Cuando las guerras se pierden en las alfombras – por José Miguel Hernández

Representantes de Italia, Alemania e Inglaterra: Benito Mussolini, Adolf Hitler (junto a su intérprete oficial Paul-Otto Schmidt) y Arthur Neville Chamberlain - Wikimedia Commons

En sus anotaciones correspondientes al día 7 de Agosto de 1936 el diplomático chileno Carlos Morla Lynch (1888-1969) reflejaba lo siguiente en su diario personal: “Yo me indigno con solo pensar que pueda intervenir en el conflicto alguna nación extranjera. Pero Rusia ha enviado doce millones de rublos para el Frente Popular -y me dirán que no viene el comunismo- lo que incita a Italia y Alemania a enviar refuerzos a los facciosos. Es tan importante para unos y otros la resolución y consecuencias de esta guerra que me temo que estas intervenciones se produzcan y degeneren después en una guerra europea”.

Consejero de la embajada chilena en Madrid, encargado de negocios después, Morla Lynch tuvo que asumir de facto el cargo de embajador tras la expulsión de su titular en 1937, Aurelio Núñez Morgado, por presiones del ministro de Estado del gobierno republicano, Álvarez del Vayo, al conocerse las simpatías explícitas del embajador con los sublevados. La apacible vida que llevaba Morla Lynch desde el año 1928 en la capital, donde fue destinado tras su estancia como diplomático en París, terminó para cambiar de forma radical cuando se produjo el golpe de Estado de Julio de 1936 y cuyo fracaso derivaría en la Guerra Civil.

Fue esta Guerra la que truncó las esperanzas que inauguró en España la Segunda República en muchos frentes, entre ellos, el de la política exterior y las relaciones internacionales. Así, la necesidad de apostar por el pacifismo, por la neutralidad y la seguridad colectiva: Ortega y Gasset ya había insistido en la necesidad de mirar a Europa, línea que Salvador de Madariaga desarrollaría a través de su experiencia diplomática en la Sociedad de Naciones. Las expectativas de la denominada generación del 14 se vinieron abajo.

 Entre las primeras preocupaciones el nuevo Gobierno republicano estuvo la de reformar la estructura del Ejército, contenida en la denominada como Ley Azaña : reducción de gastos, alcanzar la democratización de las Fuerzas Armadas, redistribución del mapa defensivo, etc.  Una de las mayores anomalías se encontraba en la desproporción existente en las fuerzas del Ejército de Tierra  entre el número de  integrantes del mando y el volumen de la tropa, cuestión que se complementaba con la desigualdad en armamento y preparación militar de las fuerzas que tenían su sede en la Península y aquellas que, situadas en el Protectorado marroquí, conformaban las fuerzas de un Ejército colonial muy bien preparado para el combate.  Estos intentos de reforma chocaron con intereses ligados al mantenimiento de privilegios muy consolidados y, además, a la sensación propagada en diversos medios de que en España iba a establecerse una dictadura comunista tras el triunfo de las fuerzas políticas republicanas, nacionalistas catalanas e izquierdistas. De esa forma, el malestar en las filas de jefes y oficiales se manifestó en la sublevación, en 1932, del general Sanjurjo, sublevación que no triunfó y que acabaría con la condena de su líder que, finalmente, acabaría exilado en Portugal. Desde allí seguiría en contacto con militares de alta graduación que no tuvieron demasiados problemas a la hora de reconocer en él al jefe que debía ponerse al frente de las tropas sublevadas en Julio de 1936, sublevación que planificaría el general Emilio Mola Vidal, antiguo Director General de Seguridad y, en aquel tiempo, Gobernador Militar de Pamplona.

