El 20 de diciembre de 2001, dos años y diez días después de haber asumido la Presidencia de la República Argentina, jaqueado por la protesta social masiva que sucedió a una ola de saqueos a comercios y supermercados ocurridos en casi todo el territorio de la nación, Fernando De La Rua renunciaba a su cargo. La más terrible crisis económica de la historia argentina, quizás también su propia incompetencia, y, al final, la sangre de su pueblo, marcaron un derrotero infausto.
El 24 de julio del 2001 se realizó en la iglesia del Sagrado Corazón de San Justo, provincia de Buenos Aires, la primera Asamblea Nacional de Organizaciones Populares, Territoriales y Desocupados, en la que participaron más de dos mil personas. Se aprobó un plan de cortes de ruta en cincuenta ciudades, por 24, 48 y 72 horas, a lo largo de tres semanas. La movilización fue engrosándose y en la segunda semana de Agosto más de cien mil personas cortaron cerca de trescientos puntos neurálgicos de la red carretera argentina.
En octubre de 1989 la desocupación en la Argentina era del 7,1 %. Cuando, luego de diez años de gobierno, Carlos Menem dejó el poder a De la Rúa en noviembre de 1999, la desocupación llegaba al 14,5 %, cifra que sumada a los índices de subocupación – quien tiene un trabajo y busca otro porque no le alcanza para vivir- significaba 4 millones de personas con problemas de empleo. Asimismo, entre 1994 y 1998 el número de pobres creció en 4,1 millones, alcanzando el alarmante guarismo de 13,4 millones de personas viviendo en la pobreza, un 36 % de la población.
La alianza política entre el Frepaso y el partido Radical, que llevó a De la Rúa a encabezar la presidencia, tenía en la reactivación económica y el combate al desempleo, a los pilares de su discurso de “cambio” con el que derrotó al peronismo en las urnas. Pero hacia octubre del 2001 las mediciones habían enloquecido: el 18,4 % de la población económicamente activa estaba desempleada, 2,5 millones de personas, 505 mil más que en el año anterior. Más impresionante aún que la tasa de desocupación en sí, fue lo ocurrido con la tasa de empleo, en los centros urbanos se destruyeron en un año 380 mil puestos de trabajo. El número de desocupados de la región del Gran Buenos Aires y Gran Córdoba ya superaba el millón, 230 mil más en un año. Entre los jefes de hogar, la desocupación creció un 40 por ciento; es decir, en octubre había desocupados 107 mil jefes más. También se extendió el “tiempo de búsqueda” de los desocupados en la región. En promedio, el millón de desocupados del GBA pasaba 7 meses y 7 días buscando hasta conseguir un empleo. De los puestos de trabajo perdidos en el GBA, 135 mil correspondían a empleos asalariados formales o en blanco y otros 89 mil a asalariados en negro. En tanto, la encuesta permanente de hogares también captó 7 mil cuentapropistas que quedaron desocupados. En la Construcción se cerraron 71 mil puestos de trabajo, lo que representa una caída del 21 por ciento del empleo del sector; en el comercio se perdieron 55 mil puestos; y en la industria 43 mil. Por su parte, los despidos en el sector bancario y de servicios a empresas llegaron a 75 mil; en el servicio doméstico a 36 mil; en el sector salud a 34 mil; y en el transporte a 22 mil. A diferencia de otros años, en la Ciudad de Buenos Aires también hubo una fuerte destrucción de puestos de trabajo. Entre octubre del año 1999 y octubre del 2001 se perdieron 120 mil empleos, fundamentalmente en la construcción, bancos y servicios a empresas, en el comercio y en el sector salud. Hay que agregar a todo esto el descenso progresivo de las remuneraciones y salarios que desde seis años atrás se venía produciendo, y entonces no es sorprendente que se registrara que el 42 % de los argentinos vivían en la pobreza. La cara opuesta al aumento de la miseria estuvo en las encuestas de opinión pública: cuando De la Rúa juró como presidente los encuestadores coincidían en atribuirle una imagen positiva del 75 %; dos años después sólo el 10 % de los encuestados tenía una imagen buena del primer mandatario.
