¿Es necesaria una Filosofía de la Ciencia?

Platón responde que si la filosofía fuese un saber totalmente al margen de la vida, entonces Calicles tendría razón, pero no es así en absoluto, pues resulta imprescindible para llevar una vida sabia y justa, sin ella los males de la humanidad no podrán evitarse.

El esfuerzo intelectual está necesariamente dirigido al bienestar humano, el amor a la especie humana exige una voluntad de verdad y de conocimiento, no conviene dejarse engañar por el carácter aparentemente frágil del pensamiento, despreciando su fuerza, pues ya dijo acertadamente Aristóteles: ‘es pequeño de volumen, pero sobrepasa a todo lo demás en poder y dignidad’.

Cometeríamos, sin embargo un nuevo error si interpretáramos que su dignidad consiste en ser un bien en sí mismo y no un poder que debe orientarse al pleno desarrollo del hombre.

A lo largo de la historia de la filosofía no han sido pocos los que han buscado en el pensamiento filosófico una especie de sublime saber o de puro ejercicio intelectual alejado de la condición humana, esas gentes no han entendido que el ideal de todo filósofo es ser legislador de la razón humana.

El mundo de los sentidos, dirá Galileo (sirva de pequeña introducción para adentrarnos en el tema), no es más que un jeroglífico sin descifrar y por eso no puede haber ciencia, junto a las ‘experiencias sensibles’, se llevan a cabo las ‘demostraciones necesarias’ en las que las matemáticas se convierten en instrumento indispensable de prueba, sólo ellas pueden ofrecernos demostraciones que fluyen necesariamente.

Observación y demostración serán los dos elementos indispensables del método científico, pero la experiencia juega un papel relevante, pues la verdad es captada por la razón en y a través de la experiencia. El método científico de Galileo parte de la experiencia sensible y termina con la comprobación experimental de lo demostrado.

Es evidente que la ciencia galileana iba a tener un enorme alcance filosófico, ya que el científico italiano no se limitó a hacer de la ciencia un saber autónomo, separando los caminos de la ciencia de los de la filosofía, y fue mucho más lejos al afirmar rotundamente que no hay más saber, dentro de un plano humano, que aquél que permita demostrar la verdad o falsedad de sus proposiciones. Para Galileo, la verdad y falsedad solo pueden darse dentro del ámbito de la experiencia y cuando existan demostraciones matemáticas. Efectivamente, lo primero que advierte Galileo es la diferencia que existe entre lenguaje propiamente filosófico y científico. La ciencia necesita un lenguaje preciso y exacto que permita razonamientos rigurosos que hagan posible un saber fundado y seguro.

Pero el camino de la ciencia cree Galileo que es el único posible para la inteligencia humana, y en consecuencia lo que los hombres deberán hacer es dedicar sus esfuerzos hacia la consecución de ese saber que está a su alcance y olvidarse de aquel, que sobrepasa sus posibilidades. Se trata evidentemente de una auténtica revolución mental, de un cambio de rumbo en la tarea intelectual de los hombres. Frente a un pensamiento que quiere dominar y cambiar el mundo a base de ‘padrenuestros’, esto es, mediante una reforma moral religiosa, propone una disciplina de la mente sometida a un método que permita un saber sólido y seguro, que es el único que es capaz de dar frutos en beneficio de la especie humana.

El verdadero filósofo ha estado siempre interesado en averiguar el fundamento de ese extraño rompecabezas que la vida humana en el mundo.

Hoy el rompecabezas se ha hecho, por un lado, mucho mas complicado, pero por otro, el descifrar su particular funcionamiento ofrece unas posibilidades para la experiencia humana en este planeta como jamás el hombre había siquiera imaginado.

Pues bien, este momento en el que parece ser necesario que la filosofía encuentre la palabra que ilumine este tiempo, nos encontramos con que se halla en un callejón sin salida, recluida, silenciosa en sus cuarteles de invierno, o pronunciando palabras que a nadie interesan, o alejada del foro donde se discuten y deciden los derroteros de la humanidad.

Es indudablemente cierto que una parte considerable de la vieja concepción de la filosofía se ha convertido en ciencia y que la palabra del filósofo ha desembocado en el experimento empírico; y si esto es así ¿qué le queda a la filosofía como tarea primordial para responder a esas acuciantes e ineliminables preguntas y ansiedades de los hombres que siguen asombrándose, como dijo Aristóteles, ante el cosmos y ante sí mismos, y que no sólo buscan el mero goce estético o el simple enamoramiento, sino que intentan resolver el enigma para encontrar respuestas a sus problemas y soluciones para sus males?