Desde una óptica diplomática merece la pena detenerse en la visión que tenían los embajadores norteamericanos acerca de la situación cambiante en España. Así, a finales de 1931, Irwin Laughlin informaba que la instauración de la República en España no había sido una revolución comunista. Es más, continuaban sus informes, se observaba una estabilidad política que, como todo régimen democrático, empezaba a sortear los problemas derivados de los objetivos políticos a resolver. Sin embargo, en 1933 la situación internacional había empeorado. El  Nuevo Orden Internacional que los Estados Unidos habían diseñado tras el fin de la Gran Guerra (1914-1918) en los Acuerdos de París (1919), basado en la extensión del principio del liberalismo político y económico, la reducción de la carrera armamentística y el fortalecimiento de la corriente anticomunista, se evaporó en 1929 y fue entonces cuando los temores de penetración y triunfo  del bolchevismo en España, considerada como el eslabón más débil del imperialismo norteamericano, comenzaron  a estar cada vez más presentes en los informes diplomáticos que eran presentados al presidente de entonces, Franklin Delano Roosevelt.  Pero no eran los únicos problemas: el embajador Claude G. Bowers añadió a lo anterior la situación de avance imparable del fascismo y del nazismo, que comenzaban a ser cada vez más atrayentes en la sociedad española, especialmente en la juventud de los partidos de centro y de derecha. Desde las elecciones de 1933 Bowers advertía sobre el peligro de una guerra civil en España, basado en un golpe de Estado que provocaría una división en el Ejército (como así fue). En 1934, tras los sucesos revolucionarios del mes de Octubre, se hacía hincapié en el riesgo de crisis total del Estado Republicano si hubiese triunfado el intento de secesión en Cataluña y, de igual forma, se criticaba la intervención del Ejército colonial (Legión Extranjera y Regulares de África) en la represión de los mineros en la denominada “revolución de Asturias”. Otras cuestiones aparecían en dichos informes: la ambigüedad de la CEDA hacia la República, la división del PSOE en dos tendencias, una muy radical ligada a Francisco Largo Caballero y otra más contemporizadora, liderada por Indalecio Prieto.

En Febrero de 1936 se celebraron las elecciones legislativas en España que llevarían al poder a la coalición denominada como Frente Popular y los informes de Bowers fueron presentando un panorama caracterizado por un cada vez mayor deterioro político: intenso movimiento huelguístico, ocupación de tierras en el campo andaluz, división interna en la coalición de Gobierno, además de la existente dentro de la CEDA y los rumores cada vez más insistentes y extendidos de intervención militar.

Los rumores dieron paso a los hechos y, efectivamente, la sublevación se produjo. El entonces presidente del Gobierno, José Giral buscó ayuda en el exterior el mismo día 19 de Julio, ante la evidente agresión que estaba sufriendo un Estado reconocido por la Sociedad de Naciones, algo que, a todas luces, era claramente ilegal e iba en contra de los Estatutos de dicha Organización internacional.  Pero era urgente actuar: el presidente del Gobierno español pidió ayuda militar a Leon Blum, presidente del gobierno francés. En un principio la respuesta fue afirmativa, pero se pasó, rápidamente, de la inhibición a la oficial de no intervención, postura que se mantuvo durante toda la Guerra, salvo en momentos muy puntuales. Muy probablemente el cambio se debió a la presión de la organización Croix de Feu, acompañada del parecer de generales muy influyentes en las altas esferas del poder y que habían manifestado abiertamente su simpatía por los sublevados, tales como Gamelin, Duval y Jonart. No se puede dejar de lado a la hora de explicar este cambio el temor francés a una posible agresión de Italia y Alemania, habida cuenta del rearme evidente de dichos países y de sus no menores deseos de expansión territorial.  La actitud del embajador español en París, Juan Cárdenas, fue también muy lesiva para los intereses españoles pues bloqueó la petición de armamento, filtró la petición a la prensa francesa de derechas y, además, la comunicó al embajador francés en Londres. Por ello fue sustituido por Álvaro de Albornoz, quien intentó reactivar el proceso de petición, aunque fue inútil al no tener rango diplomático reconocido y, por tanto, no pudo firmar ningún contrato de compra de armas. Así fue como el 25 de Julio de 1936, el mismo día que Hitler y Hess se entrevistaban con los emisarios de los sublevados para solicitar ayuda, el gobierno francés rechazaba oficialmente la petición y el 8 de Agosto prohibía la exportación de material militar, además de decretar el cierre de fronteras.

La República española fracasó sin paliativos en las cancillerías. La mayoría del cuerpo diplomático se pasó al bando de Franco y tal y como expliqué en un artículo anterior el Gobierno republicano tuvo que sustituir a estos con personal falto de experiencia. Un cálculo aproximado que sitúa en cuatrocientos los miembros que pertenecían a la carrera diplomática al estallar la Guerra, un total de solo medio centenar siguió leal al Gobierno republicano y, de éstos, un total de diez protagonizaron un doble juego. Como ejemplo más notorio el del cónsul español en Estambul, que espió para el bando sublevado en un lugar estratégico: por el estrecho de Dardanelos surcaban los buques soviéticos cargados con armas para el ejército rojo. Los traidores, claro está, se incorporaron de inmediato a la carrera diplomática al finalizar la Guerra.

