que lo sufrimos no lo paremos. Es iluso imaginar cualquier otra solución que no pase por nosotros. Cada cual que decida qué hacer. Votar no es la panacea, y no votar puede ser coherente con otras conductas políticas. Lo que sí es seguro que no hacer nada, en estos momentos, es alimentar la rueda, y esta no gira precisamente a favor de los desfavorecidos.
Marga Vidal. Valencia.
Colaboración
Incorporación – Redacción. Barcelona. 29 Abril 2003