Indudablemente el desarrollo de la ciencia y las técnicas exigen un nuevo planteamiento del sentido de la actividad filosófica en nuestros días, no quiere decir que la filosofía haya perdido todas sus funciones y no tenga nada que decir, ¿acaso nos ha conducido la ciencia y la técnica a un mundo risueño y apacible?

Hoy contamos con los medios para instalar en este mundo el paraíso con el que el hombre siempre soñó, pero parece más bien que nos encaminamos hacia el infierno y la simple destrucción total.

Si hay algo que hace a nuestra época realmente distinta de las épocas anteriores, ese algo es la ciencia y las técnicas aplicadas que se han sido producto suyo. En ninguna otra civilización ha representado la ciencia un papel constitutivo y tan fundamental como en la nuestra, hasta el punto de que se puede decir, como afirmaba Ortega y Gasset, que los hombres de hoy día ‘viven de la fe en la ciencia’, por lo que viene a ser considerada como la medida de la verdad. Ni siquiera los pensadores más audaces y revolucionarios parecen atreverse a discutir su reinado.

Y es que, como dice Feyerabend, ‘la imagen de la ciencia del siglo XV en las mentes de legos y científicos está determinada por milagros tecnológicos’.

Sin entrar ahora en otras consideraciones, conviene reconocer que su éxito está fuera de toda duda, hasta el punto de que el siglo XXI es inconcebible sin ella. La ciencia, y las invenciones mecánicas y técnicas que la acompañan, ha dejado de ser algo complementario en nuestras vidas, afectando no solo a nuestra forma de vivir, sino también a nuestra manera de pensar. Hoy no podemos prescindir de ella hasta el punto de haberse convertido en el nuevo ‘dios’ de la actual existencia, pero no está todavía claro si se trata de un dios benéfico o maléfico. Indica Ortega que ‘el producto principal de la ciencia, o sea, la técnica se ha convertido hoy en base absoluta de sustentación, pues el fabuloso crecimiento de actos y resultados técnicos que conforman nuestra vida actual es tal, que el hombre hoy no puede vivir sin la técnica, de forma que se puede decir que es, en medida creciente, un ser técnico’.

En nuestros días, el imperio de la técnica es ya una realidad evidente y no es necesario ser excesivamente perspicaz para comprender que ese poder va a ir en aumento a un ritmo cada vez más acelerado, pues todo evoluciona demasiado deprisa y es precisamente la tecnología la responsable máxima de este movimiento de aceleración continua. Efectivamente el motor de la tecnología es la innovación y ésta surge de las propias exigencias internas del desarrollo y expansión del sistema tecnológico, de forma que nos vemos obligados a vivir mirando al futuro, un futuro que ‘ya no es lo que era’, que se acerca velozmente a nosotros hasta casi hacérsenos presente. Este fenómeno que algunos han denominado como ‘compresión del futuro’ acabará inevitablemente con esa apacible y sosegada vida de otros tiempos para exigírsenos para poder sobrevivir el estar bien preparados para adaptarnos a la nueva situación, pero es que además supone un impacto profundo sobre nuestra vida presente, pues nos vemos forzados a hacer en función de las expectativas del futuro.

Todo cambia de sitio y de lugar y nuestra vida, la de todos, no puede por menos de sufrir una amplia y profunda transformación.

El papel fundamental de la tecnología en la sociedad actual aparece de forma precisa y transparente, ya que exige conocimientos y valores nuevos para concebir y valorar la realidad que terminan imponiendo determinados patrones que condicionan nuestra civilización actual y futura.

El creciente poder que ha adquirido la moderna tecnología y la dificultad de garantizar en todo momentos su control, han hecho que no pocos consideren que la nueva cultura técnica tiende a ser deshumanizadora, en la medida en que inevitablemente restringirá el marco de la libertad de los individuos, diluirá la responsabilidad moral en la toma de decisiones y hará inviable cualquier tipo de control por parte de los seres humanos de los mecanismos del funcionamiento de la sociedad. Sin embargo se tiende a olvidar que sus ventajas son inmensas y que, al ampliar el marco de nuestras posibilidades reales, aumenta la libertad de acción de los individuos humanos.