El Reino Unido se declararía neutral desde un primer momento, arrastrando a Francia a que el 2 de Agosto de 1936 tomase la iniciativa de proponer a las potencias europeas el Acuerdo de No Intervención, por el que se prohibía la venta de armas y municiones a ambos bandos enfrentados. La neutralidad británica venía explicada por la preservación de su dominio sobre Gibraltar, no poner en peligro las fuertes inversiones de los empresarios británicos en España y evitar que el control marítimo del Mediterráneo se alterase, frenando una peligrosa carrera armamentística que cambiaría la correlación de fuerzas en Europa. El Foreign Office británico apoyaba que la ayuda no llegase a España mientras, por otra parte, miraba hacia otro lado mientras Italia y Alemania comenzaban a enviar armas a los generales sublevados. Esta actitud estaba justificada porque, según el Gobierno británico, esa intervención era la respuesta a la ayuda prestada por los soviéticos al Frente Popular español. Algunos políticos interpretaban los movimientos soviéticos como provocaciones para iniciar una guerra entre los países de Europa Occidental que provocase y justificase la imposición del Bolchevismo en una Europa devastada. Baste recordar las palabras del primer ministro británico, Stanley Baldwin a su ministro de Asuntos Exteriores, Anthony Eden: “De ningún modo debe usted meternos en una lucha al lado de los rusos”. Este mensaje no fue un problema para Eden, pues era conocida su admiración por el líder ultraderechista español, asesinado el 13 de Julio de 1936, y su horror ante la violencia desatada en la España republicana. No es de extrañar que el 29 de Julio de 1936 el Cónsul General británico en Barcelona afirmase: “Si el Gobierno triunfa y aplasta la rebelión militar, España se precipitará en el caos de alguna forma de bolchevismo”. Winston Churchill condenó sin paliativos a la República: “Las repugnantes carnicerías nocturnas han apartado al gobierno de Madrid de la senda de los gobiernos civilizados”. En esas declaraciones no hizo ninguna referencia a las declaraciones de Franco en las que dejaba muy clara su intención de que fusilaría, si era necesario, a media España.

Pablo de Azcárate, nombrado embajador de España en el Reino Unido, intentó saludar personalmente al que, algunos años después, se haría famoso por su mensaje apelando a la resistencia del pueblo londinense ante los ataques de la aviación alemana en la Segund Guerra Mundial. Pero Churchill se negó en redondo.  No fue el único político inglés: nunca consiguió ser recibido de forma oficial por los primeros ministros del Gobierno de Su Majestad británica, ni Baldwin ni Chamberlain.Tampoco son marginales las palabras del embajador español en Londres al principio de la Guerra, Julio López Oliván, antecesor de Azcárate,en las que afirmaba que, aunque el golpe fracasara, al final el gobierno de Madrid se vería desbordado por los comunistas. Sin embargo y a pesar de la fidelidad al axioma de la neutralidad, el Foreign Office terminaría viendo claro después de la Navidad de 1936 que no era la URSS quien facilitaba la mayor parte del armamento. Localizada la verdadera amenaza en el eje Berlín- Roma, las maniobras pasaron por un acercamiento al Gobierno italiano con tal de frenar a Hitler.

La base legal de la No Intervención era muy reducida pues no dejaba de ser la suma de las diversas declaraciones de los diversos países europeos, es decir, no hubo un documento escrito, sino que se creó un Comité, formado por los gobiernos de Gran Bretaña, Francia, Portugal, Italia y Alemania. El objetivo de este Comité era contener dentro de las fronteras españolas lo que era, todo parecía indicarlo, una guerra con tintes internacionales. Había que evitar a toda costa que la guerra se extendiese a suelo europeo. Uno de los integrantes del Comité, Portugal, estaba claramente a favor de los sublevados.  Su apoyo era muy arriesgado si se tenía en cuenta que el resultado era muy incierto, especialmente al inicio. La respuesta de otros países fue unánimemente favorable al Comité. Salvo la excepción de Suiza (que mantuvo su neutralidad) los gobiernos de Polonia, Rumanía, Yugoslavia y Turquía manifestaron una postura de reserva a la vista del posible resultado. El Comité comenzó a funcionar en Septiembre de 1936 y fue entonces cuando Iosif Stalin, tras la intervención declarada y descarada de Italia y Alemania, fue variando su posición inicial y decidió intervenir tras la petición explícita del Gobierno español. De esa forma la URSS se convertiría en el único Estado, junto al de Méjico, que realmente apoyó a la República. Comenzaron a llegar asesores políticos, militares, espías y armamento. Como es bien sabido esta ayuda ha sido estudiada con mucho interés por diversos historiadores e historiadoras y, hoy en día, el debate historiográfico sigue abierto tras la desclasificación de los documentos del Kremlin llevada a cabo después de 1991. Se siguen analizando las intenciones, más o menos manifiestas que acompañaban dicha ayuda y todo parece indicar que queda mucho por descubrir.

