Todos hemos tenido la oportunidad de conocer por los medios el caso de Fátima, la chica musulmana cuyo padre le obliga a llevar en la cabeza el pañuelo típico de su cultura y religión.
El hecho de que se escolarice en un centro público o en uno concertado son tan sólo rencillas que, tarde o temprano, quedarán solucionadas de una forma u otra.
La trascendencia real de esta noticia es el debate que ha abierto entre la opinión pública. Se plantea el problema de cómo solucionar las incompatibilidades que presentan las culturas para la convivencia en algunos ámbitos de nuestro país, el cual, lo queramos o no, es real y potencialmente receptor de flujos migratorios desde lugares muy diversos. Ante tal confluencia de culturas (a esto se une la diversidad existente en la propia península), es bastante probable que surjan conflictos, incluso si tomamos esta palabra en el mejor de sus significados. Ya no es sólo el hecho de que se vista de una forma u otra, sino que entran en juego otros aspectos como los días festivos, que son diferentes en cada religión, la utilización de tecnología, que está prohibida o censurada en algunos de los países de origen de los inmigrantes, el diferente trato que se le da a la mujer en cada cultura, los horarios de trabajo (por ejemplo, los musulmanes deben parar a horas determinadas para rezar), etc.
Las opiniones al respecto son diversas y bastante repartidas. Por una parte, hay quien argumenta que si ?nosotros? hemos de cumplir una serie de normas, tanto legales como cívicas, ?los que vienen? deben adaptarse también a estas normas y acatarlas como el resto de los ciudadanos. Algunos apuntan que no debería haber una invasión de la vida religiosa en la vida civil, y otros tantos seguro que rezan porque la joven se convierta al catolicismo. Por otro lado, otros nos comentan que tenemos que ser tolerantes con los que provienen de otras culturas e, incluso, hay quien afirma de desearía enriquecerse de la diversidad cultural. También se dice que se respeta el hecho de que continúen con sus tradiciones, pero que no se comparte ya que, en ocasiones, son costumbres que muestran a la mujer como un ser menospreciado.
Personalmente, opino que desde los países occidentales, en teoría democratizados, debemos dar ejemplo de ese supuesto respeto del que tanto se alardea y demostrar que, precisamente por nuestro supuesto adelanto respecto a otras civilizaciones, somos totalmente tolerantes con cualquier otra cultura por muy diferente a la nuestra que sea, mientras no atente contra los derechos fundamentales del individuo. Me sorprende que se arme tanto revuelo con este tema mientras EEUU sigue utilizando la silla eléctrica como si fuera una tostadora y la mayoría ni se inmuta.
Es posible que se abra un debate contiguo y que vaya un poco más allá. Si rizamos el rizo, podemos pensar que las culturas minoritarias pueden continuar con sus rituales en lo que les interese, dejando de lado lo que les parece molesto y lo que les supone una traba. Por ejemplo, habría que ver si el padre de Fátima utiliza teléfono móvil, si lleva chilaba u otro atuendo habitual de su cultura o si bebe alcohol con sus amigotes.
Existe un vacío legal al respecto, ya que se legisla sobre la inmigración para tener bien claro cómo hay que expulsar a los ?sin papeles? o cuáles son los trámites para conseguir la legalidad o un trabajo (aunque sea un trabajo detestable), pero no acerca de cómo resolver el choque cultural que supone la inmigración.
Y me alegro. Estamos a tiempo de que no sea necesaria ninguna ley para determinar cómo hemos de vestir, ni cómo debemos saludar, ni lo que debemos comer. En estos tiempos, en los que el afán por regular todo es creciente, más nos vale convivir como podamos si no queremos que nos digan también cuántas horas diarias debemos dormir.
Nihao, Zaragoza. 18 febrero 2002.