Las seis lágrimas – por Mar Molina

…Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota…

(Tres Fechas. Gustavo Adolfo Bécquer)

Me encontraba en el parque del tránsito, sentada en un banco desde el que se divisan los cigarrales sobre el Tajo, esperando la Noche de San Juan. Ese año agosto apretaba sobre las piedras, los árboles, los tejados y las casas. El calor producía cansancio sobre el cuerpo y hacía de los párpados brazos pesados de sueño.

Los pájaros ahítos y sudorosos recorrían el suelo, algunas veces parecía cuando miraban al cielo, que intentaban escudriñar sobre el horizonte una nube mensajera de una tormenta improvisada o, tal vez, estaban impacientes por la tardanza de ese agua aliviadora.

Atardecía rojo sobre los cigarrales, como una consecuencia más de aquel día de angosto y asfixiante, cuando una suave brisa se fue deslizando entre los árboles y arrullando las hojas, resultó ser una bendición para el mal humor de los pájaros. Era agradable, después de una jornada tan extenuante, que aquel viento barriera el inagotable sudor de la cara. Parecía como si el verano se hubiese tomado un descanso o como si el otoño estuviese haciendo prácticas.

La brisa trajo la soledad al parque. Los pájaros se recogieron en sus nidos y las gentes en sus casas, y yo permanecía en el banco envuelta en aquel crepúsculo purgatorio estival. La situación no dejaba de ser peculiar, ya que en ningún momento fui consciente del repentino abandono del parque, más parecía que me encontrase en otro momento y en otro lugar.

Desde la brisa un susurro se recorría el silencio. Miré a ambos lados buscando su procedencia, pero en aquel silencio sólo el chasquido de mis cervicales se hacía audible a mí alrededor. Una y otra vez el susurro volvía, pero allí sólo estabamos el parque, el roble centenario, los cigarrales y el atardecer. Cada vez la situación me pareció más inquietante, un cierto temor me empezó a recorrer por la espalda.

El roble comenzó a desprender una luz, se hizo transparente y se fue desvaneciendo y de ese desvanecimiento surgió una criatura etérea que se movía ágil sobre la gravedad. El susurro pareció entonces como si los tiempos más ancestrales, en los que los sonidos no se escribían, se estuviesen desperezando de un largo sueño.

Desde ese momento la criatura no dejó de relatar una historia que parecía una epopeya de deseos rotos que desde los siglos del silencio quisieran liberarse de una pesada carga.

Hubo un tiempo en el que los reyes no existían y en el que las leyes y los deseos eran dictados por las hadas. Un tiempo en el que la ciudad sólo se dejaba sitiar por un río claro y vigoroso que buscaba la mansedrumbre de los meandros. Las aves acuáticas y otros animales lo inundaban con un frenesí de vida.

Toledo era entonces una ciudad hermosa habitada como un encantamiento. Las construcciones se apilaban sobre el cerro de forma desordenada, así habíamos acordado que fuera, para estas cosas las hadas somos muy caprichosas. El hada que cuidaba del río decía que de esta manera la vista era más espectacular desde la orilla y así fue como se hizo. Ella había sido la que descubrió las posibilidades que tenía aquella peña franqueada por un río y nos convocó a todas para que elaboráramos los hechizos y los conjuros propios de nuestras sutiles destrezas.

Las casas estaban construidas con piedras jóvenes y recién canteadas por nuestros más hábiles duendes, nada quedó a la improvisación, ya que todo lo que se consideraba bello se planificaba con especial meticulosidad. Así los edificios se mostraban sobrios, robustos y orgullosos. Las piedras se apilaban de forma majestuosa, se iban adosando unas a otras con infinita complacencia, se mezclaban concupiscentes con la argamasa y se asentaban las unas junto a las otras ocupando su espacio delicadamente para que todo encajase con perfecta y pétrea armonía.

Siempre buscamos que la naturaleza estuviese en armoniosa cadencia con las construcciones, sin sobrecargar la ciudad con edificios y casas que no tuviesen un propósito o una utilidad. Y aquella gran roca comenzó a habitarse de las más pintorescas piedras. Muchas fueron traídas desde los más recónditos lugares, seleccionadas por sus colores y por sus texturas, para crear el decorado más perfecto que se haya visto nunca.

