Guerra Ilegal, Guerra Criminal

¿Qué dicen las leyes de esta guerra? – Estudio realizado por Antonio Fernández Tomás, Ángel Sánchez Legido, Juan Miguel Ortega Terol, Carmen Torres García, profesores de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Castilla-La Mancha.

Resulta difícil cuestionar que la prohibición de la autotutela de los derechos constituye uno de los principios más importantes de racionalización y ordenación de las relaciones sociales. Es, además, un elemento consustancial a ese modelo de organización social que llamamos Estado de Derecho, el cual lo diferencia de aquellos otros sistemas regidos por otros tipos de leyes, como la de la jungla o la del Far West. La prohibición de que cada cual se tome la justicia por su mano, sobre todo de forma violenta, conlleva como complemento necesario la institucionalización de la respuesta frente a las violaciones del derecho, incluso cuando se trata de las más graves infracciones de los más esenciales derechos. Cuando se produce un asesinato, por ejemplo, no son los allegados de la víctima, ni por supuesto otros individuos consternados por la crueldad y vileza del delito, quienes pueden dar su merecido al criminal, sino la institución judicial legítimamente constituida para la aplicación de las normas penales. Y son esas mismas instituciones las que se encargan de velar por el cumplimiento de las sanciones. El incumplimiento, por ejemplo, de las condiciones de la libertad condicional autoriza sí, al juez a revocarla, pero no permite a las víctimas secuestrar al condenado para hacer cumplir así lo que es de justicia: el cumplimiento de la ley. Todo ello, claro está, sin perjuicio del derecho de cada cual a defenderse, incluso mediante la fuerza, por ejemplo, ante una tentativa de asesinato, aunque no antes ni después.

La Carta de las Naciones Unidas representa la aspiración por trasponer al plano internacional tales ideas elementales. En ella, la prohibición del uso de la fuerza tan sólo encuentra –dejando a un lado la ya obsoleta referencia a posibles ataques contra los estados enemigos durante la Segunda Guerra Mundial- dos excepciones. De una parte el inmanente derecho de legítima defensa, sólo en caso de ataque armado –con exclusión, pues, de la defensa preventiva- y con carácter provisional, hasta tanto el Consejo de Seguridad adopte las medidas oportunas. Y, de otra, la acción colectiva, decidida y dirigida por el Consejo de Seguridad, en el caso de amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o agresión. No obstante, criatura de los vencedores en la 2ª Guerra Mundial, ya en Yalta quedó claro que los poderosos iban a tener reservada una posición de privilegio en este sistema de respuesta institucional frente a las más graves violaciones del Derecho Internacional. Cinco Estados formarían parte siempre del Consejo de Seguridad, y esos cinco Estados tendrían derecho de veto y, consiguientemente, posibilidad de impedir su funcionamiento.

Fue eso precisamente lo que ocurrió durante toda la guerra fría. En un mundo rígidamente bipolar, todo lo que ocurría en él interesaba de forma contradictoria a las superpotencias. Por ello, toda decisión de poner fin a un conflicto implicaba tomar partido en él a favor de uno de los bloques, en contra del otro. De ahí la parálisis del Consejo de Seguridad durante la pervivencia del telón de acero. Las cosas cambiaron tras la caída del muro de Berlín. El entendimiento entre las grandes potencias permitió durante los noventa sacar de su letargo el capítulo VII de la Carta, aunque para ello fue sometido a una no desdeñable reinterpretación. El Consejo de Seguridad sería sí, el órgano que autorizaría la adopción de medidas coercitivas de fuerza, pero su aplicación correspondería no al propio Consejo, a cuya disposición los Estados miembros debían colocar los contingentes necesarios, sino a los propios Estados con capacidad y voluntad de participar en las operaciones. Tal fue el esquema aplicado, casi siempre con dudoso éxito en un buen número de conflictos, desde la primera guerra del Golfo a Bosnia-Herzegovina, pasando por Somalia o Haiti.

La guerra contra Yugoslavia a cuenta de las graves violaciones de los derechos humanos contra la población albanesa de Kosovo primero, y la operación Libertad duradera después contra el régimen talibán, anunciaron ya una superación de la imperfecta aplicación del sistema de seguridad colectiva durante los primeros noventa y, como el argumentario de nuestro gobierno pone de manifiesto, venían anunciando la actual quiebra. Durante la crisis de Kosovo, porque la amenaza rusa de veto llevó a la OTAN a bombardear Yugoslavia con el pretexto, probablemente incuestionable, de poner fin a los crímenes que se estaban cometiendo contra la población civil. Y, en cuanto a la operación Libertad duradera, porque un Consejo de Seguridad consternado por los atroces atentados del 11-S, creyó necesario aceptar la generosa interpretación de la legítima defensa esgrimida por la administración estadounidense, aceptando como tal una operación más sancionadora que defensiva.

La actual guerra contra Irak supone, al propio tiempo, profundizar y dar un salto cualitativo en esta evolución. La política sobre seguridad estratégica nacional norteamericana, aprobada bajo el clima de terror creado –e interesadamente amplificado- tras el 11-S, aparece articulada ahora en torno a la idea de guerra preventiva: el pretendido derecho del más inmenso poder militar de la historia de eliminar las amenazas a su seguridad incluso antes de que las mismas tomen forma. La puesta en práctica de las decisiones de la cumbre de las Azores del pasado fin de semana supone la aceptación y formalización de una doctrina que arrincona al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas –órgano que sólo parece válido cuando es una simple instancia de legitimación de las decisiones unilaterales de la hiperpotencia- y que es manifiestamente contraria a la idea de legítima defensa del artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas.