En este marco el 4 de setiembre se reunió en La Matanza la segunda Asamblea Nacional que definió un nuevo plan de lucha que culminó con un paro general de 36 horas. En este proceso de gran efervescencia, y a medida que el gobierno nacional mostraba cada vez mayor incapacidad para frenar la caída libre, se gestó el Frente Nacional contra la Pobreza (Frenapo).
El Frenapo es un movimiento político pero no partidario, constituido por un alto número de organizaciones empresariales, universitarias, de trabajadores, de derechos humanos, culturales, artísticas, y por personalidades a título individual, entre los que hay diputados, dirigentes piqueteros y sindicales, etcétera. La primera medida del Frenapo fue la convocatoria a una consulta popular acerca de la implementación de un seguro de desempleo de 380 pesos argentinos para los jefes de familia desocupados (recordemos que en ese tiempo regía aún “un peso, un dólar”). Se realizaría entre el viernes 14 y el lunes 17 de diciembre y se esperaba una convocatoria de aproximadamente un millón de votos en las más de 17 mil mesas receptoras instaladas a lo largo de todo el país. Se contabilizaron 3 millones de adhesiones. A principios de diciembre Cavallo había anunciado las limitaciones para sacar efectivo de los bancos y el 14 de diciembre habían comenzado los saqueos.
A lo largo de la prolongada crisis argentina, los viejos excluidos, los nuevos desocupados y los pobres más recientes, fueron tejiendo sus estrategias de supervivencia. A menudo en base al trabajo informal, las changas, el rebusque más o menos organizado y una multiplicidad de formas que suponen una alta dosis de creatividad para hacer de la pobreza algo más soportable y digno de llevar. En Moreno, por ejemplo, la informalidad daba trabajo (entiéndase por esto ingresos entre 150 y 200 dólares) a no menos de 200 mil personas, que vendían, rebuscaban, y volvían a vender eludiendo al Fisco, y al margen del Estado. Las medidas de Caballo, entonces, no sólo afectaron a las clases medias, sino que, en un inevitable efecto dominó, destruyeron las redes de supervivencia que los más pobres habían tejido pacientemente a lo largo de una década de creciente desocupación.
Ya a comienzo del 2000, los técnicos del Ministerio de Trabajo identificaban decenas de focos de tensión social en todo el país, y diseñaron, en respuesta, varios programas de subsidios para jefes de familia desocupados. El presidente mismo anunció, no menos de cinco veces durante su mandato, planes de empleo masivo y de asistencia social. Planes que el presupuesto para el 2002 no contemplaba y que la Ley Déficit Cero no podía permitir. Planes que nunca fueron.
Como en 1989, los saqueos a comercios y supermercados comenzaron en Rosario y se sucedieron en otras provincias y ciudades como Concordia y Entre Ríos, y San Miguel en el conurbano bonaerense ; para llegar, en un hecho inédito, a zonas como Quilmes en el Gran Buenos Aires. La escena se repetía: cientos de personas se agolpaban en la puerta de algún comercio o supermercado, pedían comida, si se entregaba lo suficiente se marchaban, de lo contrario entraban a la fuerza y arrasaban con todo. Literalmente.
A veces la presencia de grandes aglomeraciones de gente respondía a alguna organización de desocupados o de piqueteros, tales como la Corriente Clasista y Combativa (CCC) o la Coordinadora de Trabajadores Desocupados (CTD); otras (y esto fue lo que más preocupó al Gobierno Nacional) los saqueos se producían por corrientes espontáneas de habitantes de las villas miseria que por algún rumor sobre entrega de alimentos marchaban a solicitar lo suyo, lo que les faltaba.
Por su parte el gobierno respondió prometiendo el restablecimiento de los Planes Trabajar (que el Presupuesto 2002 no admitía) y negociando conjuntamente con las empresas privadas y asociaciones de comercio, la donación de alimentos. Sin embargo, el 19 de Diciembre la situación se tornó insoportable, los saqueos parecían prolongarse indefinidamente y en muchos comercios y supermercados quienes tenían trabajo luchaban por su fuente laboral contra aquellos que no tenían ni siquiera lo mínimo para subsistir. Hoy se habla de que los saqueos fueron incitados, especialmente los “espontáneos”, en gran parte por “punteros” barriales del Peronismo, y se señala al ex gobernador Carlos Ruckauf; de la misma manera como diversos dirigentes piqueteros han denunciado, desde los últimos días de noviembre de 2002, las provocaciones llevadas a cabo por “punteros del menemismo”. Evidentemente, asimismo es innegable que cualquier posible incitación corría, y corre, en el terreno propicio de la necesidad tornada desesperación.