Fue tan grande y esplendorosa nuestra obra, tan comentada y elogiada, que muchas hadas, elfos y otras criaturas viajaron a estos lares para saciar su curiosidad y comprobar lo que los vientos no cesaban de proclamar.

En lo más alto del cerro y con la inestimable ayuda de los pictos edificamos un castillo con dos torres circulares coronadas con un cono forrado con placas de pizarra, una miraba la aurora y la otra el ocaso -por esto era conocido como el castillo del sol y de la luna-; una gran torre del homenaje rematada con cuatro torrejones y cuatro balcones amatacanados presidía la fortaleza, cuatro miradores posibilitaban contemplar todas las perspectivas del horizonte. Alrededor un lienzo de muralla, con su adarve, que tenía en cada esquina una torre de cubo rematadas con boceles. El acceso principal consistía en una puerta con el tradicional puente levadizo. Las piedras del castillo eran de color amarillo dorado y contrastaban con la pizarra negra de las torres circulares.

Había edificios de todos los colores posibles: azules, rojos, verdes, blancos, malvas. Unos más grandes, otros más pequeños. Sobre el río levantamos puentes de diferentes alturas y con las formas más insospechadas.

Todo esto creamos para ser halagadas y satisfacer nuestros más inconfesables deseos y en todo ese tiempo no faltaron los néctares exóticos, ni los manjares sabrosos con los que agasajábamos a todos los que nos complacían con su compañía.

Muchos días me encaramaba sobre la torre del sol para ver amanecer. El sol iluminaba los campos con inaudita parsimonia, mientras, con su pincel de luz, la mañana teñía los trigales de color dorado, los juncos del río, la hierba, las jaras y los arbustos de verde. Hasta que no completaba su ascensión sobre el horizonte no dejaba de crear cromatismos con su paleta. Alborada tras alborada me deleitaba contemplando este prodigio. Uno de esos días comencé a añorar el deleite de un vergel aromatizador que rematase aquella obra portentosa.

Aquel deseo me impulsó excitada a compartir esta idea con todas las hadas y las criaturas que me fui encontrando. La noticia recorrió todos los rincones y no paraba ni por las esquinas. Cada cual propuso conforme a sus anhelos tantas plantas y flores como recordaban y eligieron los lugares donde debían ponerse, pensando también en el alivio que producirían los jardines durante el estío.

Antes de que el hada de invierno arrojara su varita bajo el árbol de acebo y se convirtiera en una piedra inmóvil, se convocó a la asamblea de todas las hadas y demás criaturas sobre la explanada del castillo para debatir el conjuro de las flores que era necesario emplear, ya que los antojos de las hadas eran tan variados y tan excéntricos que habría que compatibilizar la magia de todas para que todo saliese conforme estaba siendo planeado.
Todos los ingredientes y las recetas de los conjuros fueron anotados, con meticulosidad, en el gran libro de las magias, que era celosamente custodiado por las hadas de la reminiscencia. Se tomaron un tiempo considerable para anotar todas las hechicerías, sabían muy bien que de su diligencia dependía que los deseos de todas se cumplieran y que aquello no se convirtiera en un caos.

Una vez terminado este minucioso trabajo, expusieron a la asamblea los componentes que habría que recabar. Se repartieron ocupaciones y responsabilidades, a cada una de las criaturas se nos encomendó la búsqueda de dos o tres de los elementos necesarios, salvo a los duendes que se quedaron encargados de forjar el gran caldero de bronce que se precisaba para mezclar todos los encantamientos que iban a hacer de la ciudad un jardín eterno, más hermoso y exuberante que el de la misma Babilonia.

La tierra y el mar fueron removidas en esta frenética búsqueda, ningún rincón del planeta quedó incólume ante aquella obsesión, según íbamos regresando con nuestros encargos, las hadas de la reminiscencia señalaban los ingredientes que se aportaban. Se almacenaban en una oquedad que se cernía sobre el río, más que nada para preservarlos de la curiosidad de todos los que se acercaban a la ciudad para contemplar los trabajos.

A mí me encargaron buscar la última hoja de un alerce en invierno, una estrella de mar verde y una piedra marrón con una veta ámbar. Las dos primeras fueron sencillas de conseguir, pero por más que escudriñé fui incapaz de encontrar la piedra. Así cuando todos habían acabado, yo todavía seguía buscando.