El poder que la ciencia y la técnica han puesto en nuestras manos, con el consiguiente dominio de la naturaleza física, nos permiten realizar muchos de nuestros sueños. Hoy es ya científica y técnicamente posible la eliminación de la pobreza y de la miseria tanto material como intelectual, de la enfermedad, de la muerte prematura, que han sido el destino normal de la humanidad durante milenios. Y de la misma forma podemos cambiar nuestra realidad presente, podemos también proyectar y construir nuestro futuro.

Podemos y debemos prever, planificar y ejecutar en vistas del establecimiento de unos ideales a alcanzar. Y esta actividad, que hoy ya no es una mera posibilidad, implica el no dejarse atropellar por los acontecimientos y es una acción propia de todo ser racional, responsable y libre.

Para bien o para mal, la gran esperanza del hombre de nuestros días está en la ciencia y en la tecnología. Sin embargo, hoy esta esperanza ya no puede ser tan ingenua como lo fue en los albores de la Edad Moderna cuando los hombres que entrevieron sus posibilidades pensaron en ellas como instrumentos de la gran liberación de la humanidad, que iba a permitirles ser dueños y señores de su propio destino, abriéndose ante ellos una etapa de necesaria prosperidad y bienestar para todos.

Hoy después del tiempo transcurrido, hemos podido comprobar que el aumento de conocimiento y de poder de la ciencia y sus productos técnicos han traído consigo nos han dado bienestar, pero también han venido acompañados de violencia, destrucción y muerte. Ese inmenso poder que el hombre ha acumulado puede estallar y destruirle. Es cierto que la técnica es algo maravilloso en cuanto está ‘destinada a satisfacer las necesidades humanas’, pero no se puede olvidar que si se utiliza ese poder con fines de destrucción, la ciencia y la técnica habrán resultado simplemente un fracaso.

Esta contradictoria situación ha llevado a la humanidad a una especie de perplejidad impotente que parece caminar hacia el abismo sin saber cómo evitarlo y que se ha mostrado incapaz hasta ahora de erradicar aspectos inhumanos y destructores de nuestra sociedad industrial. Los problemas son ciertamente difíciles, los peligros reales, la solución y la salvación de la humanidad difícilmente pasa a tener una fácil solución.

Es verdad que en determinadas épocas de la historia se haya debido en parte a la falta de estímulos de nuevas ideas lo que la condujeron por derroteros de decadente esterilidad, si esto es verdad de la filosofía del pasado, lo es mucho más de la filosofía actual, dado que hoy vivimos sobre un substrato científico que condiciona toda nuestra existencia. Y en efecto puede afirmarse categóricamente que: ‘ninguna filosofía que no tome en consideración los enormes cambios de la última década que constituyen una nueva revolución científica y tecnológica, podrá tener interés en el futuro’.

Pero el verdadero problema hoy de la relación entre ciencia y filosofía, no consiste tanto en dilucidar si es posible realizar la tarea filosófica al margen de la ciencia, cosa que muy pocos osarán responder afirmativamente, si no más bien, si después del desarrollo de las diversas ciencias le queda aún a la filosofía alguna tarea que realizar, y si hay algún hueco para ella en el mundo científico actual, o si tenemos que concluir que la actividad filosófica ha dejado ya de tener sentido al haber desembocado y ser sustituida por la ciencia.

La salvación de la filosofía y su justificación en relación a la ciencia moderna, sólo puede lograrse si somos capaces de señalar una serie de problemas que, escapando del campo científico, pongan de manifiesto la necesidad de la filosofía tanto para la ciencia misma, como muy especialmente para la sociedad actual.

Posiblemente lo primero que habría que hacer es evitar la falsa identificación de los problemas, como cuando se afirma, por oposición al saber especializado de las distintas ciencias, que la filosofía es una especie de ‘saber enciclopédico’ que se ocuparía de ‘un poco de todo’ y tal acumulación de conocimientos la reduciría a una actividad espúrea e inútil, una especie de ‘criada para todo’ en palabras de Ortega, quedando relegada al papel de sirvienta o esclava de la ciencia. Se ignora el gran problema de la filosofía en relación con la ciencia misma, entre los que destaca por encima de todos los demás la pretensión de la ciencia de ser no ‘una’ de las posibles formas de conocimiento, sino la única forma de conocimiento posible. Esto evidentemente nos llevaría a la discusión del ‘método científico’ y de su pretendida exclusividad como forma de conocimiento, lo que equivaldría preguntarnos por los fundamentos de la ciencia misma, y esto posiblemente nos conduciría a saber descubrir la verdadera necesidad de la filosofía por parte de la ciencia.

