Hace unas semanas, más de un mes quizá, los compañeros de “el indiscreto digital” me propusieron que escribiera algo sobre el ambiente prebélico en los EE.UU.. Sin saber muy bien qué se siente cuando un país se prepara para entrar en combate y aún menos en una guerra ¿defensiva?, ¿para el desarme de Irak de sus armas de destrucción masiva?, ¿de liberación del buen pueblo iraquí?, ¿por la PAZ en el mundo?, (…)
(…) … me dispuse a escribir algo sobre el más coherente —dentro de las divergencias— movimiento antiguerra, y mis distintas impresiones respecto de lo que estaba sucediendo, antes de que se hubiera lanzado el primer ataque aéreo sobre Bagdad.
Ahora me doy cuenta sin embargo, de que no hay ni hubo, al margen de las manifestaciones, ningún tipo de movilización civil genuina, ningún tipo de preparación. Si comprar cinta americana, de esa gruesa y resistente y escuchar las obviedades que dice Tom Ridge en los anuncios de televisión es “estar preparados”; mientras se niega a los estados de la unión los fondos para adoptar las medidas de seguridad que han venido impuestas desde Washington, bajo la supervisión del Departamento de Seguridad de la Madre Patria, ¡vamos listos!
Pero la cuestión fundamental aquí es que esto no es la II Guerra Mundial —ni Francia va a ser liberada de la ocupación alemana, ya en su fase final, por cierto— sino como lo ponía el columnista Samuel G. Freedman en el USA Today el 20 de marzo de 2003 (“U.S. enters era of privatized war”, p.15A) una guerra privada, privatizada. “Si esta guerra es realmente por razones de autodefensa nacional, para nuestra supervivencia, ¿por qué entonces no se espera más de nosotros que nuestra complicidad pasiva?”, se pregunta el autor.
En los años cuarenta, “Rosie the Riveter” animaba a las mujeres para que colgaran el delantal y se pusieran a trabajar en las fábricas de armas, ensamblando aviones y tanques. No en vano sus padres, esposos e hijos habían sido reclutados por el ejército, y el mantenimiento en funcionamiento de las fábricas y de la economía era una cuestión de seguridad nacional. Mientras tanto los niños y las niñas en las escuelas eran adiestrados en el uso de las máscaras de gas o en cómo protegerse ante un ataque aéreo. Sin duda, algún submarino alemán había osado aproximarse demasiado a la costa este, y el Japón no se contentaba con haber atacado Hawaii (una colonia por aquel entonces) sino que podría querer acceder al territorio nacional a través de la esquimal Alaska.
Hoy en día, siendo agua pasada la espantosa amenaza comunista, fundamentalistas musulmanes y terroristas entrenados en las técnicas más sofisticadas (como la de estrellar un avión de pasajeros contra edificios que a la velocidad de crucero se ven como delgados alfileres con puntería certera —resulta cuanto menos sospechoso—) amenazarían la seguridad de la nación y la mismísima paz mundial. Como si el terrorismo existiera desde que el 11 de septiembre por la mañana damnificó al centro del mundo: los EE. UU.. Pero se habría dejado, en cambio, en manos privadas su protección, y al más puro estilo de la escuela de Chicago se habría externalizado el servicio. En lugar de dotar de fondos a las administraciones implicadas se esperaría que uno vaya al supermercado y se compre, para tener siempre a mano, un rollo de cinta americana, una máscara de gas, o una caja de pastillas de potasio (… por lo de las bombas “sucias”, de desechos nucleares).
Entre muchos otros objetivos de la invasión de Irak: hacerse con una de las reservas de petróleo más importantes del mundo, para así establecer ellos las reglas del juego energético y no la OPEP que amenaza, además, con pasarse al euro; poner otro pie en el Oriente Medio para quedarse y poder desplegar todo su poderío militar e influencia en la región sin los inconvenientes del jet lag; ¿dividir Europa en dos o más pedazos?; ¿ningunear a las Naciones Unidas y al derecho internacional?; aprovechar un alza automática de popularidad para garantizar la elección que Bush no ganó; se encuentra el de emular el milagro de la economía norteamericana, gracias al esfuerzo bélico de la II Guerra Mundial. Sin embargo, existen grandes e importantes diferencias.