A pesar de los intentos de hacer cumplir los Acuerdos de No Intervención, ésta no fue sino un sonoro fracaso y, curiosamente, sería presentada como un éxito al impedir el desarrollo de un conflicto europeo. Es cierto que hubo Conferencias de ámbito multilateral que demostraban de manera fehaciente que el Orden establecido en los acuerdos de Versalles de 1919 estaba resquebrajado. Lo evidente era que se estaba produciendo un rearme y había que llevar a cabo revisiones de los acuerdos firmados, como la de Nyon en 1937 o la vergonzante de Múnich, en 1938, donde Checoslovaquia fue dividida para colmar las ansias expansionistas de Hitler.  También hubo iniciativas bilaterales, como la llevada a cabo por los gobiernos británico e italiano, pero la realidad es que el Gobierno republicano español fue abandonado desde el principio de la Guerra, precisamente, por la Sociedad de Naciones, la cual toleró la violación de la soberanía nacional española, legítimamente reconocida. Organización totalmente desprestigiada, no supo, no pudo o no quiso cumplir con sus obligaciones. De hecho, la constitución del Comité de No Intervención fue un invento anglo-francés, totalmente al margen del Derecho Internacional y de la propia Sociedad de Naciones, y destinado a evitar una internacionalización del conflicto, algo que, como se sabe, no se consiguió. Efectivamente, el desarrollo de la Guerra la convirtió en la primera que se narró y visualizó para el exterior con medios de comunicación propiamente modernos. Ello facilitó que, en los diversos países, implicados en mayor o menor forma, se produjese un clarísima división ideológica y sentimental entre aquella opinión pública, defensora de ideales políticos de izquierda o derecha. Los departamentos de propaganda de ambos bandos y sus respectivos receptores europeos no hacían sino repetir que España había sido invadida por alemanes, italianos y moros, mientras que en el otro bando estaba muy claro el intento de dominación soviética. Esa división estuvo en la base de un amplio movimiento de respuesta popular al formarse, por iniciativa de la Internacional Comunista, las denominadas Brigadas Internacionales. También, no se puede dejar en el olvido, se produjo un movimiento de voluntarios por el triunfo de los valores que defendían los sublevados. Este hecho, por su complejidad y trascendencia, requiere ser tratado en un próximo artículo.

Los militares involucrados en la sublevación también pidieron ayuda desde un primer momento y, así, el 25 de Julio, Adolf Hitler y Rudolf Hess recibieron a los emisarios españoles. De esa reunión salió el compromiso de ayuda militar alemana, ayuda que venía a complementar la que ya estaba prestando el gobierno fascista italiano de Benito Mussolini: sin ese apoyo exterior los sublevados no hubieran podido sostenerse frente a un gobierno reconocido como plenamente legal por la comunidad internacional.  Franco, desde un primer momento, maniobró para poder erigirse en el jefe militar de la sublevación, especialmente tras la muerte en accidente aéreo del general Sanjurjo y, así, aprovechó sus excelentes relaciones con el régimen italiano y alemán para obtener la ayuda necesaria.  Al bando franquista le fue aplicado el Estatuto de insurgente.  Por él se reconocía la existencia de un conflicto y, en principio, aunque no se reconocía la existencia de un Estado que no fuese otro que el republicano legalmente constituido, Franco pudo moverse con tranquilidad al no estar obligado por las disposiciones del Derecho Internacional de aquel tiempo. Cuando la evolución de la Guerra llevó al dominio sobre las tres cuartas partes del territorio peninsular y a que seis Estados hubiesen reconocido al nuevo Régimen, Franco solicitó formalmente el día 8 de Junio de 1937 el reconocimiento de los derechos de beligerancia, algo a lo que se opusieron Francia y la URSS mientras que Italia, Portugal y Alemania estaban claramente a favor. La razón estriba en que, si hubiesen sido reconocidos, Franco habría podido exigir un cambio en las actitudes internacionales al contemplarse una cierta legitimidad de los sublevados que hubiese podido provocar la reclamación del cese de la ayuda soviética.