Hoy en día el dogma de la verdad científica ha terminado. Ya nadie sostiene expresamente que el conocimiento científico sea definitivo e infalible. Incluso los partidarios más acérrimos de la concepción clásica de la ciencia nos dicen que lo que en ésta se tiene por verdadero, es simplemente lo razonable o probable, y que el auténtico esfuerzo de la ciencia consiste en la elaboración de una imagen del universo lo más coherente posible.

En la moderna ciencia la palabra ‘coherencia’ habría venido a sustituir a la palabra ‘verdad’. De igual forma conviene resaltar que la ‘objetividad pura’ tampoco existe, y efectivamente aquellos que mantienen un desdén científico por la filosofía, no advierten que pueden ser víctimas de la peor especie de filosofía. Ya advirtió Ortega: ‘el suelo sobre el cual el hombre está siempre no es la tierra, ni ningún otro elemento, sino una filosofía. El hombre vive desde y en una filosofía’.

Parece pues que es necesaria una ‘filosofía de la ciencia’ aún cuando no todos los que la admiten coinciden en señalar cuál sería la tarea primordial de la misma. Algunos creen que su misión consistiría en proporcionar los ‘cimientos pétreos’ de la ciencia, otros consideran que lo que debe básicamente hacer es ‘elaborar una teoría del conocimiento’, construir un ‘lenguaje científico’ o como ‘crítica de la ciencia’, cito a: Blanshard, Popper, Lorenzen y Habernas. Pero uno de los discursos filosóficos más críticos y duros contra la ciencia proviene de Thomas Kuhn, tal como aparece en su obra ‘La estructura de las revoluciones científicas’. En una de sus más interesantes e importantes teorías, sostiene que en la evolución de la ciencias, quienes deciden no son los hechos, la lógica y la metodología, sino más bien la técnica de argumentación persuasiva, su estudio de la ciencia basado en sus ya conocidos ‘paradigmas’ nos demuestra y explica que las revoluciones científicas dependen del hecho de un antiguo paradigma reemplazado por otro nuevo, completamente o en parte, y que son perfectamente comparables las ‘revoluciones científicas’ con las ‘revoluciones políticas’, y que en el cambio de paradigma en la evolución de la ciencia revela características muy similares al cambio de paradigma en las instituciones políticas. Estos paradigmas sean científicos o políticos depende enteramente de la aceptación de la comunidad pertinente y en consecuencia, en el ‘análisis’ de las revoluciones científicas en las que interviene directamente el discurso persuasivo en la argumentación de los mismos.

No es cuestión aquí de discutir aquí la validez, el acierto o el error de tales teorías que ponen en cuestión los fundamentos de la epistemología, sino de poner de manifiesto la necesidad de discutir a fondo tales cuestiones, lo que nos llevaría a una discusión filosófica que no habría sino hacer la imposibilidad por parte de la ciencia de prescindir de la filosofía.

Se equivocan, así pues, los que consideran que la filosofía está destinada a desaparecer en el conocimiento científico acerca de su propios fundamentos, naturaleza y validez.
La existencia de inquietudes filosóficas cada vez en mayor medida en una gran número de trabajos científicos recientes, no hace sino confirmar esa necesidad, dada la íntima conexión que existe entre todos los aspectos de la vida intelectual.

Pero los más urgentes y serios problemas que debe tratar una filosofía de la ciencia son aquellos de considerar a ésta como una perfección aislada y estática, sino como parte de un mundo cambiante real, material y social. Tal filosofía deberá construirse no a través de un análisis lógico-abstracto y apriorista, sino de una experiencia activa de la utilización de la ciencia en relación con sus tareas sociales.

Esta es una de las grandes tareas de la filosofía en el presente y especialmente en el futuro, la de ‘ponerse en relación a la ciencia en aquella perspectiva crítica que la sitúe en el lugar en el que sea posible el desarrollo humano’; necesitamos, pues, una filosofía que permita al hombre una ciencia civilizada.

La vida en la sociedad tecnológica plantea importantes preguntas al pensamiento filosófico y la tarea del filósofo ante la técnica es ante todo de clarificar ese universo y después que prevalezca, si ello es posible, crear una técnica de la liberación frente a otra deshumanizadora y opresora.