Una de ellas es que no obstante las horas bajas que vive la economía en los EE. UU., el sistema capitalista neoliberal oligopólico y una tecnología que cada vez necesita menos mano de obra son, hoy día, capaces de proveer los servicios y los productos requeridos sin ofrecer mucho a cambio, es decir, sin crear trabajo o incluso destruyéndolo. (Y ello no obstante la recuperación ¿estable? de la economía que teóricamente tendría que producirse cuando se realice la reconstrucción de Irak por muchas empresas que, por cierto, también habrían participado en su destrucción y en el asesinato abyecto de decenas de millares de personas). Y sin embargo, absorbiendo una porción nada desdeñable del presupuesto nacional —se calcula que 400.000 mil millones de dólares cada año durante los próximos diez, es decir, más de 1000 millones de dólares al día— exclusivamente destinada a pagar armas, bombas, aviones, y equipamiento high-tech, y a mantener un ejército profesional virtualmente invencible. En efecto, esta sería otra de las diferencias: ejército profesional.
Sin querer entrar en la polémica que enfrenta a partidarios de una u otra opción, que el ejército esté conformado por voluntarios a sueldo cambia mucho el panorama respecto de la actitud de la población ante la guerra. Puestos a imaginar que las guerras fueran justas, sería hasta cierto punto concebible que se movilizara a la población en igualdad de condiciones, cada uno de acuerdo con sus habilidades. Pero esta es la gran diferencia, seguramente porque la guerra ya no está justificada y es cada vez más difícil de vender, se necesita un ejército privado para que realice el trabajo contratado (“el trabajo sucio”: dice un soldado, en el USA Today de 4 de abril de 2003, “Illinois soldier refused to shirk ‘dirty work’”, p. 8A) que una población con conciencia —o incluso con más sentido común que conciencia— ya no puede asumir, y mantener así en marcha una economía nacional demasiado comprometida con el complejo industrial bélico; por decisión inapelable de política económica gubernamental.
Pero a diferencia de lo que nos quieren hacer creer a los incrédulos de la capacidad democratizadora, pacificadora, civilizadora de la fuerza bruta, la privatización de la guerra (con fondos públicos) tampoco las ha hecho menos letales y sangrientas. En lo que llevamos de invasión ya se han lanzado más bombas que las que se lanzaron en la anterior Guerra del Golfo, en la que a su vez cayeron más bombas que las que se tiraron sobre Vietnam en 15 años que duró el conflicto. Si a una mayor precisión para destruir el objetivo, mediante bombas inteligentes guiadas por satélite, no viene unida una utilización más limitada del armamento convencional o no inteligente, ¿para qué sirve entonces su mayor eficiencia?
Qué duda cabe que nos quieren hacer creer que la precisión quirúrgica con que son capaces de atacar al enemigo iraquí es lo que hace compatible una guerra preventiva y una guerra de liberación. Como si nos quisieran convencer de que toda vez que en anteriores conflictos armados se ha bombardeado una zona residencial ha sido por error: porque no existía un satélite avizor que fijara las coordenadas exactas del objetivo militar sobre el terreno. Pero una mayor eficiencia armamentística, si dejamos al margen la cuestión concreta sobre cuál es exactamente la proporción de armas que incorporan esta tecnología revolucionaria, y hasta qué punto es infalible, puestos a suponer que se elijan “bien” los objetivos militares, no implica que se lancen menos bombas, o que el armamento convencional haya sido reemplazado por la nueva generación de armas de precisión. Más bien al contrario: se ha superpuesto, como ha venido sucediendo desde que se inventó el negocio de la guerra.
La razón es que esta tecnología no es de “sustitución”. Su objetivo no es el ahorro energético ni la paz, por descontado, sino el ahorro de tiempo, lo que es muy distinto. No es el de utilizar menos bombas más precisas en lugar de más bombas menos certeras para obtener el mismo resultado, sino el de obtener el mismo resultado e incluso el de superarlo en el menor tiempo posible; lo que al final de cuentas hace que se incrementen los bombardeos y el uso de proyectiles mortíferos.
