La poda

Hoy, al venir al trabajo, he visto un árbol a medio podar. Los operarios estaban junto a él, terminando de serrar algunas ramas grandes. Por doquier había ramitas, trozos de madera, en fin, restos del trabajo realizado.

Me llamó la atención ver que el árbol, en sí, lo que quedaba de él, no era más que un gran tronco con dos grandes ramas tronchadas (serradas, más bien). Los podadores habían dedicado su esfuerzo a serrar cuanta rama nueva o reciente hubiera en ese árbol, reduciéndolo a las famosas «Y»s que vemos a veces en las avenidas. Es decir, tomando un árbol vivo lo convirtieron en un arbol fósil, un árbol muerto, un cadaver en el tiempo.

Las ramas de ese árbol eran de reciente aparición; quiere esto decir que después de la larga travesía del invierno, sufriendo el frío y la caida de hojas (se trataba de un árbol de hoja caduca), el árbol había conseguido, tras un gran esfuerzo, arrojar nuevos esquejes que culminasen en ramas llenas de hojas; el árbol intentaba vivir, aprehender la luz, la energía que le permitiera crecer.

No tuvo tal oportunidad, y dudo que pueda llegar a tener otra. Un esfuerzo así, o su equivalente, dejaría extenuado a cualquier ser vivo, y no creo que tenga fuerzas para repetirlo. Sin posibilidad de recibir energía, está condenado a una lenta extinción. Hoy han asesinado un árbol.

También, al verlo, he pensado en nosotros; porque así mismo la sociedad, después de un periodo de tinieblas y con no pocos esfuerzos, comienza un tímido avance que le permita prosperar, mejorar, llegar a más. Y los mismos podadores, día a día, año a año, generación tras generación, se encargan de cortar los esquejes, las ramas jóvenes, la savia nueva que intenta abrirse paso entre la miseria.

Quizá vaya siendo hora de abrir los ojos, y podar a quien nos poda.

C0ven, Madrid. 18 febrero 2002.