Pero, a todo esto, ¿qué hicieron los Estados Unidos ante estos hechos declarados? Ya he escrito al principio que seguían considerando a España como un país más estable que otros muchos y, por lo tanto, lo que ocurriese al otro lado del Atlántico, fue una preocupación menor. No debe olvidarse que, como país, tenían sobre sí problemas internos muy importantes: la crisis económica derivada de 1929 no acababa de resolverse, a pesar de los proyectos y las realizaciones conseguidas tras la aplicación de las políticas   del New Deal. Por otra parte, su opinión pública era mayoritariamente favorable a la neutralidad, algo que se tradujo de forma oficial como la postura del gobierno. Por ello, en un intento de romper dicha neutralidad, el Gobierno republicano español envió a Fernando de los Ríos como embajador a Washington. Pero fracasó: en Enero de 1937 el Gobierno norteamericano decretó el embargo sobre la venta de armas. Los Estados Unidos de América rompían su tradicional política de ayuda a un gobierno legal reconocido internacionalmente y, además, trataban de la misma forma a agresores y agredidos. La decisión de Roosevelt, que había sido reelegido en Noviembre de 1936, estaba influida por un Congreso y una opinión pública fuertemente aislacionista, además de las cada vez mayores presiones de los votantes católicos, muy críticos con la violencia desatada en los primeros meses de la Guerra. Tampoco puede olvidarse que, desde el principio de la Guerra, empresas norteamericanas como Texaco, Ford o General Motors habían invertido en el desarrollo económico de la denominada como zona nacional

No sería hasta el fin de la Batalla del Ebro y la posterior caída de Cataluña cuando la Administración Roosvelt estuvo dispuesta a cambiar su política hacia España y a separarse de la posición británica, verdadero eje de todos estos movimientos diplomáticos. Si no se evitaba la victoria de Franco, la posibilidad de que el fascismo dominase Europa constituía una amenaza para la paz mundial, pero, también, un factor desestabilizador para ellos como país.

Pero era demasiado tarde.  Los intentos de mediación llevados a cabo en la Conferencia de Lima en 1938 no prosperaron pues el Vaticano ya había reconocido al régimen franquista. Ni en el terreno de la ayuda humanitaria cabían demasiadas esperanzas pues el presupuesto estimado de medio millón de dólares se quedó, finalmente, en cincuenta mil al sospecharse que parte de dicha ayuda iría a parar a la zona republicana. Un último intento de levantar el embargo en Febrero de 1939 también fracasó por la oposición del Congreso, oposición acompañada por una mayoritaria opinión pública en contra de dicho levantamiento. El 4 de Enero de 1939 Roosvelt se convirtió en el primer dirigente occidental en reconocer el error de la política exterior norteamericana al permitir la agresión impune de Alemania e Italia. Ello provocó que el gobierno estadounidense no reconociese al gobierno de Franco mientras existiese un gobierno legalmente constituido, ya en el exilio. Esta postura no consiguió ningún cambio en el gobierno franquista y, cuando llegó el dia 1 de Abril de 1939, la posición política norteamericana cambió una vez más: se reconoció al gobierno de Franco y no se denunció la represión, ni entonces ni en los meses posteriores, por estimar que no se estaban realizando ejecuciones masivas sin formación de juicio, algo que diversas organizaciones civiles norteamericanas denunciaban de manera constante. Todo lo anterior no fue óbice para que las relaciones diplomáticas se restableciesen el 26 de Septiembre de 1953, cuando Franco y Eisenhower firmaron los Pactos de Madrid.

Desde un primer momento de la Guerra la posición de denuncia del gobierno republicano fue constante. Ese papel le correspondió al que fuera ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, al embajador en los Estados Unidos, Pablo de Azcárate y al presidente del Gobierno, Juan Negrín. Los tres insistieron en la farsa de la No Intervención. Los tres denunciaron la continua violación de los Acuerdos por parte de Italia y Alemania. Sus discursos, sus alocuciones por radio, sus constantes viajes a la sede la Sociedad de Naciones pueden seguirse en la prensa de aquellos años. Los tres ya avisaron de que los campos de batalla en España no eran sino el eslabón que prefiguraba los campos de batalla de la que, a partir de Septiembre de 1939, sería conocida como la Segunda Guerra Mundial.

Pero, como puede observarse, al caminar sobre las alfombras, el sonido de las palabras queda amortiguado y termina perdiéndose, alterando su contenido. Las palabras del diario de Carlos Morla Lynch, que iniciaban este artículo, nos transportan al sentido premonitorio original.

Bibliografía:

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José Miguel Hernández López. Barcelona.
Colaborador, El Inconformista Digital.

Incorporación – Redacción. Barcelona, 22 Septiembre 2020.