En efecto, la invención de la metralleta (y su mayor precisión) no hizo que hubiera menos pistolas ni que se dispararan menos balas. Como tampoco la invención de la bomba nuclear (siendo un caso que merece ser estudiado aparte) puso fin de una vez por todas a la guerra ni a la industria armamentística, al hacer todo armamento convencional redundante por definición. Al contrario, no hicieron sino proliferar y se siguen construyendo y se prosigue innovando en este campo para hacerlas más manejables y utilizables (como de bolsillo), aunque basten unas pocas de las ya acumuladas para arrasar de la faz de la Tierra todo cuánto existe. (Además, la propaganda estatal acabaría de descubrir que son el pretexto perfecto —especialmente de cara a ciertos sectores de la opinión pública que no saben quién es Noam Chomsky, que todavía no se han dado cuenta de que los gobiernos mienten y que probablemente nutren de soldados a los ejércitos profesionales— para atacar preventivamente a países que aún lejos de poseerlas quizá aspiran a ello. Si no son del agrado de los EE. UU. o pretenden emanciparse de su esfera de influencia).
Como consecuencia, ello sólo puede resultar en la producción de una mayor capacidad mortífera y un mayor gasto militar y volumen de negocio. Pues más bombas y proyectiles no tienen otro objetivo que el de matar mejor y más rápido (¿acaso no es ésta la mejor campaña publicitaria?). O el de causar el mayor número de heridos e impedidos, de mutilados y quemados, masacrados hasta el mismo tuétano de los huesos.
Es más, lo que se espera realmente del ejército profesional y de esta era tecnológica y de las armas inteligentes es que disminuyan las bajas (como reconocían los expertos el otro día por televisión); ¡ah! pero no en el bando “enemigo” ni entre los civiles, sino en las propias líneas (lo que es, por cierto, totalmente congruente con el espíritu de las guerras desde que fueron inventadas). De esta manera, se daría la circunstancia de que la mayor capacidad destructiva del armamento moderno, unida a la virtual invulnerabilidad del ejército estadounidense, especialmente cuando se enfrenta a talibanes, terroristas u otras fuerzas armadas desintegradas que a penas pueden hacerles frente, hace que las cifras de víctimas accidentales o por “fuego amigo” sean, aunque pocas, proporcionalmente muy llamativas respecto al número total de bajas en combate. “Más de un tercio de los muertos [entre las fuerzas estadounidenses] lo han sido en accidentes o por enfermedad o por el “fuego amigo”, no por el enemigo” (USA Today de 4 de abril de 2003: “Between armies, huge disparity. Iraq takes far heavier casualties”, p. 4A). De ahí que la eficiencia y la tecnología aplicada al armamento busque ese doble objetivo: maximizar las víctimas entre el enemigo o los demás y una minimización de las bajas entre las propias fuerzas en combate. Que las víctimas entre los soldados profesionales sean mínimas es la mejor publicidad del ejército profesional privatizado ante un ejército reclutado, de personas de distintas clases y esferas sociales, de personas de carne y hueso y, —¡Dios no lo quiera!—, hasta con conciencia de las atrocidades de la guerra.
Basta con comparar las grandes cifras de muertos en el bando iraquí o de una forma más visual poner una al lado de la otra, imágenes de muertos y heridos en uno u otro bando, para contrastar la gran diferencia en el tipo y la extensión de las heridas, de los abrasamientos deformantes y las mutilaciones que sufren; para darse cuenta de hasta qué punto las armas high-tech o las bombas racimo (cluster bombs) no son más refinadas o menos burdas que las armas supuestamente de destrucción masiva (arbitraria distinción, por cierto) que utilizan los iraquíes. ¿Quién estaría realmente utilizando armas y bombas que merezcan dicho calificativo?
¿Salvar vidas humanas? Sí, claro, resolverá un experto del Pentágono: al obtener el mismo resultado en el menor tiempo posible, las guerras son/deberían ser progresivamente más cortas, el objetivo sería hacer comprender al enemigo lo antes posible de la inutilidad de oponer resistencia exhibiendo una fuerza irresistible. ¿Exactamente como ocurrió en el Japón, con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Nagasaki e Hiroshima? Semejante razonamiento suena familiar.
