Hace unos días apareció en la sección de cartas al Director de un conocido rotativo una misiva en la que, con un estilo fresco e irónico, un treintañero mostraba su desencanto por sus perspectivas laborales una vez terminada su carrera universitaria.
En la carta señalaba el hecho que le hubiera gustado ser cocinero, pero que su entorno le empujó a hacer una carrera universitaria. Ahora, con un título bajo el brazo, se veía sin un empleo estable y sin posibilidades de emanciparse a corto plazo, mientras que aquellos compañeros de escuela que fueron “malos estudiantes” disfrutaban de un buen empleo, y se habían podido casar y comprar un piso.
Esta carta no es un caso anecdótico sino el reflejo de una situación que año tras año alcanza cotas más preocupantes. A la vez que el mercado laboral carece de cocineros, albañiles o informáticos, miles de estudiantes con un título de licenciado o de diplomado buscan desesperadamente un empleo o bien desean cambiar su “contrato basura” por algún tipo de empleo más estable. Todos tenemos algun conocido que trabaja de pasante desde hace un año y que no cobra ni una peseta o la becaria en un prestigioso medio de comunicación que trabaja 12 horas al día y cuyos ingresos no le llegan a cubrir ni el billete de autobús.
Una de las principales aspiraciones de los partidos progresistas fue conseguir que cualquier persona, independientemente de su origen social, tuviera una formación. Esta política es lo que se conoce como “el hijo del obrero a la universidad”, uno de los lemas más coreados en todas las manifestaciones que se han producido en las últimas décadas. Ahí reside, a mi parecer, una de las principales causas que el hijo del obrero, universitario, esté en paro o con un “contrato basura”. Estoy de acuerdo en que el hijo del obrero (como el del burgués, el jornalero o cualquier otro) vaya a la Universidad, pero siempre y cuando aproveche la oportunidad que se le brinda. Todos conocemos el caso de algún universitario que ha transitado por las aulas durante lustros, conociéndose todos los bares, cafeterías y futbolines de los alrededores del campus.
Desengañémonos: la Universidad nos cuesta dinero, seamos o no universitarios. O bien se financia la universidad mediante tasas académicas, o bien se financia via Presupuestos del Estado, o (como ocurre en la mayoría de países) se hace con un sistema mixto. La financiación íntegra por parte del Estado es injusta (los grandes beneficiarios serían las clases medias-altas) y a su vez genera incentivos perversos. La financiación íntegra por parte del estudiante es también injusta al depender de sus ingresos familiares y por el hecho que el país en su conjunto se beneficia de disponer de ciudadanos con un importante capital humano.
El punto crítico entonces reside en cómo financiar el coste de la Universidad, asumiendo que debe ser una combinación de contribuciones entre el estudiante y el estado.Una de las alternativas más plausibles es que el estudiante cubra una parte importante del coste, a la vez que existiera un sistema de becas que permitiera a los buenos estudiantes poder seguir sus estudios sin necesidad de preocuparse por los temas financieros. Al repercutir parte de los costes a los estudiantes, éstos percibirían el coste que representa su matriculación y se evitaría así que estudiantes con escasa o nula motivación colapsaran las aulas.
Las becas deberían asignarse atendiendo de manera principal al rendimiento académico de los estudiantes, entrando luego en consideraciones de la renta familiar. Este hecho no es fortuito: en general se detecta un elevado fraude en la declaración de las rentas familiares que provoca situciones paradójicas donde malos estudiantes cuyas familias pueden “esconder” al fisco rentas se benefician de becas que son negadas a buenos estudiantes cuyas familias no pueden (o no quieren) esconder rentas al fisco. Este fraude, reconocido hasta por la propia ministro de educación, constituye una de las mayores injusticias del sistema actual de becas. Sólo con una mayor ponderación del rendimiento académico se obtendría una situación más justa que la presente.
Existe también otro aspecto a tener en cuenta: los numeros clausus no sólo deben mantenerse sino deben endurecerse. No es muy racional tener miles de plazas de primer curso de psicología cuando las posibilidades de inserción profesional se limitan a unos centenares. No sólo no es racional sino que es una manera de engañar a los estudiantes, creándoles falsas expectativas y trasladando el filtro en una fase posterior, con el riesgo que este filtro acabe siendo injusto. Uno de los filtros más empleados es el de los master, accesibles sólo para unas minorías y raramente con posibilidad de beca.
Los numeros clausus deberían permitir una adecuada relación oferta-demanda y dejar un cierto margen para aquellas personas que quieran cursar estudios universitarios de manera puramente vocacional. La manera de acceder a una plaza de primer año (por rendimiento académico) es la menos injusta de las alternativas, muy a pesar de lo que digan algunos partidarios del “todo el mundo a la Universidad”. Estos nuevamente están haciendo un flaco favor a la igualdad de oportunidades.
Esperemos que en los próximos años se imponga una mayor racionalidad. Sólo así se podrá asegurar una mayor igualdad de oportunidades. Ciertos planteamientos maximalistas pueden, en cambio, llevar a situaciones opuestas, como bien lo ha demostrado la carta del universitario treintañero.
Datum. Barcelona. 8 Marzo 2002