¿Ley de Calidad?

Si el año pasado el tema estrella del debate educativo fue la Ley Orgánica de Universidades (la famosa LOU), en este curso académico aparece la Ley de Calidad como el elemento estrella del debate.

Seguramente veremos a lo largo de lo que queda de año manifestaciones, huelgas, declaraciones y contradeclaraciones respecto a esta ley. Pero también, con toda probabilidad, el ciudadano medio se seguirá preguntando, tras todo este proceso si realmente se necesitaba una ley para mejorar la calidad de la enseñanza o por qué existe una oposición tan acérrima a un cambio de estas características por parte de los partidos de izquierda.

Si algo está claro a estas alturas es que la LOGSE es ya un barco hundido, víctima de numerosas grietas que han ido apareciendo a lo largo de los años. Por muchos parches que se hayan ido poniendo a lo largo de estos años (decreto de humanidades, ampliación de horas de matemáticas…), éstos sólo intentaban suturar las heridas más sangrantes, pero no ofrecían una solución global. También debe reconocerse que no ha sido un naufragio espontáneo: más de un implicado (y más de dos) ha contribuido a ahondar las fisuras.

La LOGSE no era una mala ley, pese a lo que muchos van afirmando con la alegría que supone desconocer el entorno educativo. El gran pecado de la LOGSE fue intentar subir tres peldaños a la vez. No se podía pasar de la noche a la mañana de un sistema educativo basado en el uso intensivo de la memoria a otro en el que el razonamiento primara sobre la memoria, o de un sistema educativo basado en el monolitismo de valores a un sistema educativo basado en la pluralidad. Ni gran parte del profesorado fue capaz de asimilar cambiar de raíz los métodos de enseñanza, ni las familias estaban preparadas para asumir un sistema.

El principal error de la Ley de Calidad sería intentar volver al punto de partida y volver a una educación monolítica, uniforme y basada en la memoria. Es cierto que la LOGSE fue demasiado lejos en ciertos planteamientos, que incorrectamente aplicados generaron un estado de confusión permanente. Pero una cosa es que se hicieran matemáticas dos trimestres de tres y otra bien distinta volver a explicar literatura únicamente fijándose en qué obras publicó cada autor y cuando las publicó. El valor pedagógico de la lista de los reyes godos es tan nulo como hacer un debate en una aula sin haber trabajado previamente el problema a discutir.

Lo mismo se puede decir de otras cosas. Tendríamos que intentar evitar el intervencionismo extremo del estado en la planificación de los estudios. Lo lógico sería que sólo interviniera fijando unos mínimos. Todo el mundo convendrá, por ejemplo, que es poco concebible que un estudiante tras seis años de escolarización no sepa leer correctamente o no sepa sumar o multiplicar. Pero de ahí a fijar con precisión que autores deben ser leídos (y por tanto cuales no deben ser leídos) en asignaturas como literatura o filosofía hay un largo trecho. Nuestra educación sigue pecando de un intervencionismo excesivo que impide al alumnado imbuirse de un valor como es la pluralidad.

No obstante, no debemos pasar por alto el principal problema que toda ley, llámese LOGSE o Ley de Calidad sufrirá: el elemento presupuestario. Quizá si pagáramos mejor a los profesores, si dotáramos a los centros con los recursos materiales necesarios y, en definitiva, si consideráramos el gasto en educación no como un gasto sino como una inversión, conseguiríamos elevar el nivel educativo de este país.

Datum. Barcelona. 6 Octubre 2002.