Sin duda en aquella ocasión se salvaron muchas vidas humanas —un millón estimó el gobierno—, especialmente si sólo es vida humana la de los soldados estadounidenses. Llegará un día celebrado en que se podrá matar sin que se manchen las manos de sangre, porque ni siquiera quedará la sangre. La bomba MOAB, que no sería sino una bomba atómica pero sin la mala fama de la que goza la radiación —pese a su contraintuitiva propiedad de salvar vidas humanas, resulta curioso—, no dejaría sino un rastro de cenizas. ¿Y no es esa eficiencia mortífera/resolvedora de conflictos mediante la fuerza bruta, la que hará que proliferen las guerras? Si las guerras son más letales y por ello (supuestamente) duran menos tiempo, ¿acaso no estarán pensando en la posibilidad de iniciar más guerras/zanjar más cuestiones, en el tiempo en que antes se tardaba en hacerle entrar en razón a un sólo enemigo recalcitrante? ¿O quizá se podrán emprender dos o más guerras simultáneamente? Como sugería jactancioso Donald Rumsfeld, ministro de defensa de Bush, cuando se le preguntó acerca del incremento de la tensión en la crisis con Korea del Norte. Ante semejante perspectiva en el horizonte, a las industrias armamentísticas y de la “reconstrucción” se les debe de estar haciendo la boca agua, ¡imaginad qué bien marcharía la economía! y mientras tanto nos venden la moto de que ello salvaría vidas humanas, especialmente población civil.
Por suerte o por desgracia, la realidad es bastante más compleja y no basta con exhibir una fuerza bruta irresistible, táctica propia de una potencia agresora, para garantizar la rendición inmediata del oponente. Especialmente si está ejerciendo la legítima defensa contra una fuerza invasora, que es el caso que nos ocupa. Ello no garantiza que las guerras sean más cortas, ni menos letales, ni tampoco hace desaparecer como por arte de magia a los aspirantes a enemigo, especialmente cuando cualquier nación independiente, sin previo aviso, puede merecer el calamitoso honor de ser señalada con el dedo. Por otra parte, tampoco sabemos hasta qué punto es factible ejercer dicha capacidad opresora incomparable en todo momento o de una forma sostenida sin que ello tenga repercusiones económicas y termodinámicas, sociales, medioambientales, internacionales, de terrorismo que la hagan extremadamente costosa; aunque parezca claro que ese sea el objetivo de los EE. UU. para el siglo XXI. En un programa del gobierno (con la indudable confabulación del complejo industrial bélico), emitido por el Departamento de Defensa en junio de 2000 llamado Joint Vision 2020 (), éste presenta una lista de objetivos para tan infortunada fecha futura, en que el ejército de los EE. UU. adquiera “full spectrum dominance”, es decir, un dominio completo del planeta y del espacio exterior (convertidos en nada menos que potenciales campos de batalla), y en que las fuerzas armadas sean “más rápidas, más letales y más precisas” “en cualquier parte del mundo”. “La etiqueta de full spectrum dominance implica que las fuerzas de los EE. UU. son capaces de llevar a cabo operaciones prontas, sostenidas y sincronizadas […] para operar en todos los entornos —espacio exterior, mar, tierra, aire e información—. Adicionalmente, dada la naturaleza global de nuestros intereses y obligaciones, los Estados Unidos tienen que mantener la presencia de sus fuerzas en ultramar y la habilidad de proyectar rápidamente su poder mundial para lograr la full spectrum dominance”.
Ante los horrores de la guerra y el negocio que comporta, con un ejército profesional del cual sólo se desea que “haga bien el trabajo” y no haga muchas preguntas, no es de extrañar que el gobierno estadounidense no espere gran implicación de sus ciudadanos. Salvo que sigan con su vida normal, ¿acaso no es normal la guerra?, para que no se resienta el consumo. Que brinden todo su apoyo a las tropas, para seguir dándole cuerda a lo patriótico, no vaya a ser que la gente se dé cuenta de que los votantes ya no tienen control sobre lo que hace o deja de hacer el gobierno. Y si algún soldado terriblemente infortunado (dadas las estadísticas) vuelve a casa en una bolsa de plástico negra, que sus familiares se conduzcan con la profesionalidad y el desprendimiento que caracteriza a todo sector privado, no público, sin ningún tipo de repercusión política, ni por asomo.