La noche anterior al día en que se vería obligado a renunciar, cerca de las 23 horas, De la Rúa pronunció un discurso trasmitido por todos los canales en el que informaba que había firmado un decreto estableciendo el estado de sitio, potestad que la Constitución le veda al Ejecutivo en casos de guerra interna. De inmediato se escuchó una cacerola. Y otra, y cien y mil cacerolas más eran golpeadas con indignación, con rabia casi, en toda la ciudad de Buenos Aires y en puntos diversos del país.
A la mañana siguiente la histórica Plaza de Mayo y el Congreso despertaron con las claras huellas de los enfrentamientos tremendos que se habían producido entre la policía, reprimiendo, y los cientos de miles de manifestantes, mujeres, niños, hombres, ancianos. Cinco personas murieron, ochenta fueron heridas y otras seiscientas se encontraban detenidas. Pero Cavallo había renunciado y el congreso votó la inconstitucionalidad del corralito.
El 20 de diciembre la policía intentaba dispersar a los rabiosos manifestantes, pero sólo consiguió que más y más personas se lanzaran a las calles a luchar. Podría haber sido Milán, la fecha, mayo de 1898: las cámaras de TV muestran un caballo encabritándose sobre un grupo de Abuelas de Plaza de Mayo, las violentas herraduras caen pesadas sobre las pacíficas militantes sociales. Es la sociedad civil contra el Estado. La gente autoconvocada, congregada en el espacio público, peleando cuerpo a cuerpo por un ínfimo territorio, tan cargado simbólicamente; peleando, en acción directa, como por la soberanía que los mecanismos constitucionales indican delegar, peleando contra la policía devenida exclusivamente en brazo represivo del régimen, en defensora del orden de una clase dirigente que, parecía, daba sus últimos estertores; reveló que cierta legitimidad se había perdido en esos últimos años: algo en la democracia argentina olía a rancio.
A la tarde las cámaras de televisión mostraron un helicóptero alzándose tembloroso por sobre la casa de gobierno y la zona de conflicto: las principales avenidas de Buenos Aires. ¿Qué pensaría el hombre que escapaba en ese helicóptero, el hombre que, años antes, había afirmado que daría trabajo a cada argentino desempleado y alimentaría a cada niño hambriento? Fernando de la Rua, esa imagen que se había entrado por los televisores a las casas de los argentinos para convertirse en promesa, en esperanza de cambio, inclusión y responsabilidad administrativa, minutos antes de partir terminaba de redactar su renuncia. La Asamblea General la aceptó sin demora alguna, aquél 20 de Diciembre de 2001, en que treinta personas acabarían muertas.
Hoy, a casi un año del estallido, la realidad política muestra que el régimen y sus principales actores se reacomodaron para subsistir. Ayer, 16 de Diciembre de 2002, comenzó la Marcha Federal Piquetera con dos caravanas que partieron desde Salta y Jujuy hacia Tucumán. La idea es encontrarse en Plaza de Mayo con las columnas provenientes del sur, este y nordeste y con las Asambleas Populares que desde el jueves a la mañana, en Buenos Aires, iniciaran actividades de protesta. “Sin la rebelión popular del año pasado, Eduardo Duhalde no habría llegado al poder… el pueblo que tiró a De la Rua y Caballo no merece que lo gobiernen los agentes de Techint y la Banca Morgan”.
“ Vamos a la Plaza de Mayo, vamos a las plazas públicas de cada capital y localidad del interior, vamos a defender la tradición política de este pueblo de ocupar los centros de poder hasta arrancar la reivindicación decisiva que resume todos los reclamos planteados en la lucha cotidiana” (Prensa Obrera, número 784).
La consigna: “Por una asamblea soberana, por una constituyente convocada por el pueblo”.
Y, por supuesto, “que se vayan todos”.
Fernando Rodríguez Schiavone. Montevideo. 18 Diciembre 2002.