La publicidad es ya un elemento que forma parte de nuestra realidad cotidiana. Mediante canciones pegadizas, frases ambiciosas e ingeniosas ocurrencias los anuncios publicitarios seducen y atrapan al espectador. La complicidad lograda entre empresa-consumidor sólo puede entenderse si consideramos el esfuerzo que se realiza con el objetivo de lograr una publicidad cada día más atractiva.
Sociólogos, psicólogos y pedagogos centran su trabajo en estudiar, comprender y trazar la vía para atraer no sólo la atención, sino la simpatía del consumidor en potencia. Es más, a juzgar por ciertos eslóganes podríamos decir que las grandes compañías aspiran a lograr nuestra felicidad.
Un joven que, tras asistir a un concierto, viaja por la noche en tren acompañado de sus mejores amigos, y, mientras ellos duermen, él divaga en un monólogo interior sobre la existencia… No es la trama de la novela de un escritor de best sellers, aunque podría serlo sin ningún problema, sino la imagen que la empresa Coca Cola pretende transmitir al mundo. Es el rostro amable del capitalismo. Como también lo es Ronald Mc?Donald, gracioso representante de una empresa icono de la globalización económica y cultural, que no contenta con devastar la nutrición y la cultura autóctonas de cada nación que invade, tiene aún la osadía de autoproclamarse defensora de la multiculturalidad y transformar al vencido en flamante vencedor.
La publicidad es engañosa, no tanto en lo que promete con respecto a sus productos, como en la imagen que da de la empresa. Pues nadie pensaría que Repsol pudiese ser una despiadada compañía que ha acabado con el modo de vida de cientos de familias indígenas. Ni que Nestlé, con su tradicional imagen doméstica, diese un trato muy dudoso a sus trabajadores. Con sus anuncios las empresas ofrecen espejismos a la sociedad, pues ven una imagen muy distorsionada de lo que la empresa es en realidad. Quizá las imágenes de niños ecuatorianos de siete años trabajando para Nike sean un poco más objetivas.
Pero volvamos al tema sentimental (que es lo que vende). Quizá la humanización que desprende la publicidad de hoy no sea si no la confirmación de que hasta los sentimientos y las emociones pueden ser prostituídos y manipulados para lograr un mayor número de ventas. Se trata de lo que alguien denominó como lovemarks. Con su uso repetitivo de pronombres personales (siempre en singular para referirse al espectador y en plural cuando se trata de la empresa) logran convencer a los compradores de que cada uno de ellos no es uno más. Con tú, a ti, para ti, distinguen la singularidad de cada comprador, extrayéndolo de la masa a la que sin embargo pertenece.
El capitalismo es la religión de hoy, y como toda gran religión posee grandes edificios, obras de ingeniería que dan acogida a sus fieles. Las mezquitas, las iglesias, los templos del neoliberalismo del siglo XXI son grandes centros comerciales que dan cabida a las masas de devotos del consumismo que cada fin de semana se agolpan en sus extensiones sedientos de la paz y de la seguridad que encuentran en este tipo de áreas.
El acto de la compra no es un trámite más, las empresas mistifican este acto hasta el punto de que el éxtasis de santa Teresa esculpido por Bernini o los versos de San Juan de la Cruz quedan en evidencia ante las promesas eudemonistas de felicidad perpetua a las que las grandes empresas se compromenten. Sexo, éxito, triunfo, confianza, etc.
¿Pero se pregunta el consumidor si existe una cruz a tanta sonrisa y a tanta fachada? En realidad la cara de las empresas es tan engañosa como la de las azafatas y dependientas a las que se les exige una permanente imagen de cordialidad (bajo cualquier circunstancia). Sin embargo el pensamiento único se ha extendido tanto que ya nadie osa poner nada en duda, quizá porque hemos asumido la hipocresía hasta sus más trágicas consecuencias.
Eli. Pontevedra, Galicia. 28 Julio 2002