Una profunda melancolía me fue embargando, ya que todos los elementos eran imprescindibles, sino el hechizo estaría incompleto y sus efectos no perdurarían.

Regresé abatida por el fracaso y la imposibilidad de hallar la piedra. Expuse el problema en la asamblea, que se había reunido para hacer balance de los trabajos. La noticia recorrió la ciudad como un estremecimiento y una grave preocupación se apoderó hasta de las piedras, que se sintieron removidas sobre los cimientos de pura indignación.

Durante algún tiempo no se habló de otra cosa en la ciudad. Todas las hadas y criaturas se ofrecieron para ayudar, pero no tuvieron mejor suerte.

Se debatieron ampliamente otras posibilidades y se llevaron a cabo las consultas precisas con las hadas de otras latitudes, sin embargo no llegaban ni la piedra ni las conclusiones.

También se pensó en sustituir el ámbar por otra sustancia parecida, como era la resina de los pinos, pero nadie podía constatar que fuese a tener los mismos efectos. Las hadas de la reminiscencia comenzaban a perder la paciencia, ya que no cesaban de ser interpeladas con preguntas de lo más variopintas y osadas, producto del emergente desconcierto.

Estando este caos se presentó un gnomo y ante la asamblea aseguró que portaba el elemento que nos faltaba. Esto causó un gran revuelo y mucha satisfacción, todas las criaturas comunicaron su agradecimiento al gnomo.

Durante la noche comenzaron a mezclar todos los increíbles y exóticos ingredientes en el gran caldero de cobre fusionándose en una gran sopa. Por fin el conjuro se podría llevar a cabo.

Al amanecer sobre la ciudad brotaba un jardín inmenso y multicolor. Sobre los puentes se descolgaba un frondoso tapiz de campanillas. La orilla del río se inundó de álamos plateados, poniendo cerca a los árboles estaba la hierba de san antonio y entre ésta asomaban, tímidos, los rebozuelos y las estrellas de tierra. En las calles creció una alfombra de una rara especie de tomillo que se ubicó entre las llagas de los adoquines. Las murallas se cubrieron de tupidas madreselvas que desplegaban todos sus aromas durante el atardecer. De los muros de las casas pendían pasionarias, magnolias, lotos, rosales trepadores y capuchinas de cinco hojas todas ellas complementaban los colores de las piedras. En las zonas donde no había edificios crecieron espontáneamente jardines de robles, castaños, olmos, naranjos, árboles del cielo, bojs y cipreses que se adornaron con trólios, eléboros, aguileñas, espuelas de galán, amapolas, adormideras, palomillas, alquimilas y euforbías. Las peñas de alrededor de la ciudad fueron arropadas con un fino manto de musgo.

Y fue tanta la exuberancia que las flores se disputaban a los insectos embriagados de pólenes y los árboles a los pájaros ahítos de ramas. Mil aromas pizpiretas se mezclaban y se enredaban jugando con las brisas. Fue aquel un día memorable y plagado de primores, en cualquier lugar eras sorprendida con el color y la fragancia de alguna flor. La sombra refrescante de un árbol te protegía del sol de la tarde y después de cada paseo tus pies desprendían un estimulante olor a tomillo.

Nunca se vieron tantos prodigios en un espacio tan reducido y en un tiempo tan corto, como el que perduró. Porque cuando el sol rodaba sobre el horizonte todas las plantas comenzaron a marchitarse, los árboles se desplomaron y se convirtieron en cartón piedra. Sobre la ciudad se precipitó una plaga de sombras y una lluvia de tristeza, que caló entre todas las criaturas que fueron abandonando lentamente la ciudad, y que, todavía, hoy asoma por las calles.

Nunca supimos si la naturaleza nos castigó por nuestra osadía o si aquel gnomo mediante algún encantamiento nos hizo ver la piedra que todos ansiábamos para completar el conjuro y que nuestros anhelos se cumplieran.

Yo decidí quedarme aquí en este roble erudito y vetusto que vio pasar estos fastos y que me resguarda con mis sueños, para que llegado el momento, y si el milagro se volviese a producir, mis ojos yertos puedan volver a inundarse de luz.

Hay piedras que siguen añorando el jardín, los aromas y los colores. Compungidas, derraman seis inconsolables lágrimas en las noches sin luna pretendiendo que con la humedad de su tristeza el tomillo vuelva a brotar entre los adoquines para que así los prodigios se vuelvan a repetir. Cada gota de esa tristeza es una esperanza. Dentro de cada burbuja se resguarda un deseo, un sueño o una emoción que al ser recogida con ternura se transforma en un sólido sentimiento.

