Chat el Arab (el Río de los Árabes) – por Mar Molina

Basora fue, durante muchos años, una provincia de Iraq tocada por los caprichos de los dioses. Un oasis inundado de palmerales, donde se recogían los más suculentos y dulces dátiles. Gustaban los poetas de lisonjear los oídos a los viajeros que de allí volvían, diciéndoles que “venían impregnados con el olor de las palmeras de Basora”.

Un poco antes de la ciudad de Basora, el Tigris y el Éufrates confluyen formando el hermoso Chat el Arab, el Río de los Árabes. El inmenso caudal de ambos ríos hacen de esta provincia una de las más fértiles y ricas del país. Las barcazas y las gabarras se desplazan suavemente sobre este magma, sujetas a la corriente con hilos misteriosos, imperceptibles para los ojos que no han profanado los cuentos de Las Mil y Una Noches. La vida se desliza parsimoniosa sobre las aguas de las nostalgias y las leyendas. La vida, como las barcas, atenúa las brazadas, no quiere llegar rauda a la otra orilla, no quiere encontrarse súbitamente en una dudosa ribera Estigia, ni sucumbir a la sed de los espíritus corrientes del Lete. La vida en Basora dilata sus talentos para asirse al forro de plata de las lunas crecientes, que yacen, desde hace mil y una noches, sobre los remansos del Chat el Arab.

Basora fue, en tiempos, Yannatul Arab, El Paraíso de los Árabes, pero hoy es poco menos que un infierno, una región devastada y castigada por guerras y toneladas de munición con uranio empobrecido que han contaminado toda vida sobre la región y que está matando a sus habitantes. Modernos vándalos desvalijan las hojas de las Mil y Una Noches y nos dan a beber agua de la fuente del ciprés.

Debido a las más de 300 toneladas de bombas que cayeron sobre esta provincia y que rompieron la capa freática, al terminar la guerra, esta ciudad quedó convertida en una ciénaga de casi 20 kilómetros. Los basorís se empeñan, una y otra vez, en drenar las grandes avenidas de agua que se forman cuando llueve, pero resulta una tarea infructuosa que al día siguiente han de volver a comenzar.

Las palmeras de Basora han perdido sus aromas y su esplendor, después de tantas guerras muchas han corrido la misma suerte que los basorís y están desapareciendo. Las pocas que quedan se mueren lentamente de una enfermedad que todavía no han podido diagnosticar, pero que, seguramente, no será ajena a la contaminación con el uranio empobrecido.

Los basorís mueren con sus palmeras, incluso antes de salir del vientre de sus madres y todo esto es el efecto de las armas de destrucción masiva de EE.UU. y Gran Bretaña y de las terribles consecuencias humanitarias del embargo y las sanciones. Y como estas brutales condiciones no han socavado el espíritu de resistencia de las gentes, las pacificas huestes de Bush y Blair han realizado durante este tiempo más de 100.000 incursiones aéreas y bombardeos sobre los civiles y peligrosas instalaciones como puentes y barrios.

En Basora crece la miseria y la desnutrición, en la misma medida que disminuye la calidad de vida. Sólo hay que mirar a los niños que cada vez tienen menos zapatos y más harapos y más huesos y menos carnes. Sobre sus caritas escurridas se asoman dos ojos grandes, como bolas de billar, sin brillo y contorneados con la herrumbre de la tristeza. Les sobran sonrisas, pero les faltan dientes y vitaminas.

Me pararé contarles cómo reciben a unos extranjeros en Basora. A la llegada al aeropuerto les obsequian con danzas, música e incienso y después les hacen un pasillo de bienvenida. En las calles la llegada de estos extraños se convierte en una fiesta y todos salen a saludar y a recibirlos. Los niños y las niñas te piden constantemente una sourah, todos quieren ser el centro de atención, quieren salir todos al mismo tiempo y en todas las fotografías. Aparecen tres o cuatro, en cuestión de minutos son más de cincuenta, y para cuando has cambiado el carrete hay ya más de cien esperando. El barrio donde viven es un autentico estercolero, lleno de basuras, con un aire espeso y nauseabundo, debe de haber unas doscientas moscas por cada niño. Las personas y los animales conviven en las casas, unos habitáculos reducidos donde llegan a residir no menos de 10 personas. Y, a pesar de todo, ellos siguen ahí defendiendo la alegría y disparando sonrisas contra los cañonazos del cielo.

Cada vez son más los peligros que azotan a Basora, porque es una de las puertas entrada, desde Kuwait, de las huestes invasoras de los nuevos colonizadores o, si lo prefieren, de los de siempre.

No he estado en muchos aeropuertos, pero nunca supe de ninguno donde lo más común fuese el silencio, roto por el viento que soplaba aquel día y que no hacia otra cosa que bailar las partículas de polvo y tierra sobre las líneas de colores del asfalto y marear a alguna que otra planta desprendida. En las pistas sólo había un avión, el que nos había traído desde Bagdad, y alrededor un desierto lóbrego de embargo y sanciones.

Al final de aquel día nos quedó la destreza y la pericia de un piloto iraquí que, con un despegue primoroso, impidió que el estómago se nos terminase de juntar con el cielo de la boca. Mientras nosotros no éramos capaces de encontrar reposo sobre el cabecero de los asientos para las visiones de aquel día, ni para la rabia ni para la desolación que, en silencio, dominaban en nuestros pensamientos.

En Basora, las madres no pueden hacero otra cosa que ver cómo sus hijos mueren debido a la contaminación por uranio empobrecido.

Mar Molina. Toledo. 21 Enero 2003.

Mar Molina, viajó a Iraq con la Vª Delegación Pueblo español del 28 de Diciembre al 6 de Enero del 2003.