Y sobre todo, ello no incluye en ningún caso protestas antiguerra, ni que se cuestione nada de lo que esta administración, o para el caso futuras administraciones, estén urdiendo. Especialmente por qué el presupuesto de “defensa” conlleva el secuestro de proporciones cada vez más importantes de las arcas del estado. Por qué para poder hacer frente a lo que cuesta mantener esta maquinaria bélica gargantuesca, mientras se llevan a término políticas económicas y sociales ultraconservadoras que recortan impuestos a los ricos y al establishment empresarial y se instala un estado policial, se cancelan programas sociales, educacionales, de beneficiencia, de cultura, etcétera. Por qué la agencia de recaudación de impuestos y el sector público estarían transfiriendo billete a billete sumas cada vez más importantes del dinero público a las grandes corporaciones, mientras en aras de la “austeridad presupuestaria” se dan las mil y una razones de por qué no se dan fondos al transporte público, por qué una madre soltera no puede recibir ayuda, por qué no se puede implantar un sistema de seguridad social universal en los EE. UU., por qué se ha desmantelado la razón pública en definitiva.
A falta de enemigos o de causas bélicas creíbles, pero no en volumen de negocio, continuamente cabe embalsamar esta realidad descarnada con grandes dosis de patriotismo rancio y demodé, de grandes palabras y buenas intenciones, carentes de cualquier correspondencia con la realidad. Tanto se ha querido convencer a propios y extraños que esto era una guerra de liberación, que sus propios artífices se habrían acabado creyendo sus propias historias fabulosas de las mil y una noches: que los tanques marcharían sobre alfombras de pétalos de rosas, …
No en vano los EE. UU. son los principales impulsores de la nueva economía, esa barbarie llamada mercado libre, que no impide venderle armamento (siempre que no sea la última hornada) al enemigo presente o futuro o a cualquier cliente solvente: ¿o acaso no son las facturas de venta de armas prohibidas y de componentes a Irak durante un extenso período de tiempo, la preciosa información que la administración Bush se ha resistido a enseñar? Bajo la condición de que luego le dejen bombardearlo hasta los cimientos, hasta que no quede edificio en pie, para luego reconstruirlo en sus propios términos y, quién sabe, ¿rearmarlo otra vez cuando se haya instaurado un gobierno leal?, y …
Por ello, ahora que las bombas son inteligentes y que la eficiencia impepinable de la empresa privada, con un balance contable siempre favorable han tomado control del gobierno y de la razón pública, quizá se pase por alto que el Presidente no fuera, por decirlo así, al 100% electo. Que presuma de haber sido un estudiante mediocre, una persona corriente (como se acostumbra a decir en su favor), de ser racista y misógino, hijo de papá que le pagó un MBA pese a que, como ha dicho en más de una ocasión, no se le dan bien los números y que no exhiba grandes luces salvo para ejercer a la perfección su falta de escrúpulos con una osadía y un cinismo imprecedentes.
Ahora que las bombas son inteligentes, son i+d, quizá se disculpe la idiotez de las políticas y de los gobiernos; ahora que son capaces de pensar por quiénes las utilizan irresponsablemente y hacerlo además sobre la marcha. Se dispense también la hipocresía y la falta de escrúpulos “en aras de la austeridad presupuestaria” y de la paz mundial, la liberación del pueblo iraquí y de todos los que discrepan de los “intereses globales” de los EE.UU. (… sino fuera porque son tan obstinados). Se exima en definitiva al “hombre blanco estúpido” (como llama a todos estos canallas el director de documentales oscarizado Michael Moore) de comparecer, por crímenes de guerra, ante el Tribunal Penal Internacional. Es más, con un poco de diplomacia, quizá podrían aspirar ¿al premio Nobel de la Paz?*
Maite Padilla Zalacain. Los Angeles. 9 Abril 2003
Corresponsal de El Inconformista Digital en la Costa Oeste de los EE.UU.
(Dedicado a todos los periodistas que han sido asesinados por la guerra, por defender nuestro derecho a la información)
NOTA: El 5 de febrero de 2003 la BBC se hacía eco de que un miembro del Partido del Progreso de Noruega, Harald Tom Nesvik, había propuesto las nominaciones de George W. Bush y Tony Blair para el premio Nobel de la Paz, “por su lucha decisiva contra el terrorismo” y por “promover la paz mundial” (véase http://news.bbc.co.uk/1/hi/world/europe/1801773.stm )
Incorporación – Redacción. Barcelona. 9 Abril 2003