Mientras la luna asomaba entre los cigarrales, la voz y la luz se fueron desvaneciendo. Al mirar a mí alrededor descubrí que las gentes regresaron al parque o tal vez nunca lo abandonaron. Quizás fui yo la que estuvo viajando entre los sueños ajenos a través de unos ojos opacos por la tristeza y la añoranza.

Averigüé las noches en las que no había luna durante todo ese año para saber cuando podía buscar aquella piedra de la que me había hablado el hada del roble.

Durante aquellas noches vagabundas y desiertas conocí otra ciudad que se escondía entre las sombras de las luces y de la historia. La que quedó habitada por las almas y por los fragmentados corazones que tuvieron que abandonarla precipitadamente, pero que fueron incapaces de marcharse y quedaron atrapados como espectros entre los intersticios de las piedras, entre las sombras de los aleros, cerca de los edificios que habitaron o deambulando por las calles como en otros tiempos.

Algunas veces he llegado a pensar que durante las frías y húmedas noches de invierno, una epidemia de tristeza recorre la ciudad, como una maldición por los sueños incumplidos y abandonados a inciertos futuros. Los sueños de todos los que la han poblado siguen presidiendo esos misterios que no siempre alcanzamos a ver, sino es con los ojos del corazón.

La última noche sin luna de aquel año se adornó con frío y chubascos. Me preparé el paraguas y comencé, una vez más, la búsqueda. Mientras caminaba, el frío húmedo era una tortura para los huesos, la ropa parecía de papel y sentía la carne gélida. Dejó de llover y el viento se hizo insoportables puñados de arena en el rostro. Busqué el abrigo de los cobertizos, aunque esa noche parecían grandes pasillos sin puertas.

Entre cobertizo y cobertizo encontré la piedra que derramaba el rocío que el jardín nunca pudo disfrutar porque nunca la luna le anocheció. Cuando me acercaba con pasos de medio pelo, pensaba que estaba profanando un secreto ancestral y doloroso, la casualidad hizo que un mundo mágico despertase de un letargo o, tal vez, ese mundo sólo estaba esperando que le amaneciera una casualidad, ¡quién sabe!

Recogí las seis gotas de aquel rocío de lágrimas marchitas. Cada una de ellas se la dediqué con un sentimiento a las personas a las que había decidido entregárselas. Las guardé cuidadosamente en una bolsa de lienzo negro para que la luz del sol no acabara con la magia y las preservara.

Después de unos días regalé una a una las seis gotas de rocío eterno. Decidí escribir la historia, para que, cuando al hada le amanezca otra casualidad la persona que escuche el relato no se sientan extraña en una ciudad compartida por las infinitas dimensiones construidas a base de siglos de deseos y sueños.

Si pueden no se pierdan desde el tránsito un atardecer rojo sobre los cigarrales en la noche de San Juan, una noche sin luna paseando por las calles y esa noche invernal y vagabunda en la que la campana del reloj riela las doce, volteando lágrimas de involuntaria tristeza *.

Prefacio tardío

Desde el Greco Toledo surge entre cielos plomizos henchidos de tristezas y misterios sepultados que, agotados, se toman un descanso en las fiestas del Corpus, de las que un antiguo folleto turístico refería: «Toledo celebra sus fiestas del Corpus con un esplendor fuera de lo común». En ese día la ciudad se embriaga de flores y colores, los pétalos se utilizan para confeccionar alfombras y las calles se inundan de tomillo. Dicen que la tradición data de la Edad Media, aunque pudiera ser que tuviese otras raíces ya secas y olvidadas.

Cada vez que me acerco al parque del Tránsito y me siento en el banco que mira a los cigarrales echo de menos la compañía de un roble centenario que me afloje el calor del verano con una sombra tibia.

Cuando me encontré con el hada en mi cuello había una cadena plata y de la cadena pendía una piedra marrón con una veta ámbar…

*Las palabras finales pertenecen a un párrafo de la segunda parte de la leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, Tres Fechas. Estas referencias a Bécquer sólo pretender ser un modesto homenaje.

Mar Molina. Toledo. 13 Diciembre 2002.