No hay, pues, legítima defensa en la guerra contra Irak, como defendió el Sr. Bush en el mismo mensaje en el que hizo público el ultimátum contra el régimen del sátrapa Husein. Y no hay tampoco autorización del Consejo de Seguridad, pues sólo a él corresponde determinar, tanto si hay incumplimiento de las condiciones que determinaron el alto el fuego decretado en la primera guerra del Golfo y cuáles han de ser las consecuencias oportunas ( Resolución 687), como cuáles son esas graves consecuencias de las que habla la Resolución 1441 que, si pudo adoptarse por unanimidad, fue precisamente porque no autorizaba un recurso automático a la fuerza. Probablemente, el sistema de seguridad colectiva de la Carta, atenazado por el derecho de veto sea imperfecto. Pero si es así, lo que hay que hacer es reformarlo, no dinamitarlo. ¿Adivinan ustedes qué Estados, temerosos de perder o de tener que compartir sus privilegios, han venido bloqueando sistemáticamente las propuestas de reforma de la ONU de las que se viene hablando desde principios de los noventa?.

Entrar en las motivaciones reales de la guerra podría ser largo y prolijo. No deja de ser paradójico que sea precisamente el Estado que cuenta con un mayor arsenal de armas de destrucción masiva, y uno de los pocos que las ha empleado en la práctica –Hiroshima, Nagasaki o Vietnam-, quien esgrime la innegable amenaza que representa su posesión. Como tampoco deja de ser curioso que se hable de unos intereses económicos que parecen ajenos a los Estados desencadenantes –de obra o de palabra- de la guerra, como si no les interesara la bajada del crudo derivada de la liberación de los recursos petrolíferos del segundo productor mundial y, de paso, poder así meterle mano al primero de esa lista, éste sí, con cada vez más intensas y acreditadas vinculaciones con el fanatismo islámico. Sea como fuere, lo cierto es que, por representar una clara ruptura con el diseño de la Carta de las Naciones Unidas, existen indicios más que fundados de que la guerra es ilegal.

Y si la guerra es ilegal, es más que probable que los máximos responsables de la decisión de llevarla a cabo y de su puesta en práctica sean criminales. Ya desde los Estatutos de los tribunales internacionales de Nüremberg y Tokio está generalmente aceptado que el crimen contra la paz y la agresión constituyen graves conductas criminales que, en virtud del Derecho Internacional, generan responsabilidad penal para sus autores. La agresión, definida por la Asamblea General de las Naciones Unidas como “ el uso de la fuerza por un Estado (…) en cualquier forma incompatible con la Carta de las Naciones Unidas“ (Resolución 3314), constituye en efecto, uno de los crímenes más graves de trascendencia internacional para cuya represión se acaba de constituir la Corte Penal Internacional (art. 5 de su Estatuto). Por más que posibles temores de los dirigentes de Estados poderosos, enmascarados bajo supuestos problemas técnicos de definición del delito, llevara a postergar el ejercicio de su competencia respecto de tal crimen a un momento posterior.

Dos cosas, así, parecen claras. Primero, que una guerra ilegal constituye un crimen de Derecho Internacional. Segundo, que la Corte Penal Internacional no puede, hoy por hoy, castigar a los responsables. Sí pueden hacerlo, en cambio, como reconoció la Comisión de Derecho Internacional en 1996, los tribunales del Estado de la nacionalidad de los responsables (art.6 del Proyecto de Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad). Es decir, de ser español alguno de los máximos responsables de la guerra, presuntamente ilegal, contra Irak, los tribunales españoles serían competentes para enjuiciarlo y castigarlo según el Derecho Internacional. Es más, a tenor de lo afirmado en el Preámbulo del Estatuto de la Corte Penal Internacional, es posible incluso que tuvieran la obligación de hacerlo.

Pudiera existir, sin embargo, un importante problema al respecto. A diferencia de lo que ocurre con otros crímenes de Derecho Internacional (por ejemplo, el genocidio o los crímenes de guerra), nuestro Código Penal no tipifica, es decir, no contempla el crimen de agresión. No obstante, quizá tampoco esa objeción sea insuperable. Hoy está generalmente aceptado que el principio de legalidad penal no sólo queda garantizado cuando las conductas a castigar están definidas por el Derecho interno de un Estado, sino también cuando lo están por el Derecho Internacional. Así se hace constar en instrumentos internacionales de generalizada aceptación y suscritos por España, desde la Declaración Universal de Derechos Humanos hasta el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, pasando por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Y es en aplicación de esa idea como los tribunales internacionales constituidos hasta la fecha, desde Nüremberg y Tokio hasta los tribunales para la ex Yugoslavia y Ruanda, han enjuiciado y castigado a un número significativo de individuos. Puesto que el Derecho Internacional, según la Constitución Española, forma parte del Derecho español, no es del todo descabellado sostener que un crimen tipificado por el Derecho Internacional es, también, un crimen en España susceptible de ser enjuiciado por nuestros tribunales.

Así pues, si la guerra es ilegal, es posible que también sea criminal. Y si lo fuera y se castigara a los responsables, no sólo el Estado de Derecho, sino también la paz y la seguridad internacionales resultarían fortalecidos. Por ello, quizá merezca la pena intentarlo.

Antonio Fernández Tomás, Ángel Sánchez Legido, Juan Miguel Ortega Terol, Carmen Torres García.

Profesores de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad de Castilla-La Mancha

Incorporación – Redacción. Madrid. 23 Marzo 2003