(Esta es la historia de una muchacha que leyó un libro y del libro que leyó la muchacha).
“…Si quieres ver el horizonte súbete a una montaña…”
La primera vez que abrió el libro leyó esto. Al principio no le dio mucha importancia, pero la frase revoloteaba en su cabeza como un eco.
Como no tenía montaña se subió a un taburete y miró por la ventana, mas enfrente sólo había grandes edificios articulados en minúsculos reductos. Salió a la calle y mientras caminaba, sobre la acera de enfrente vio una escalera, sin pensárselo dos veces escaló por los peldaños y no alcanzó ni a ver los tejados de los edificios más bajos.
De tanto subirse a los sitios altos le entraron agujetas en las piernas y en los brazos, entre agujeta y agujeta el horizonte se hizo cada vez más elevado e inalcanzable.
Pasaron los días, decidió abrir otra vez el libro y leyó:
“… Si plantas una semilla dentro de unos años tendrás un jardín…”
Esto le pareció más sencillo, compró una maceta enorme, buscó una semilla, la sembró, la abonó, la regó y se sentó a ver como crecía. Fueron pasando los días con sus noches y la semilla no germinaba. Pasó el tiempo y el jardín no florecía. De vez en cuando enterraba algunos granos más en la tierra, pero aquello tampoco dio mucho resultado.
Los meses caían del calendario tan deprisa que parecían de veinticuatro horas. Mientras, en su interior sostenía un litigio entre la curiosidad que sentía por volver a abrir el libro y la oportunidad de hacerlo… pero leyó:
“…Todas las sonrisas tienen un resplandor claro…”
Aquella mañana se levantó temprano y paseó entre la gente mirando con avidez para ver como podía ser el resplandor claro de una sonrisa. Durante horas, se sentaba en los bancos de los parques, en los veladores de los bares y, aunque creyó ver alguna sonrisa, ninguna estaba iluminada por resplandores.
Así fueron pasando las noches con sus días. La luna y el sol giraban sobre la tierra en una danza de círculos infinitos, el horizonte se escondía, el jardín exuberante no crecía y las sonrisas no resplandecían.
Aquel tedio ingrato hizo del libro un compañero y un deseo de lectura inaplazable la volcaba, una y otra vez, sobre texto:
“…En el remanso de los ojos se puede ver la silueta del corazón…”
Durante los días siguientes se pasó las horas estudiando en los manuales de anatomía científica el lugar donde se encontraba el remanso ese, pero allí nada se explicaba. De tanto mirar y fijarse en los ojos de las personas llegó a pensar que, más claras o más oscuras, todas las pupilas eran iguales.
Tanto misterio y tanta búsqueda inútil hastió su animo. Olvidó el libro y las palabras. Con el tiempo su mirada quedó perdida entre la renuncia. Se dejó inundar de las aguas del desánimo que nos hacen navegar con rumbos de deriva permanente.
Los ciclos seguían, se sucedían las estaciones. Un otoño trajo un invierno, una primavera desembocó en un verano. Un día, de los de tantos, se levantó, se asomó a la terraza, como tantas mañanas y como un prodigio un jardín había desbordado la maceta y colgaba ya por los muros. Entre las hojas y los tallos de aquella selva inesperada, muchos pájaros ciencolores jugaban a las carantoñas. La muchacha se sentó en suelo, se recogió las piernas con las manos, apoyó el mentón sobre las rodillas y se quedó contemplando su nuevo oasis.
Después de muchas horas en la misma posición, su cuerpo fue todo un hormigueo y no sentía las articulaciones, para estirar las piernas se aventuró a salir a la calle. Tenía el cuerpo perfumado con aromas madreselva y sus ojos se detenían sobre las cosas más triviales como de nuevos acontecimientos se tratasen. Así de forma fortuita tropezó con el remanso de unos ojos y pudo, por fin, ver la silueta del corazón. Aquel fue un día largo como una pausa.
A la noche, se alzó una gran luna anaranjada de papel couché, sobre una alfombra de luces de plata con hechuras de estrellas. Le fue invadiendo una extraña sensación, por un momento llegó a sentir que en alma se le dibujaba una sonrisa. Se situó delante de un espejo y cuando éste le devolvía la imagen una sonrisa luminosa le alcanzaba la cara.
Se dejó arropar con la ternura de la noche y con el silencio cómplice de la madrugada. Los primeros rayos del sol, dieron paso a una mañana serena, de esas que se suceden al abatirse las tormentas, con nubes orondas rematadas de orlas brillantes. Se situó enfrente del sol, estiró los brazos y respiró el génesis de su vida. Se vistió con su nueva sonrisa y salió a la calle.
La gente la miraba con sorpresa, incluso se paraban a su lado cuando pasaba. Ella siguió hacia delante, todavía más hacia delante. Caminó y caminó hasta que se acabó la ciudad, hasta que se le acabó el campo para ir en pos de la montaña donde tenía reservado un espacio para ver el horizonte.
Cuando me enteré de la historia me conmovió sobremanera y me dediqué a indagar entre la gente que la vio. Unos me contaron, con cierta resquemor, que era una muchacha muy rara y la vieron pasear con una extraña mueca en la cara. Otros, los menos, que tanto que habían escuchado que les hubiese gustado conocerla y muy pocos me confesaron que ellos también les gustaría tener esa sonrisa en la cara.
Entre unos y otros me indicaron donde se encontraba su casa y me acerqué hasta allí. Nadie debía de haber entrado desde aquel día, pues todo se encontraba sucio y lleno de polvo. En la terraza no había indicio de la existencia de jardín o vegetación, tan solo una gran maceta llena de tierra seca.
Fui mirando en los armarios y en los cajones hasta que, en unos ellos, encontré el libro.
Lo saqué y lo coloqué encima de una mesa. No era ni muy grueso, ni muy grande, ni tenía muchas páginas. En el lomo, escrito en latín, rezaba Sunnus con letras doradas, muy deslucidas por el tiempo y las manos.
Con tanto entusiasmo lo abrí y con tanta torpeza que se me resbaló de entre las manos y apenas pude leer la frase de la página, quedando nuevamente cerrado sobre al mesa.
Me tranquilicé, respiré hondo e inicié de nuevo la ceremonia con más lentitud. Leí la página y lo cerré. No obstante, me apercibí que se había abierto por la misma página y me dio por pensar si el libro no tendría una página para cada persona que se adentraba en él.
Sunnus … sueño… sueño… sueño… un sueño para cada persona un libro para todas.
Leí mi página y de poco en poco iba abriendo hasta que, la última vez, la hoja se me rebeló en blanco. Encontré explicaciones para algunos de los acertijos. Después de …si plantas una semilla dentro de unos años tendrás un jardín… decía:
“… las semillas de la felicidad dejan un espacio efímero a las malas hierbas del dolor, un espacio donde las lluvias no empapan y las tormentas no subsisten…”
Disculpen que aquí y al punto deje este relato, pero en algún remoto lugar hay una montaña donde tengo una cita con el horizonte…
“…nunca sabrá si, mañana, el despertador de su vida le dará una sorpresa, por si acaso no olvide tenerlo siempre en hora…”
Nota: El Sunnus sigue en el cajón y tu página también.
Mar Molina. Toledo. 10 Noviembre 2002