Una flor en un estercolero – por Mar Molina

Chatila es una flor que nació en medio del estercolero del ostracismo y la negación de los derechos humanos. Chatila se alimenta de la ignorancia de los pueblos y se sostiene sin raíces con los detritus que produce el incumplimiento de las resoluciones de Naciones Unidas.

Chatila es una flor en un mundo convencional de injusticias, sobreviviendo a todas las muertes desde al Nakba (el Desastre).

Chatila es una flor perenne de un kilómetro cuadrado abonada por la inmundicia humana y la hipocresía política.

Chatila es un mundo de exilio omitido, donde nos desentendemos también de la terrorífica impunidad que Israel ejerce sobre el pueblo palestino.

Chatila es nuestra vergüenza como seres humanos. Nos empeñamos en curar nuestra conciencia con donaciones y lamentos, mientras consentimos que el pueblo palestino viva errante y miserablemente durante 53 años. Lo que no vemos no existe. Hemos aprendido a poner etiquetas a las personas y a los pueblos, a mirar a otros con desigualdad. Somos herramientas de las diferencias, los agentes gratuitos de los intereses ajenos, cargados de silencio y complicidad.

En ese desierto de las injusticias y las impunidades crecieron doce flores que denominaron campamentos de refugiados palestinos, Chatila es una más de esas flores, pero la tristemente más conocida debido a la masacre de más de 3.000 palestinos y libaneses, que tuvieron lugar en el septiembre de 1982, a cargo de las falanges libanesas con la tutoría y la instigación de Israel.

Desde hace 53 interminables años, estos pétalos del exilio están condenados a vivir sin cobertura sanitaria, sin papeles, sin trabajo, sin derechos civiles y sociales e, incluso, a no tener un lugar donde caerse muertos. Viven al límite de la indignidad humana, expulsados de su tierra, sin poder echar raíces en la infame encrucijada de ese “derecho al retorno” que nunca llega y que, desde 1948, Naciones Unidas no ha obligado a cumplir a Israel.

Cada día las Naciones Unidas lo son menos, y se han ido convirtiendo en el instrumento que legitima los intereses económicos y expansionistas de los países que tienen derecho a veto. Los mismos que se han propuesto acabar con la dignidad de los pueblos para que unas cuantas multinacionales tengan pingues beneficios económicos. Ya se sabe que quien nace o vive sobre algo que sea codiciado por EE.UU. y sus aliados está condenado a ser un rehén de por vida o un cadáver prematuro.

Nos hemos convertido en seres solitarios a mitad de camino entre el endiosamiento y la bestialidad y estamos cerca de cruzar esa línea sin solución de la soberbia que nos hace creer que somos únicos y, al mismo tiempo, sin darnos cuenta, hemos dejado que siembren en nosotros la idea de “la única idea”, que en resumidas cuentas es lo mismo que no tener ninguna. Nos alimentamos con la soma de “un mundo feliz”, esclavizado y subyugado a la perversión de los principios básicos de libertad, igualdad, fraternidad y tolerancia, palabras que se han convertido en testimoniales.

La historia nos dice que la resistencia es el principio de supervivencia de los pueblos y crece en la misma medida que los criminales ejercen la muerte y el asedio.

Hace 53 años comenzó el genocidio del pueblo palestino, enmascarado sobre los cimientos del conflicto permanente: de la culpabilidad del débil (un pueblo desarmado y con dignidad: los palestinos) y de la inocencia del fuerte (un gobierno que emplea los últimos modelos de armas de destrucción masiva: Israel).

Seria conveniente y hasta necesario que nos preguntásemos: a quién beneficia este perpetuo conflicto, quién gana y quién pierde… Tal vez no encontremos todas las respuestas, pero en el íntimo ejercicio del pensamiento nadie podrá inundarnos con “la idea única” de que los pueblos que defienden sus derechos y su tierra son terroristas (sobre el año 1808, cuando defendíamos el país de la invasión francesa, los españoles también nos convertimos en terroristas).

Mar Molina. Toledo. 19 Noviembre 2002.