En esta sociedad que vivimos tremendamente dinámica que es la sociedad tecnológica y en la que a veces no hay ni tiempo ni ganas para la reflexión ni para pensamientos serenos, es necesario que la filosofía sea capaz de un momento de lucidez para preguntarse ¿qué va a ser del hombre tecnológico?.

Efectivamente las nuevas tecnologías parecen poder encaminarnos hacia el paraíso, pero también pueden conducirnos hacía el infierno. Son muchos los autores que han destacado el aspecto negativo o lo peligros que entraña la racionalidad tecnológica, empezando por señalar el dominio sobre la naturaleza física y la consiguiente liberación del hombre a la misma no constituye por sí sola una bendición, igualmente la existencia de una sociedad opulenta no elimina la pobreza y la miseria como estamos viendo en nuestros días, y aunque tiene ‘tecnológicamente’ la posibilidad de emancipar la vida humana parece más bien que lo que ha engendrado es una especie de brutalización, de deshumanización de la sociedad; ya Adorno nos avisa de que la tarea del pensamiento actual debe de estar en ‘resistencia’ ante los atentados de la ‘racionalidad tecnológica’.

Pero ¿puede realmente el hombre controlar la técnica o se encamina inevitablemente a un mundo en el que va a ser devorado por sus propias criaturas? Si ha sido capaz de crear criaturas inteligentes que piensan por sí mismas, ¿qué es lo que impide que se revelen contra el?

Es evidente que esas preguntas no pueden hacerse en abstracto sino dentro del contexto en el que se desenvuelve la vida actual. Precisamente la complejidad de la vida del hombre hoy, hacen más necesaria que nunca a la filosofía y al mismo tiempo también la hacen más rica.

Sus tareas son múltiples y van desde la toma de conciencia crítica ante las amenazas y peligros de la cultura tecnocrática, hasta la de ensamblar los dispersos conocimientos dándoles sentido en función de nuestro proyectos de desarrollo colectivo humano.

Finalmente debe de orientar la acción y ‘crear esperanza’, esto es, enriquecer las condiciones de posibilidad para el inmediato y sucesivo desarrollo. Muy posiblemente, si el pensamiento filosófico presta suficiente atención a esa esencia advertirá que con la técnica moderna es posible tener paz y prosperidad, pero que se utilice o no ese extraordinario poder, para traer la paz o la espada, es algo que depende de una decisión política.

Y es así como el filósofo, en la medida que esté comprometido con su tiempo, se ve necesariamente obligado a pensar a fondo la realidad política, de forma tal que la filosofía actual no puede concebirse sino como el ‘elemento reflexivo de la actividad social’.

El presente y el futuro de la humanidad, y también del pensamiento filosófico pasa a ser un asunto político y es a ella a la que corresponde concretar las soluciones prácticas a los problemas generados por nuestra sociedad industrial; el filósofo pues, no puede mantenerse al margen de la política, en cuanto a tal, pasa a ser un pensador cuya función consiste en hacer inteligible la realidad y orientar el conocimiento y la acción hacia la emancipación y libertad humanas. Se puede abandonar la filosofía para pasar a la acción política, pero sería un tremendo error, pensar en la disolución del pensamiento filosófico en pos del pensamiento político y dentro de este marco del que no se puede obviar, tenemos la gran tarea que nos obliga a todos de crear y desarrollar unas nuevas necesidades vitales de libertad y cooperación entre los seres humanos, como dice Marcuse: ‘las necesidades humanas tienen carácter histórico, son históricamente transformables. Y la ruptura con la continuidad de las necesidades que llevan en sí la represión y el salto a la diferencia cualitativa no es nada fantasioso’. Pero esto exige de nosotros transformarnos y adaptarnos nuestra realidad, reemplazando el afán de dominio y de triunfo por el de cooperación, de forma que aprendamos a pensar en la raza humana, fomentando intereses comunes con el inteligente empleo de los recursos naturales.

‘De esta suerte yo, que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por verme atacado de vértigo, y si bien no prescindí una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político, sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción, mal gobernados: en efecto, lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de suerte para implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en alabanza de toda filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como el privado.’
Platón, (Carta VII, 324b-326b).

Lynex.
Licenciada en Filosofía.
Colaboradora de El Inconfomista Digital.

Incorporación – Redaccion. 1 Febrero 2003